LOS DESVELOS DEL DOXÓGRAFO

La tradición doxográfica consistía en recopilar, de diversas maneras, las opiniones de terceros autores.
¿Es posible otra escritura?
En la historia, los nombres y las fechas son circunstanciales, mojones arbitrarios y consuelo de nuestras íntimas aspiraciones. Un nombre y una fecha no son más que una ilusión, que nos permite velarnos, espejarnos en el otro. Tal vez, para ocultar y evidenciar que no somos más que objetos tallados con la inmaterialidad de la palabra; objetos de sentido incierto, aunque a veces verosímil.
Somos hablados, decimos lo dicho. En el mejor de los casos armamos, con unas cuentas coloridas y los espejos que nos circundan, un universo de probabilidades imposible de explorar en una vida.
Sin embargo, hablamos. Nos hacemos a la mar en pos de Las Molucas demostrando que el encuentro, la metáfora, no es más que un accidente imprescindible.
La metáfora, multiplicadora de sentidos, siempre necesita del otro, que se los otorga. Se es dicho, bien o mal, pero se es dicho. Construcción colectiva, en la que el destino de cada letra que la forja ha extraviado la causalidad.
Somos meros vectores del lenguaje. Cada quien se las arregla, de alguna manera, con las voces que lo habitan. Todo otro ideal pareciera casi alucinado.

Jorge Pablo Yakoncick.







domingo, 14 de noviembre de 2021

TS’AI YEN (177-250): DIECIOCHO COMPASES CANTADOS EN LA TROMPETA DE LOS HUNOS


I

Mi vida comenzó sin sombras,

Pero la desgracia visitó mi país.

 

El cielo despiadado envió calamidades,

La tierra me las dio a conocer.

Entrechocaron las armas, se cierran los caminos,

Todo corre, huyendo del dolor, de la muerte.

El polvo y la humareda cubren los campos;

Son los guerreros Hunos arrastrando a los prisioneros.

Ya no hay ley ni justicia, mi razón se quebranta,

Todo es hostil, mas es vano oponerse.

Perdida y extraviada, ¿quién oirá mi queja?

 

Mi cítara ha dado a la trompeta su compás.

¿Quién atiende al dolor que desborda mi alma?

 

II

Nadie me queda en el mundo,

Sólo estas hordas desatadas,

Que me fuerzan a seguirlas

Al confín del Universo.

El camino de regreso

Me lo cierran los picos nubosos.

En torno mío la arena del desierto

Únicamente gira.

Los Hunos son crueles y feroces,

Como devoradoras serpientes.

Con ojo torvo me miran,

Coraza al pecho y arco en la mano.

 

Al vibrar en mis cuerdas el último compás,

Mi cítara se rompe,

Mi corazón se quiebra, los deseos me huyen,

¡ay, lloro por mi suerte!

 

III

Estoy lejos de la hermosa China,

En el país de los Hunos.

He perdido mi rango y mi familia,

Más me valiera no haber nacido.

Sus trajes de fieltro y lana,

Llenan mi pecho de asco.

Aunque quisiese no podría

Comer su inmundo cordero.

Sus tambores resuenan en la noche

Hasta que llega el día

Y el viento enfurecido

Recorre la llanura,

Oscureciendo los campos, las montañas.

 

La pena del pasado y el dolor del presente

Es mi canto tercero.

La insistente desgracia ya nunca me da tregua.

¿La veré concluir?

 

IV

Los días y las noches pasan,

Yo pienso en mi suelo natal.

De cuanto alienta bajo el cielo,

Yo soy lo más desdichado.

Cuando el cielo siente ira,

El pueblo no sigue ya a su amo.

Para siempre me perdí,

Cautiva en este campamento,

Donde todo me es extraño.

¿Cómo podré vivir en él?

Nada de común nos une.

¿Quién aliviará mi pena?

 

Mi espíritu se extravía y se pierde, sucumbiendo

Bajo tantas miserias.

Al terminar mi cuarto canto, no hacen sino aumentar

Mis hondos sufrimientos.

 

V

Los patos van hacia el sur,

Quiero confiarles noticias de la frontera;

Los patos vuelven del norte,

Creo que traen ecos de mi patria.

Vuelan altos, tan altos,

Que apenas se los ve pasar.

En vano gimo y sufro.

Mi mal no tiene esperanza.

 

Yo contemplo la luna, entornando los ojos,

Mi cítara pulsando.

Cuando el quinto compás desgrana sus acordes,

Mi alma sigue tras ellos.

 

VI

La helada sobre los llanos.

Es riguroso el frío que sufro.

Tengo hambre, mas no puedo comer

Los quesos que ellos comen.

Oigo cómo ruge en la noche

El torrente de aguas desbordadas.

Por la mañana están los caminos

Ante la muralla inundados.

Yo sueño con el ayer,

Ya sin regreso posible.

 

Sexto canto, mi dolor,

No me deja tocar más.

 

VII

Se ha escondido el sol y un viento lúgubre

Levanta los ruidos del país de los Hunos.

El dolor que en este instante oprime mi alma,

¿a quién puedo contárselo en este país perdido?

En torno está el desierto, solitario, cruel,

Únicamente las hogueras suben hacia el infinito…

Los débiles, los viejos no hallan lugar en este mundo;

Hay que ser joven y fuerte en este clima helado.

¿Cómo comparar a los de mi patria natal

Los campos y los ríos de estas tierras fronterizas?

Cubren la llanura ovejas y vacunos,

Innumerables rebaños hormiguean hasta el horizonte,

Pero al acabarse el agua, al ser devorada la yerba,

Los caballos y los bueyes van a pastar más lejos…

 

Este séptimo compás es el de mi rencor.

¡No puedo soportar más el vivir aquí!

 

VIII

Si el cielo soberano tiene los ojos puestos en la tierra,

¿por qué no me socorre en esta triste suerte?

Si los espíritus son poderosos y sabios,

¿por qué me dejas en este prolongado exilio?

¿Por qué el cielo me ha dado un marido Huno y bárbaro?

