LU KI (siglo III), “Arte Literaria”, Poesía China,
Cía. Gral. Fabril Editora, Bs. As., 1960.
Cuando yo me
pongo a examinar las obras de los escritores de talento, me parece que llego a
comprender su manera. Hay muchas variedades en el arte de disponer las palabras
y utilizar el idioma, puedo llegar a discutir lo que da atractivo a las obras
literarias y las calidades que les faltan, así como dar un juicio favorable o
desfavorable sobre lo que estas propiedades arrastran.
Cuando soy yo
quien escribe, veo aún mejor este mecanismo. Con frecuencia siento pena al
comprobar que mi pensamiento no sigue el tema con facilidad, que las palabras
que empleo no agotan mi pensamiento. La dificultad consiste en tal caso no sólo
en darse cuenta, sino en tener las facultades necesarias, lo que es más raro.
Apoyándome en
esto, he compuesto este poema sobre el arte literario, a fin de exponer en qué
consiste la perfección artística de los autores clásicos y poder, al mismo
tiempo, examinar las cualidades y defectos de la obra literaria que creamos. De
ese modo la posteridad juzgará quién ha sabido penetrar más hondamente las
sutilezas de tan difícil arte.
Si se quiere
escribir imitando los modelos conocidos, es muy simple, pero si se busca la
forma personal propia, encontramos lo difícil que resulta traducir la
personalidad en palabras. Por lo tanto, he querido reunir en este poema todo
aquello de lo cual se puede hablar.
A fin de obtener
un conjunto y poder mirar a lo lejos, el poeta despierta su sentimiento y su
voluntad, ayudándose con las obras clásicas. Así sigue la sucesión de las
cuatro estaciones, suspirando ante su fuga, contempla la naturaleza y sueña en
su confusa multitud de seres; cuando llega el poderoso otoño, se entristece
ante la caída de las hojas y, con la primavera perfumada, exulta ante sus
tiernos brotes.
Se vuelve su
corazón respetuoso y deferente; acaricia su pureza, parecida a la escarcha; sus
pensamientos se tornan elevados y vastos, alcanzando las nubes. Ve cómo cantan
las grandezas y el brillo de las virtudes de su tiempo, celebrando el perfume
transparente de las virtudes de los hombres de antaño. Así yerra entre el
estilo y la abundancia de los clásicos, alabando el acorde armonioso entre tema
y estilo que hay en las obras elegantes y perfectas. Entonces, preso de un
generoso impulso, abandona los libros y toma el pincel para traducir su
inspiración en palabras.
Antes de
comenzar, se recoge en sí mismo, mirándose y escuchándose interiormente; se
abandona a su intimidad y se desvive por interrogar su pensamiento. Recorre su
alma los confines del mundo, mientras su corazón planea a diez mil pies de
altura. Al fin, su espíritu comienza a manifestarse cada vez más y más
brillantemente; su tema es más claro y preciso. Entonces, agotando la
quintaesencia de todos los escritos antiguos, se impregna en el perfume de las
obras canónicas. Así su alma flota sobre el abismo del cielo y se sumerge en
las profundidades de las fuentes subterráneas.
En ese momento,
las palabras profundas aparecen penosamente, como esos peces vagabundos
colgados del anzuelo que sacamos de la hondura del abismo enorme; los adornos
literarios del estilo llegan palpitantes como las aves que vuelan altas en el
viento y a las que se hace regresar con un cordón atado a una flecha,
precipitándose de las nubes.
El poeta
concierta las expresiones no usadas por cien generaciones de autores y junta
las rimas que omitieron los poetas en miles de años transcurridos; renuncia a
las flores de la mañana; como ya están muy vistas, hace estallar los capullos de
la noche, porque aún no han sido abiertos. En un instante, junta el pasado al
presente y de una mirada abraza los confines del mundo.
Seguidamente
elige los términos según el sentido, los clasifica por su valor, fija las
palabras y embellece el orden. Deja en la luz lo que tiene posibilidad de
brillar, hace que vibre todo lo que es susceptible de emitir un sonido
armonioso. Tan pronto desciende a lo largo de la rama para ordenar las hojas,
como remonta la corriente para buscar el venero. A veces, al partir de una base
oculta, llega resultados satisfactorios; otras veces, buscando lo fácil,
alcanza lo difícil. Realza su estilo como tigre que cambia su piel, lo doma
como se domestica un animal, lo levanta con el fulgor de un dragón, lo mece
como un pájaro flotando entre las olas. Tan pronto encuentra pensamientos
justos y seguros, fáciles de expresar, como tropieza con escollos que le
impiden encontrar lo que busca.