¿Qué hice para que los espíritus me traten así?

 

Di, para distraerme,

Al octavo compás una música sabia.

El canto concluido,

Mi corazón regresa a su dolor.

 

IX

El cielo es infinito y la tierra sin límites.

Como ellos, no tiene sentido la pena de mi alma.

 

La vida es breve y tan veloz

Como la aurora fugitiva;

El destino no ha querido

Iluminar mi suerte.

El cielo tuvo la culpa

De que yo perdiera mi juventud.

El cielo es azul y profundo.

¿Cómo elevarle mi queja?

Sobre mí, en el vacío,

Sólo humo y nubes veo…

 

El canto noveno se concluye,

¿a quién le diré mi pena?

 

X

Nunca se extinguirán los fuegos de la Gran Muralla,

¡nunca la paz bajará sobre los campos de la guerra!

En las puertas golpeará como un oleaje día a día el genio de la muerte,

Y bajo la luna, todas las noches el viento aullará o se reirá.

 

¡Qué lejos está mi país,

Ningún sonido le llega,

No tengo ya voz para llorar,

Mi aliento oprimido se rompe!

Es mi destino este largo dolor,

El dolor del destierro implacable.

 

Lágrimas de sangre llorando,

El décimo canto, canto.

 

XI

Siento horror de la muerte,

Pero no, quiero vivir;

No se puede perder la vida

Mientras la existencia tenga un objeto.

Vivo con la esperanza de ver mi patria,

Sí, un día verla.

Pero si muero, que me entierren,

Así todo habrá concluido.

 

¡Oh, vosotros, astros del cielo! Bajo las tiendas de los Hunos,

Un jefe me ha desposado y yo he tenido dos hijos.

Los amamanto y cuido sin estar remordida,

Pues aunque hayan nacido en los desiertos del norte,

Yo los amo.

 

Así aunque el canto once

Lo deplore en compases plañideros,

Están unidos a mí para siempre

Y son la carne de mi carne.

 

XII

El viento del Este ha traído un soplo de primavera,

Todo está templado. Ya sé, es el emperador de China

Que envía al universo el sol y la paz.

Los Hunos cantan, billiciosos, cantan de alegría;

China y su país han cesado sus batallas.

De pronto me encuentro con el enviado del Emperador,

Que trae mil onzas de plata

Para pagar a los bárbaros mi rescate.

 

¡Qué alegría poder regresar,

Ver de nuevo a mi gran Soberano!

¡Qué pena dejar a mis niños

Y decirles adiós para siempre!

 

Este es el canto doce

De alegría y tristeza.

Marchar o quedar, es la misma congoja.

Quisiera ser yo y otra distinta a la vez.

 

XIII

¿De qué puedo quejarme? Ya parto para China.

Aprieto contra mí mis pobres niños Hunos,

Bañándoles las ropas con mis lágrimas.

El enviado me ha venidos a buscar.

A duras penas retiene los caballos…

Ya no me queda voz, tanto he gritado…

¡Debíamos para siempre permanecer unidos

Y he aquí que nos separamos para siempre!

 

Se oscurece la claridad del día.

¡Niños míos, debo irme!

¿Dónde procurarme alas

Para venir a buscaros?

Cada paso que me aleja,

Sujeta más mis pies…

 

¡Ah, el cuerpo muere y el alma permanece,

Pero mi amor vivirá para siempre!

 

Este trece compás es rápido y angustioso,

Su música me duele.

Mi corazón está abatido, mi alma, desgarrada.

¿Quién comprenderá mi mal?

 

XIV

Al fin he vuelto a China,

Dejando mis hijos no sé dónde.

Sin poder verlos, mi corazón

No tiene tregua, está sediento.

Para todos los seres del mundo,

El bien sucede a la desgracia.

La única desdichada soy yo,

Cuyo mal ignora el descanso.

 

Las montañas son altas, anchas las llanuras,

No podemos esperar volvernos a ver.

Únicamente al fondo de mis noches solitarias

Los sueños os muestran ante mis ojos.

Os estrecho contra mí, niños, os alzo en mi sueño;

Todo es alegría y dolor,

Pero al despertarme la pena cotidiana vuelve,

Inacabable.

 

Este catorce canto ve mi arroyo de lágrimas

Caer, entremezclándose.

Un río jamás puede regresar a sus fuentes,

Ni olvidaros mi alma.

 

XV

El quince compás es rápido.

¿Quién puede seguir al espíritu que lo inspira?

 

Viví bajo las tiendas de los Hunos,

En el seno de un pueblo extranjero,

Siempre esperando regresar

Y los cielos oyeron mi súplica.

De nuevo estoy en China,

Mi corazón debiera alegrarse,

Sin embrago, una angustia profunda

Alimenta mi pena eterna.

Siguen las estrellas su curso

Pero para mí no tienen luz;

Hijos separados para siempre de su madre,

¿cómo no sentirme desdichada?

El cielo es igual para ellos y para mí,

Pero ningún lazo es posible.

Separados en vida y muerte,

¿qué hacer para encontrarnos?

 

XVI

Al canto dieciséis,

Dejo errar mis pensamientos.

 

¡Mis dos niños y yo

En confines opuestos!

Igual que el sol del poniente y la luna levantándose,

Se miran a lo lejos sin encontrarse nunca.

Imposible estar juntos, es en vano que me lamente,

Pero no los puedo olvidar.

 

Pulso las cuerdas sonoras

Para decir mi angustia.

Dejé a mis niños, volví a China,

La vieja pena cesó, una nueva crece.

Llorando sangre, la levanto al firmamento:

¿Para qué vivir, si todo han de ser lágrimas?

 

XVII

Al canto diecisiete, mi corazón sangra.

No hay camino posible a través de los montes.

Antes sólo pensaba en regresar a mi país natal,

Ahora es únicamente en mis hijos en quienes pienso.

 

Retamas amarillas del norte,

Ramas muertas, hojas secas…

En los campos, los huesos humanos,

Marcados por el sable…

El viento, la escarcha helada,

Hasta en el verano, el frío…

Las bestias y las gentes están hartas,

Hambrientas, agotadas, exhaustas…

 

¿Cómo hubiese podido adivinar

Que volvería a ver mi ciudad?

Mis sollozos detienen mi canto,

Lloro delante de mi ventana.

 

XVIII

La trompeta de los Hunos llega de las fronteras del norte,

Pero la he acordado al son de mi cítara.

 

El dieciocho canto… La canción ha concluido,

Pero el eco se extiende y la memoria es firme.

La belleza del canto y de la música

Son los tesoros de la naturaleza;

Alegría y dolor nos golpean por turno,

Y sus cambios hacen sonora nuestra alma.

La China y el país de los Hunos

Son distintos de clima y de costumbres.

Una madre y dos hijos lanzados

A los confines opuestos del cielo, de la tierra.

 

El sentimiento de mi mala suerte

Es más grande que el cielo sin límites.

Los seis elementos que forman el mundo

No sabrían responder a mi queja dolorida.

 

 

miércoles, 1 de marzo de 2017

Marcel Schwob: LA CRUZADA DE LOS NIÑOS



LA CRUZADA DE LOS NIÑOS

Marcel Schwob, 1885 (Chaville, Haust-de-Seine, 23 de agosto de 1867 - París, 26 de febrero de 1905).

Marcel Schwob

Prólogo: Jorge Luis Borges, Buenos Aires, 1949.


Si un viajero oriental -digamos, uno de los persas de Montesquieu- nos pidiera una prueba del genio literario de Francia, no sería inevitable recurrir a las obras de Montesquieu, o a los cien volúmenes de Voltaire. Nos bastaría repetir alguna palabra feliz (arc-en-ciel o el tremendo título de la historia de la primera cruzada: Gesta Dei per Francos, que significa Hazañas de Dios ejecutadas por medio de los franceses. Gesta Dei per Francos; no menos asombrosas que estas palabras fueron esas hazañas. En vano los perplejos historiadores han intentado explicaciones de tipo racional, de tipo social, de tipo económico, de tipo étnico; el hecho es que durante dos siglos la pasión de rescatar el santo sepulcro dominó a las naciones de Occidente, no sin maravilla, tal vez, de su propia razón. A fines del siglo XI, la voz de un ermitaño de Amiens -hombre de mezquina estatura, de aire insignificante (persona contemptibilis) y de ojos singularmente vivos- impulsa la primera cruzada; las cimitarras y las máquinas de Jalil, a fines del XIII, sellan en San Juan de Acre la octava.

Europa no emprende otra; la misteriosa y larga pasión ha tocado a su fin; Europa se distrae de recuperar el sepulcro de Cristo. Las cruzadas no fracasaron, dice Ernest Barker, simplemente cesaron. Del frenesí que congregó tan vastos ejércitos y planeó tan remotas operaciones, sólo quedaron unas pocas imágenes, que se reflejarían, siglos después, en los tristes y límpidos espejos de la Gerusalemme: altos jinetes revestidos de hierro, noches cargadas de leones, tierras de hechicería y de soledad. Más dolorosa es otra imagen de incontables niños perdidos.

A principios del siglo XIII, partieron de Alemania y de Francia dos expediciones de niños. Creían poder atravesar a pie enjuto los mares. ¿No los autorizaban y protegían las palabras del Evangelio Dejad que los niños vengan a mí, y no los impidáis (Lucas 18:16); no había declarado el Señor que basta la fe para mover una montaña (Mateo 17:20)? Esperanzados, ignorantes, felices, se encaminaron a los puertos del Sur. El previsto milagro no aconteció. Dios permitió que la columna francesa fuera secuestrada por traficantes de esclavos y vendida en Egipto; la alemana se perdió y desapareció, devorada por una bárbara geografía y (se conjetura) por pestilencias. Quo devenirent ignoratur. Dicen que un eco ha perdurado en la tradición del Gaitero de Hamelin.

En ciertos libros del Indostán se lee que el universo no es otra cosa que un sueño de la inmóvil divinidad que está indivisa en cada hombre; a fines del siglo XIX, Marcel Schwob - creador, actor y espectador de este sueño- trata de volver a soñar lo que había soñado hace muchos siglos, en soledades africanas y asiáticas: la historia de los niños que anhelaron rescatar el sepulcro. No ensayó, estoy seguro, la ansiosa arqueología de Flaubert; prefirió saturarse de viejas páginas de Jacques de Vitry o de Ernoul y entregarse después a los ejercicios de imaginar y de elegir. Soñó así ser el papa, ser el goliardo, ser los tres niños, ser el clérigo. Aplicó a la tarea el método analítico de Robert Browning, cuyo largo poema narrativo The Ring and the Book (1868) nos revela a través de doce monólogos la intrincada historia de un crimen, desde el punto de vista del asesino, de su víctima, de los testigos, del abogado defensor, del fiscal, del juez, del mismo Robert Browning... Lalou (Littérature francaise contemporaine, 282) ha ponderado la "sobria precisión" con que Schwob refirió la "ingenua leyenda"; yo agregaría que esa precisión no la hace menos legendaria y menos patética. ¿No observó acaso Gibbon que lo patético suele surgir de las circunstancias menudas?


Por aquellos tiempos, niños sin guía ni señor, se precipitaron desde pueblos y ciudades de todas las regiones hacia comarcas que se encontraban más allá del mar. Y cuando se les preguntaba a dónde corrían, ellos respondían: "A Jerusalén, a recuperar Tierra Santa"... Todavía se ignora dónde fue que llegaron. Pero muchos volvieron sobre sus pasos y al interrogárseles sobre la causa del viaje respondieron que no sabían. También, por aquel entonces, mujeres desnudas que no decían nada pasaban corriendo por las ciudades y los pueblos...