Ha agotado la
pureza de su corazón para concentrar su pensamiento, medita cuidadosamente, y únicamente
luego formula su discurso. Entonces encierra el cielo y la tierra que describe
y hace que la naturaleza toda se pliegue a su pincel. Al principio, duda y no
avanza, se le seca la boca; al fin, deja correr abiertamente su pincel húmedo.
La razón sostiene el tema de la composición formando un tronco; el estilo se
suspende en ramificaciones, floreciéndolo. No hay ninguna divergencia entre su
sentimiento interior y la forma exterior de expresión; el menor cambio
aparecería en la superficie. Si el autor piensa en la alegría que siente, está
seguro de echarse a reír; si está en el punto de hablar de la aflicción, está
seguro de suspirar. Tan pronto agarra con precipitación las tablillas como
detiene el avance de su pincel.
¡Ah, la alegría
que se siente creando fue la que más apreciaron los sabios de otros tiempos! El
autor escruta el vacío y la nada y encuentra la existencia, examina el silencio
y le arranca sonidos. Hace caber la inmensidad en una hoja y brotar la
perfección universal de un corazón que sólo mide un puño. Amplía la palabra que
se torna colmada y vasta, la ordena y la vuelve aún más profunda. Despide su
perfume como una planta cargada de flores olorosas y crea una abundancia
perfecta, parecida a un boscaje de ramas verdeantes. Es como un viento puro que
sopla en torbellino, como cúmulos de nubes voladoras alzándose.
Las formas
presentan diez mil variedades, sin medida común a los demás seres. Todo es
desbordante y desbordado; no se podrían clasificar las apariencias ni los
aspectos regulares. El autor busca en el vocabulario los materiales que
necesita para sus ideas como buen obrero que toma lo preciso. Se esfuerza por
triar entre lo que es y lo que no es, examinando lo más profundo y lo que no lo
es tanto; huyendo de las fórmulas rutinarias, trata de agotar todos los
aspectos y utilizar todas las apariencias. Utiliza la profusión para halagar
los ojos, pero guarda la preocupación de la medida para satisfacer el alma. No
debe dar impresión de escasez agotando el vocabulario; su forma ha de ser
amplia, sin sufrir restricciones.
La poesía se
apoya sobre sentimientos; es rica y sonora. El poema en prosa da cuerpo a lo
que describe: es limpio y ancho. La inscripción sobre la estela debe ornamentar
el estilo, pero ser sincera. El elogio fúnebre ha de ser afectuoso y lleno de
dolor. La inscripción será amplia en cuanto a tema, pero sucinta por su estilo,
fina y elegante. La amonestación es de estilo fluctuante, pero sus intenciones
deben ser puras y sus términos vigorosos. El elogio debe tener facilidad y
distinción. La disertación será minuciosa y perspicaz, clara y bien
desarrollada; el informe al trono, sereno y firme, guardando así las
conveniencias; el discurso, brillante y lleno de artificios.
Aunque la
diferencia entre los géneros sea tan grande, todos deben evitar la licencia y
restringir la extravagancia. Lo esencial es tener una palabra expresiva, un
pensamiento justo y bien desarrollado. He ahí por lo cual todo lo que es largo
y confuso no sirve de nada.
En su conjunto,
la composición debe tener mucha gracia y variedad, tanta como son de numerosos
sus géneros. Sin embargo, todos tiene como fin principal poner en primer
término el sentimiento que inspira el tema; el papel de la palabra es realzar
su belleza.
Cuando los
sonidos diversos cambian, sucediéndose, es como si los colores se manifestasen
uno después de otros. Pero sin la armonía de la obra, los períodos y las pausas
no se siguen en un plan riguroso, la obra parece frustrada y su lectura se hace
difícil.
Si el autor
ordena bien sus períodos y conoce el arte de ensamblarlos, seguirle es tan
fácil como sacar agua de un manantial. Pero si pierde la continuidad y descuida
la armonía, parece que el fin ha sido colocado al comienzo. Cuando se turba la
sucesión regular de los colores, la obra entera se vuelve confusa y mate.
Algunos autores
se salen del tema en las primeras frases; otros desbordan al terminar, en los
últimos párrafos. En los unos la elocución parece falsa aunque la idea sea
conforme a la razón; en los otros la elocución es honesta, pero el fondo del
pensamiento es falso. En ambos casos existen los elementos de una obra de arte,
pero tal como se presentan son defectuosos. Conviene medir las calidades con un
cuidado extremo y determinar lo que se conserva y lo que se elimina con toda
precisión. Entonces, si una obra está trabajada según las buenas reglas, si su
trazado es regular como una línea trazada a cordel, su redacción puede quedar
definitiva.