Relato del Goliardo

Yo, pobre goliardo, clérigo miserable errabundo por los bosques y los caminos para mendigar, en nombre de Nuestro Señor, mi pan cotidiano, vi un espectáculo piadoso, y oí las palabras de los niñitos. Sé que mi vida no es muy santa, y que he cedido a las tentaciones bajo los tilos del camino. Los hermanos que me dan vino bien se dan cuenta de que estoy poco acostumbrado

a beber. Pero no pertenezco a la secta de los que mutilan. Hay mentecatos que les sacan los ojos a los pequeñuelos, les cortan las piernas y les atan las manos, con el objeto de exhibirlos y de implorar la caridad. He aquí por qué tengo miedo al ver todos estos niños. Sin duda, los defenderá Nuestro Señor. Hablo al acaso, porque estoy lleno de alegría. Río de la primavera

y de lo que vi. No es muy fuerte mi espíritu. Recibí la tonsura de clérigo a la edad de diez años, y he olvidado las palabras latinas. Soy semejante a la langosta: porque salto, aquí y allá, y zumbo, y a veces abro las alas de color, y mi cabeza menuda está transparente y vacía. Dicen que San Juan se alimentaba de langosta en el desierto. Sería necesario comer muchas. Pero San Juan de ningún modo era un hombre como nosotros.

Estoy lleno de adoración por San Juan, porque era vagabundo y decía palabras incoherentes. Me parece que debieron ser más suaves. Este año, también es suave la primavera. Nunca tuvo tantas flores pálidas y rosadas. Las praderas están lavadas recientemente. Por todas partes resplandece la sangre de Nuestro Señor en los setos. Nuestro Señor Jesús es color de azucena, pero su sangre es bermeja. ¿Por qué? No lo sé. Esto debe de estar en algún pergamino. Si yo hubiese sido experto en letras, tendría pergamino, y escribiría en él. De este modo comería muy bien todas las noches. Iría a los conventos a rogar por los hermanos muertos e inscribiría sus nombres en mi rollo. Transportaría mi rollo de los muertos, de una abadía a la otra. Es una cosa que agrada a nuestros hermanos. Pero ignoro los nombres de mis hermanos muertos. Puede ser que Nuestro Señor tampoco se cuide mucho de saberlos. Me pareció que todos estos niños no tenían nombres. Es seguro que los prefiere Nuestro Señor Jesús. Llenaban el camino como un enjambre de abejas blancas. No sé de dónde venían. Eran pequeños peregrinos. Tenían bordones de avellano y de álamo. Llevaban la cruz a la espalda; y todas estas cruces eran de innumerables colores. Las vi verdes, que debieron de estar hechas con hojas cosidas. Son niños salvajes e ignorantes. Vagan no sé hacia donde. Tienen fe en Jerusalén. Pienso que Jerusalén está lejos, y que Nuestro Señor debe estar más cerca de nosotros. No llegarán a Jerusalén. Pero Jerusalén llegará a ellos. Como a mí. El fin de todas las cosas santas radica en la alegría. Nuestro Señor está aquí, en esta espina enrojecida, y en mi boca, y en mi pobre palabra. Porque pienso en él y su sepulcro está en mi pensamiento. Amén. Me acostaré aquí bajo el sol. Es un sitio santo. Los pies de Nuestro Señor santificaron todos los lugares. Dormiré. Que Jesús haga dormir en la noche a todos estos niñitos blancos que llevan la cruz. En verdad, yo se lo digo. Tengo mucho sueño. Yo se lo digo, en verdad, porque tal vez él no los ha visto, y debe velar por los niñitos. La hora del mediodía pesa sobre mí. Todas las cosas son blancas. Así sea. Amén.



Relato del Leproso

Si deseáis comprender lo que quiero deciros, sabed que tengo la cabeza cubierta con un capuchón blanco y que agito una matraca de madera dura. Ya no sé cómo es mi rostro, pero tengo miedo de mis manos. Van ante mí como bestias escamosas y lívidas. Quisiera cortármelas. Tengo vergüenza de lo que tocan. Me parece que hacen desfallecer los frutos rojos que tomo; y creo que bajo ellas se marchitan las raíces que arranco. Domine ceterorum libera me! El Salvador no expió mi pálido pecado. Estoy olvidado hasta la resurrección. Como el sapo empotrado al frío de la luna en una piedra oscura, permaneceré encerrado en mi escoria odiosa cuando los otros se levanten con su cuerpo claro. Domine ceterorum fac me liberum: leprosus sum. Soy solitario y tengo horror. Sólo mis dientes han conservado su blancura natural. Los animales se asustan, y mi alma quisiera huir. El día se aparta de mí. Hace mil doscientos doce años que su Salvador los salvó, y no ha tenido piedad de mí. No fui tocado con la sangrienta lanza que lo atravesó. Tal vez la sangre del Señor de los otros me habría curado. Sueño a menudo con la sangre; podría morder con mis dientes; son blancos. Puesto que Él no ha querido dármelo, tengo avidez de tomar lo que le pertenece. He aquí por qué aceché a los niños que descendían del país de Vendome hacia esta selva del Loira. Tenían cruces y estaban sometidos a Él. Sus cuerpos eran Su cuerpo y Él no me ha hecho parte de su cuerpo. Me rodea en la tierra una condenación pálida. Aceché, para chupar en el cuello de uno de sus hijos, sangre inocente. Et caro nova fiet in die irae. El día del terror será mi nueva carne. Y tras de los otros caminaba un niño fresco de cabellos rojos. Lo vi; salté de improviso; le tomé la boca con mis manos espantosas. Sólo estaba vestido con una camisa ruda; tenía desnudos los pies y sus ojos permanecieron plácidos. Me contempló sin asombro. Entonces, sabiendo que no gritaría, tuve el deseo de escuchar todavía una voz humana y quité mis manos de su boca, y él no se la enjugó. Y sus ojos estaban en otra parte.

-¿Quién eres?, le dije.

-Johannes el Teutón, respondió. Y sus palabras eran límpidas y saludables.

-¿A dónde vas?, repliqué. Y él respondió:

-A Jerusalén, para conquistar la Tierra Santa.

Entonces me puse a reír, y le pregunté:

-¿Quién es tu Señor? Y él me dijo:

-No lo sé; es blanco.

Y esta palabra me llenó de furor, y abrí la boca bajo mi capuchón, y me incliné hacia su cuello fresco, y no retrocedió, y yo le dije:

-¿Por qué no tienes miedo de mí? Y él dijo:

-¿Por qué habría de tener miedo de ti, hombre blanco?

Entonces me inundaron grandes lágrimas, y me tendí en el suelo, y besé la tierra con mis labios terribles, y grité:

-¡Porque soy leproso! Y el niño teutón me contempló, y dijo límpidamente:

-No lo sé. ¡No tuvo miedo de mí! ¡No tuvo miedo de mí! Mi monstruosa blancura es semejante para él a la del Señor. Y tomé un puñado de hierba y enjugué su boca y sus manos. Y le dije.

-Ve en paz hacia tu Señor blanco, y dile que me ha olvidado.

Y el niño me miró sin decir nada. Lo acompañé fuera de lo negro de esta selva. Caminaba sin temblar. Vi desaparecer a lo lejos sus cabellos rojos en el sol. ¡Domine infantium, libera me! ¡Que el sonido de mi matraca de madera llegue hasta ti, como el puro sonido de las campanas! ¡Maestro de los que no saben, libértame!



Relato del Papa Inocencio III

Lejos del incienso y de las casullas, puedo muy fácilmente hablarle a Dios en esta cámara desdorada de mi palacio. Aquí es donde vengo a pensar en mi vejez, sin que me sostengan bajo los brazos. Durante la misa se eleva mi corazón y mi cuerpo se enerva; el cintilar del vino sagrado llena mis ojos, y mi pensamiento se lubrica con los aceites preciosos; pero en este lugar solitario de mi basílica, puedo inclinarme bajo mi fatiga terrestre. ¡Ecce homo! Porque de ningún modo el Señor debe escuchar verdaderamente la voz de sus sacerdotes a través de la pompa de los mandamientos y de las bulas; y sin duda ni la púrpura, ni las joyas, ni las pinturas le agradan; pero en esta pequeña celda acaso tenga piedad de mi imperfecto balbuceo. Señor, soy muy viejo, y heme aquí, vestido de blanco ante ti, y mi nombre es Inocencio, y tú sabes que no sé nada. Perdóname mi papado, porque fue instituido, y yo lo sufrí. No fui yo el que ordenó los honores. Me agrada más ver tu sol por esta ventana redonda que en los reflejos magníficos de mis vidrieras de colores. Déjame gemir como cualquier viejo y volver hacia ti este rostro pálido y arrugado que levanto penosamente por encima de las olas de la noche eterna. Los anillos se deslizan por mis dedos enflaquecidos, como se escapan los últimos días de mi vida.

¡Dios mío! soy tu vicario aquí, y hacia ti tiendo mi mano extenuada, llena del vino puro de tu fe. Hay grandes crímenes. Hay muy grandes crímenes. Podemos darles la absolución. Hay grandes herejías. Hay muy grandes herejías. Debemos castigar las implacablemente. A esta hora en que me arrodillo, blanco, en esta blanca celda desdorada, sufro una inmensa angustia, Señor, no sabiendo si los crímenes y las herejías son del pomposo dominio de mi papado o del pequeño círculo de luz en el cual un hombre viejo une sencillamente sus manos. Y también, me encuentro turbado en lo que se refiere a tu sepulcro. Siempre está rodeado de infieles. No se ha sabido recobrarlo. Nadie ha dirigido tu cruz hacia la Tierra Santa; estamos sumergidos en el entorpecimiento. Los caballeros han depuesto sus armas y los reyes no saben ya mandar. Y yo, Señor, me acuso y golpeo mi pecho: soy demasiado débil y demasiado viejo.

Sin embargo, Señor, escucha este balbuceo trémulo que asciende fuera de esta pequeña celda de mi basílica y aconséjame. Mis servidores me trajeron extrañas nuevas desde el país de Flandes y de Alemania hasta las ciudades de Marsella y Génova. Van a nacer sectas ignoradas. Se han visto correr por las ciudades mujeres desnudas que no hablan. Estas mudas impúdicas señalan el cielo. Varios locos han predicado la ruina en las plazas. Los ermitaños y los clérigos errantes murmuran. Y no sé por qué sortilegio más de siete mil niños fueron sacados de sus casas. Son siete mil en el camino y llevan la cruz y el bordón. No tienen nada que comer; no tienen armas ningunas; son ineptos y nos avergüenzan. Son ignorantes de toda verdadera religión. Mis servidores los han interrogado. Responden que van a Jerusalén para conquistar la Tierra Santa. Mis servidores les dijeron que no podrían atravesar el mar. Respondieron que el mar se separaría y se desecaría para dejarlos pasar. Los buenos padres, piadosos y sabios, se esforzaron por retenerlos. Rompieron durante la noche los cerrojos y franquearon las murallas. Es lamentable. Señor, todos estos inocentes serán entregados al naufragio y a los adoradores de Mahoma. Veo que el Sultán de Bagdad los acecha en su palacio. Tiemblo al pensar que los marineros se apoderen de sus cuerpos para venderlos.

Señor, permíteme que te hable según las fórmulas de la religión. Esta cruzada de los niños no es una obra piadosa. No podrá conquistar el Sepulcro para los cristianos. Aumenta el número de los vagabundos que caminan en el límite de la fe autorizada. Nuestros sacerdotes no pueden protegerla. Debemos creer que el Maligno posee a estas pobres criaturas. Van en rebaño hacia el precipicio como los cerdos en la montaña. El Maligno se apodera gustoso de los niños, Señor, como lo sabes. En otro tiempo, revistió el aspecto de un cazador de ratas para atraer con las notas de la música de su caramillo a los pequeñuelos de la ciudad de Hamelin. Unos dicen que estos infortunados se ahogaron en el río Waser; otros, que los encerró en el flanco de una montaña. Teme que Satán conduzca a todos nuestros niños a los suplicios de los que no tienen nuestra fe. Señor, sabes que no es bueno que se renueve la creencia. Tan pronto como apareció en la zarza ardiente, la hiciste encerrar en un tabernáculo. Y cuando se escapó de tus labios en el Gólgota, ordenaste que fuese encerrada en las píxides y las custodias. Estos pequeños profetas derrumbarán el edificio de tu Iglesia. Es necesario defenderla. ¿Es con menosprecio de tus consagrados, cómo usarán en tu servicio sus albas y sus estolas, cómo resistirán duramente a las tentaciones para vengarte, cómo recibirás a los que no saben lo que hacen? Debemos dejar que vayan hacia ti los pequeñuelos, pero por el camino de tu fe. Señor, te hablo según tus instituciones. Estos niños perecerán. No hagas que bajo Inocencio se renueve el asesinato de los inocentes.