Algunas veces el
estilo es abundante y rico en razonamientos, pero la obra no alcanza su fin:
por lo tanto es falsa. No hay dos maneras diferentes de agotar un tema: una vez
que este es tratado a fondo, nada más se le puede añadir.
Hallar palabras
decisivas y colocarlas en los lugares importantes de una composición literaria
es conseguir el látigo que estimula al caballo. Aunque todas las frases estén
bien ordenadas, será necesario el látigo para que la obra tenga mérito. Pero
para que el mérito sea grande hay que usar la moderación, deteniéndose en lo
elegido sin añadir lo superfluo.
A veces, un
pasaje es armonioso como pieza de seda recamada, su pureza brilla de un
resplandor supremo. Sus colores cambiantes son como bordados multicolores y
elegantes, su emoción vibra más que las
cuerdas numerosas de una orquesta. Pero si el autor no se aparta en nada de los
modelos que imita, llega a una identidad involuntaria con las composiciones de
otros tiempos. Así un pasaje, aunque hermosamente tejido de sentimientos
profundos, es de temer que otros ya le hayan precedido. Desde el momento que
ello ofende la probidad del escritor y choca a la justicia, aunque lo sienta,
necesariamente debe suprimirlo.
Otras veces
sucede que un pasaje se abre como una flor, se yergue como la punta de una
espiga, se aparta del resto de la obra, pareciendo romper su estructura. Esa
forma no puede ser sostenida a todo lo largo del poema; su sonoridad será
difícil conservarla. Se eleva solitaria en sí misma; no es trama de sonoridades
comunes. Su pensamiento no encuentra par igual, es continuarlo, se eleva
libremente y permanece inasible.
Las montañas
reciben el resplandor que hace brotar sobre ellas el jade escondido en las
rocas; los ríos se embellecen con las perlas que el agua guarda en sus
entrañas; los arbustos no deben ser abatidos, pues su verdor unido puede tener
encanto. Yo considero que reunir en una obra pasajes ordinarios y trozos
excepcionales sirve para realzar el resplandor de aquella.
Algunas veces
emplea la palabra únicamente para un breve canto; su obra se alza solitaria
sobre una rama pobre. Si observamos, vemos que todo es tranquilo y silencioso,
pero ninguna simpatía le acompaña. Si se dirigen los ojos hacia el pasado, todo
es vasto y vacío, no se continúa la obra de nadie. Una obra así se parece a una
cuerda aislada sobre un instrumento musical: tendrá en ella las posibilidades
del canto, pero nadie vendrá a responderla.
Podrán otros
emplear su talento en obras apresuradas. La belleza de su discurso será vana,
adolecerá de brillantez. Mezclará en un solo cuerpo lo bueno y lo malo, y
aunque mezcle materiales preciosos, no producirá más que obras defectuosas. Su
composición recordará el sonido de las flautas que se tocan en las salas de
fiestas; su sonido es tan precipitado, que aunque algún instrumento quisiera
responderle, jamás conseguirían formar una armonía.
Hay poeta que
descuida la razón para buscar la excentricidad y se dedica a desarrollar ideas
huecas, a perseguir detalles ínfimos. Sus palabras no tienen sentimiento,
carecen de emoción; su discurso flota y no se puede estabilizar. Su composición
es semejante a una cuerda pulsada un punto y deslizada rápidamente. Aunque
fuese armonioso el sonido, carecería de emoción.
Otro deja correr
libremente su estilo para seguir el gusto común. Busca el ruido y la confusión,
es pródigo en adornos literarios. Así regocija vanamente los ojos y se acerca a
lo vulgar; aunque produzca sonidos elevados, su melodía es baja. Hace pensar en
una música perversa; aunque emocione su obra, le falta continencia.
Otro producirá
una obra pura, sobria y contenida, negándose toda repetición, suprimiendo todo
lo superfluo. Pero será como un caldo sin gusto agradable; recordará los
sonidos agudos y flotantes de la guitarra antigua. Hasta si comunica emoción,
hasta si tiene dignidad, el poema carecerá de encanto.
Si, por el
contrario, el autor sabe distribuir la abundancia y la economía, si hace
sucederse la elevación y la sencillez transformándolas en arte justo, entonces
los artificios del estilo producirán sutiles efectos. A veces las palabras
parecerán sin malicia, pero la alusión será diestra; otras veces la alocución
será viva, pero el pensamiento refinado. A veces el autor retomará los temas
antiguos, pero sabrá darles aire nuevo; otras, tomará modelos imperfectos,
transformándolos en obras perfectas. Examinará a fondo cuanto pretenda escribir
y presentará lo examinado bajo una forma definitiva. Del mismo modo que el
bailarín evoluciona siguiendo la música y agita sus mangas, aquel que canta
sigue las cuerdas del instrumento que le acompaña desgranando sus sonidos. Es éste
un arte que no se puede explicar con palabras, no es algo cuya esencia pueda
fijarse con las vanas palabras.