Perdóname sin embargo, Dios mío, por haberte pedido consejo bajo la tierra. Se apodera de mí el temblor de la vejez. Mira mis pobres manos. Soy un hombre viejo. Mi fe no es ya la

de los pequeñuelos. El oro de las paredes de esta celda está gastado por el tiempo. Son blancas. El círculo de tu sol es blanco. Mi traje es blanco también, y mi corazón desecado es puro. Lo digo según tu regla. Hay crímenes. Hay muy grandes crímenes. Hay muy grandes herejías. Mi cabeza está vacilante de debilidad: tal vez no sea necesario ni castigar ni absolver. La vida pasada hace titubear nuestras resoluciones. No he visto ningún milagro. Ilumíname. ¿Esto es un milagro? ¿Qué signo le diste? ¿Han llegado los tiempos? ¿Quieres que un hombre muy viejo, como yo, sea semejante en su blancura a tus pequeñuelos cándidos? ¡Siete mil! Aunque su fe sea ignorante, ¿castigarás la ignorancia de siete mil inocentes? También yo soy Inocente. Señor, soy inocente como ellos. No me castigues en mi extrema vejez. Los largos años me enseñaron que este rebaño de niños no puede triunfar. Sin embargo, Señor, ¿es un milagro? Mi celda continúa apacible, como en otras meditaciones. Sé que no es necesario implorarte, para que te manifiestes; pero yo, desde lo alto de mi extrema vejez, desde lo alto de tu papado, te suplico. Instrúyeme, porque no sé. Señor, son tus pequeños inocentes. Y yo, Inocencio, no sé, no sé.



Relato de los Tres Pequeñuelos

Nosotros tres, Nicolás que no sabe hablar, Alain y Dionisio, salimos a los caminos para llegar a Jerusalén. Hace largo tiempo que vagamos. Voces ignotas nos llamaron en la noche. Llamaban a todos los pequeñuelos. Eran como las voces de los pájaros muertos durante el invierno. Y al principio vimos muchos pobres pájaros extendidos en la tierra helada, muchos pajaritos con el pecho rojo. Después vimos las primeras flores y las primeras hojas y tejimos cruces. Cantamos ante las aldeas, como acostumbrábamos hacerlo en el año nuevo. Y todos los niños corrían hacia nosotros. Y avanzamos como un rebaño. Hubo hombres que nos maldijeron, no conociendo al Señor. Hubo mujeres que nos retuvieron por los brazos y nos interrogaban cubriendo de besos nuestros rostros. Y también hubo almas buenas, que nos trajeron leche y frutas en escudillas de madera. Y todo el mundo tuvo piedad de nosotros. Porque no saben a dónde vamos y no han escuchado las voces.

En la tierra hay selvas espesas, y ríos, y montañas, y senderos llenos de zarzas. Y al fin de la tierra se encuentra el mar que pronto cruzaremos. Y al fin del mar se encuentra Jerusalén. No tenemos quien nos mande ni quien nos guíe. Pero todos los caminos son buenos. Aunque no sabe hablar, Nicolás camina como nosotros, Alain y Dionisio; y todas las tierras son parecidas, e igualmente peligrosas para los niños. Por doquiera hay selvas espesas, y ríos, y montañas, y espinos. Pero por todas partes las voces estarán con nosotros. Hay aquí un niño que se llama Eustaquio, y que nació con los ojos cerrados. Mantiene los brazos tendidos y sonríe. Nosotros no vemos más que él. Una pequeñuela lo conduce y le lleva su cruz. Se llama Allys. No habla nunca y no llora jamás; tiene fijos los ojos en los pies de Eustaquio, para sostenerlo en sus tropiezos. Todos los queremos a los dos. Eustaquio no podrá ver las santas lámparas del sepulcro. Pero Allys le tomará las manos para hacerle tocar las losas de la tumba.

¡Oh! qué bellas son las cosas de la tierra. No nos acordamos de nada, porque nada aprendimos nunca. Sin embargo, hemos visto árboles viejos y rocas rojas. Algunas veces atravesamos por largas tinieblas. Otras, caminamos hasta la noche por claras praderas. Hemos gritado el nombre de Jesús al oído de Nicolás, y él lo conoce bien. Pero no sabe pronunciarlo. Se regocija con nosotros de lo que vemos. Porque sus labios pueden abrirse para la alegría, y nos acaricia la espalda. Y de este modo no son desgraciados: porque Allys vela por Eustaquio y nosotros,

Alain y Dionisio, velamos por Nicolás.

Se nos dijo que encontraríamos en los bosques ogros y hechiceros. Estas son mentiras. Nadie nos ha espantado; nadie nos ha hecho daño. Los solitarios y los enfermos vienen a vernos, y las ancianas encienden luces para nosotros en las cabañas. Tocan por nosotros las campanas de las iglesias. Los campanarios se empinan desde los surcos para espiarnos. También nos miran los animales y no huyen. Y desde que caminamos, el sol se ha tornado más caliente, y no recogemos ya las mismas flores. Pero todos los tallos se pueden tejer en las mismas formas, y nuestras cruces son siempre frescas. De este modo tenemos grandes esperanzas, y pronto veremos el mar azul. Y al extremo del mar azul está Jerusalén. Y el Señor dejará llegar a su tumba a todos los pequeñuelos. Y las voces ignotas se tornarán alegres en la noche.



Relato de Francisco Longuejoue, Clérigo

Hoy, décimo quinto día del mes de septiembre, del año después de la encarnación de Nuestro Señor de mil docientos y doce, se llegaron a la oficina de mi señor Hugo Ferré muchos niños que solicitaban atravesar el mar para ir a ver el Santo Sepulcro. Y porque el dicho Ferré no tiene suficientes naves mercantes en el puerto de Marsella, me ha encomendado de requerir a maese Guillermo Porc, a fin de completar el número. Los patrones Hugo Ferré y Guillermo Porc conducirán las naves hasta Tierra Santa por el amor de Nuestro Señor J. C. Hay, al presente, esparcidos en torno de la ciudad de Marsella más de siete mil niños, algunos de los cuales hablan lenguas bárbaras. Mis señores los concejales, temiendo justamente la escasez, se han reunido en la casa de cabildos, donde previa deliberación, emplazaron a los dichos patrones a fin de exhortarlos y suplicarles que envíen las naves con gran diligencia. El mar no es al presente muy favorable a causa de los equinoccios; pero hay que considerar que tal afluencia pudiera ser peligrosa para nuestra buena ciudad, tanto más que estos niños están todos hambrientos por lo largo del camino y no saben lo que hacen. Mandé llamar a los marineros al puerto, y equipar las naves. A la hora de vísperas se podrá lanzarlas al agua. La multitud de niños no está en la ciudad, pero recorre la playa juntando conchas como recuerdos de viaje y han dicho que se asombran de las estrellas de mar y piensan que cayeron vivas del cielo a fin de indicarles el camino del Señor. Y de este acontecimiento extraordinario, he aquí lo que tengo que decir: primeramente, que es de desearse que los patrones Hugo Ferré y Guillermo Porc conduzcan prontamente fuera de nuestra ciudad esta turbulencia extranjera; segundo, que el invierno ha sido muy rudo, por lo que la tierra está pobre este año, lo que saben bastante mis señores los mercaderes; tercero, que no le avisaron a la Iglesia del deseo de esta horda que viene del Norte, y que no se mezclará en la locura de un ejército pueril (turba infantium). Y es conveniente alabar a los patrones Hugo Ferré y Guillermo Porc, tanto por el amor que experimentan hacia nuestra buena ciudad como por su sumisión a Nuestro Señor, enviando sus naves y convoyándolas por este tiempo de equinoccio, y con gran peligro de ser atacados por los infieles que surcan nuestro mar en sus falúas de Argelia y de Bujía.



Relato del Kalandar

¡Gloria a Dios! ¡Alabado sea el Profeta que me permitió ser pobre y vagar por las ciudades invocando al Señor! ¡Tres veces benditos sean los santos compañeros de Mohamed que instituyeron la orden divina a la que pertenezco! Porque soy semejante a él cuando él fue arrojado a pedradas de la ciudad infame que no deseo nombrar siquiera, y se refugió en una vida donde un esclavo cristiano tuvo piedad de él, y le dio uvas, y fue tocado por las palabras de la fe al declinar el día. ¡Dios es grande! Atravesé las ciudades de Mosul, y de Bagdad, y de Basora, y conocí a Sala-ed-Din (Dios tenga su alma) y al sultán su hermano Seif-ed-Din, y contemplé al Comendador de los Creyentes. Vivo muy bien con un poco de arroz que mendigo y con agua que vierten en mi calabazo.

Mantengo la pureza de mi cuerpo. Pero la pureza mayor reside en el alma. Está escrito que el Profeta, antes de su misión, cayó profundamente adormecido al suelo. Y dos hombres blancos descendieron a derecha e izquierda de su cuerpo permaneciendo allí. Y el hombre blanco de la izquierda le hendió el pecho con un cuchillo de oro, y sacó el corazón, del que exprimió la sangre negra. Y el hombre blanco de la derecha le hendió el vientre con un cuchillo de oro, y sacó las vísceras que purificó. Y colocaron las entrañas en su sitio, y desde entonces fue puro el Profeta para anunciar la fe. Esta es una pureza sobrehumana que pertenece principalmente a los seres angélicos. Sin embargo los niños también son puros. Tal fue la pureza que deseó engendrar la adivinadora cuando percibió el halo en torno de la cabeza del padre de Mohamed y quiso unirse a él. Pero el padre del Profeta se unió a su mujer Aminah, y el halo desapareció de su frente, y la adivinadora conoció así que Aminah acababa de concebir un ser puro. ¡Gloria a Dios que purifica! Aquí, bajo el pórtico de este bazar, puedo descansar, y saludaré a los que pasan. Hay ricos mercaderes de telas y de joyas que se mantienen en cuclillas. He aquí un caftán que bien vale mil dinares. Yo, no tengo necesidad de dinero y soy libre como un perro. ¡Gloria a Dios! Recuerdo, ahora que estoy a la sombra, el principio de mi discurso. Primeramente, hablo de Dios, fuera del cual no hay Dios, y de nuestro santo Profeta, que reveló la fe, porque es el origen de todos los pensamientos, ya sea que salgan de la boca, o que hayan sido trazados con ayuda del cálamo. En segundo lugar, considero la pureza de que Dios dotó a los santos y a los ángeles. En tercer lugar, reflexiono en la pureza de los niños. En efecto, acabo de ver un gran número de niños cristianos que fueron comprados por el Comendador de los Creyentes. Los vi por la carretera. Caminaban como un rebaño de carneros. Se dice que vienen del país de Egipto, y que los navíos de los Francos los desembarcaron ahí. Satán los poseía e intentaron atravesar el mar para ir a Jerusalén. ¡Gloria a Dios! No fue permitido que se realizara semejante crueldad. Porque estos pobres niños habrían muerto en el camino, sin ayuda ni víveres. Son por completo inocentes. Y a su vista me arrojé a tierra, y golpeé el suelo con mi frente alabando al Señor en voz alta. He aquí sin embargo cuál era el continente de estos niños. Estaban vestidos de blanco, llevaban cruces cosidas sobre sus vestidos. Parecían ignorar dónde se encontraban, y no demostraban aflicción. Mantenían los ojos constantemente dirigidos a lo lejos. Noté que uno de ellos era ciego y que una pequeñuela lo conducía de la mano. Muchos tienen cabellos rojos y verdes pupilas. Son Francos que pertenecen al emperador de Roma. Adoran falsamente al Profeta Jesús. El error de estos Francos es manifiesto. Desde luego está probado, por los libros y milagros, que no hay otra palabra que la de Mohamed. En seguida, Dios nos permita glorificarlo diariamente, y buscar nuestra vida, y ordena a sus fieles que protejan nuestra orden. Por último, ha rehusado la clarividencia a los niños que partieron de un país lejano, tentados por Iblis, y él no se ha manifestado para advertírselos. Y si ellos no hubiesen caído felizmente en las manos de los creyentes, habrían sido apresados por los Adoradores del Fuego y encadenados en cuevas profundas. Y estos malditos los habrían ofrecido en sacrificio a su ídolo devorador y odioso. ¡Alabado sea nuestro Dios que hace bien todo lo que hace y que protege aun a los que no lo confiesan! ¡Dios es grande! Iré ahora a pedir mi parte de arroz en la tienda de este orfebre, y a proclamar mi menosprecio por las riquezas. Si le place a Dios, todos estos niños serán salvos por la fe.