Yo quisiera desde
lo más profundo de mi corazón extender universalmente las reglas y leyes del
estilo literario. Los escritores se esfuerzan por rectificar constantemente los
errores del juicio del mundo, examinando lo que las obras de antaño encierran
de calidades, pues aunque estén dotadas de afinada perspicacia y recto
espíritu, corren riesgo de ser la irrisión de los ignorantes.
Sin embargo, la
belleza de las palabras, los modelos de estilo pulido y elegante son fáciles de
contemplar como el jade, tan fáciles como encontrar semillas en la llanura. Estas
cualidades son inagotables como el soplo del aliento de una fragua, por el cual
pasa el mismo viento que llena el espacio entre el cielo y la tierra.
A pesar de eso,
si el mundo produce profusamente obras de arte, las buena ¡ay!, no podrían
llenarnos el cuenco de las manos. Me da lástima que teniendo los modelos tan
cerca, no sepan servirse de ellos, y que las buenas palabras encuentren tan
difícilmente seguidores. A eso se debe que las obras progresen con
incoherencia, las breves músicas en las cuales los pasajes vulgares vienen a
completar el conjunto.
Entonces el autor
siente con frecuencia fastidio al terminar su obra. Aunque sea vanidoso y
suficiente, no llega a estar satisfecho. Si se rompe un vaso de barro,
únicamente podemos recibir barro; el jade sonoro parece que se burla.
Por el contrario,
cuando el autor está inspirado, su emoción se manifiesta, llegando a penetrar
en aquello que estaba oculto. Cuando llega la inspiración, nada podría
detenerla; cuando se va, nadie es capaz de sujetarla. Cuando huye, es como una
sombra que se desvanece; cuando se manifiesta, es como una armonía resonante. Todas
las facultades del alma funcionan a la perfección, ágilmente. ¿Qué caos no
llegaríamos entonces a ordenar? Las ideas en tromba se levantan de nuestro
corazón, las palabras brotan de la fuente de nuestros labios. La obra llega
rica, total, presurosa; no tenemos más que dejar resbalar el pincel sobre la
seda. La belleza del estilo llena nuestros ojos; la pura armonía, nuestros
oídos.
Después, cuando
la inspiración se aleja, quedan nuestros sentidos atrofiados e inmóviles;
aunque queramos seguir, el genio reposa. Entonces nos quedamos inmóviles como
madera seca, secos como un lecho de río sin caudal. El autor se vuelve hacia el
interior de su alma para escrutar lo que es difícil conocer; busca concentrar
la esencia pura de su espíritu para reencontrarse. Pero las nociones oscuras se
vuelven cada vez más impenetrables; el pensamiento se produce lentamente, es
como si a la fuerza lo arrancáramos.
Por lo tanto, ya
puede un autor agotar todo su arte; lo que produzca sólo le causará fastidios. A
veces, deja correr libremente su pensamiento, y su obra se aparta menos de la
perfección. Todo esto se produce en el interior de nosotros mismos, y, sin
embargo, no son cosas de las cuales podemos disponer a voluntad. He aquí por
qué un autor muchas veces se lamenta, apretando sus manos contra su pecho
vacío. Nadie encontró aún las causas por las que estamos inspirados o dejamos
de estarlo.
Si ahora quisiéramos
hablar de la utilidad de la literatura, comprobaríamos que sirve para expresar
eficientemente todos nuestros pensamientos. La expresión literaria puede
recorrer lenguas sin encontrar obstáculos, atravesar cien siglos, y servirá lo
mismo de modelo. Elevándonos hacia el pasado, contemplamos en ella la imagen de
los hombres que fueron; inclinándonos sobre el porvenir, legamos con ella un
modelo a las generaciones futuras.
La literatura
sostiene las artes civiles y militares cuando están a punto de derrumbarse,
propaga el deseo y la gloria de la virtud, sin jamás dejar de brotar. Su paso no
conoce nada tan lejano que ella no pueda volver próximo; su razonamiento no
conoce nada tan sutil que ella no pueda explicar. Su acción es tan benéfica
como la de las nubes y el agua; simboliza la transformación de los demonios y
espíritus de la naturaleza. Sus producciones recubren los bronces y las
piedras, derrama la virtud, es perpetuada por la música y contribuye a la
renovación moral constante del mundo humano.
1 comentario:
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Besitos
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