Relato de la Pequeña Allys

Ya no puedo caminar bien, porque estamos en un país ardiente, donde los hombres mentecatos de Marsella nos trajeron. Y al principio fuimos sacudidos sobre el mar en un día negro, en medio de los fuegos del cielo. Pero mi pequeño Eustaquio no sintió miedo porque no vio nada y yo le tenía las dos manos. Lo quiero mucho, y vine aquí a causa de él. Porque no sé a dónde vamos. Hace largo tiempo que partimos. Los otros nos hablaban de la ciudad de Jerusalén, que está al extremo del mar, y de Nuestro Señor que estará ahí para recibirnos. Y Eustaquio conocía bien a Nuestro Señor Jesús; pero no sabía lo que es Jerusalén, ni una ciudad, ni la mar. Huyó por obedecer a las voces y las escuchaba todas las noches. Las escuchaba en la noche a causa del silencio, porque no distingue la noche del día. Y me interrogaba acerca de estas voces, pero nada podía decirle. No sé nada, y tengo pena solamente a causa de Eustaquio. Caminamos cerca de Nicolás, y de Alain, y de Dionisio; pero ellos subieron a otro navío, y no todos los navíos estaban allí cuando apareció de nuevo el sol. ¡Ay! ¿Qué les pasaría? Los encontraremos cuando lleguemos cerca de Nuestro Señor. Está muy lejos todavía. Se habla de un gran rey que nos hace venir, y que tiene en su poder la ciudad de Jerusalén. En esta comarca todo es blanco, las casas y los vestidos, y el rostro de las mujeres está cubierto con un velo. El pobre Eustaquio no puede ver esta blancura, pero le hablo de ella y se regocija. Porque dice que es la señal del fin. El Señor Jesús es blanco. La pequeña Allys está muy cansada; pero tiene a Eustaquio de la mano, para que no caiga, y no le queda tiempo de pensar en su fatiga. Descansaremos esta noche, y Allys dormirá, como de costumbre, cerca de Eustaquio, y si no nos han abandonado las voces, tratará de oírlas en la noche clara. Y tendrá de la mano a Eustaquio hasta el fin blanco del gran viaje, porque es necesario que ella le muestre al Señor. Y seguramente el Señor tendrá piedad de la paciencia de Eustaquio, y permitirá que Eustaquio lo vea. Y tal vez entonces Eustaquio verá a la pequeña Allys.



Relato del Papa Gregorio IX

He aquí el mar devorador que parece inocente y azul. Sus pliegues son suaves y está orlado de blanco, como un ropaje divino. Es un cielo líquido y están vivos sus astros. Medito sobre él, desde este trono de rocas al que me hice traer en mi litera. Está realmente en medio de las tierras de la cristiandad. Recibe el agua sagrada donde el Anunciador lavó el pecado. En sus orillas se inclinaron todos los rostros santos, y balanceó sus imágenes transparentes. Grande ungido misterioso, que no tienes ni flujo ni reflujo, canción arrulladora de azul, engastada en el anillo terrestre como una joya fluida, te interrogo con mis ojos. ¡Oh mar Mediterráneo, devuélveme a mis niños! ¿Por qué los apresaste?

No los conocí. No fue acariciada mi vejez por sus frescos alientos. No vinieron a suplicarme con sus tiernas bocas entreabiertas. Solos, como pequeños vagabundos, llenos de una fe ciega y furiosa, se aventuraron hacia la tierra prometida y fueron aniquilados. De Alemania y de Flandes, y de Francia y de Saboya y de Lombardía, vinieron hacia tus olas pérfidas, mar santo, murmurando palabras confusas de adoración. Fueron hasta la ciudad de Marsella; fueron hasta la ciudad de Génova. Y los llevaste en naves sobre tu ancho dorso encrespado de espuma; y volviste y alargaste hacia ellos tus brazos glaucos, y los has sepultado. Y a los demás, los traicionaste, llevándolos hacia los infieles; y ahora suspiran en los palacios de Oriente, cautivos de los adoradores de Mahoma.

En otro tiempo, un orgulloso rey de Asia te hizo golpear con vergas y te cargó de cadenas. ¡Oh mar Mediterráneo! ¿Quién te perdonará? Eres tristemente culpable. A ti es al que acuso, a ti sólo, falsamente límpido y claro, mal espejo del cielo; te emplazo para ante el trono del Altísimo, del que dependen todas las cosas creadas. Mar consagrado, ¿qué has hecho de nuestros niños? Levanta hacia El tus dedos trémulos de burbujas; agita tu innumerable risa purpúrea; haz hablar a tu murmurio, y dale cuenta a Él.

Mudo por todas tus bocas blancas que vienen a morir a mis pies sobre la playa, guardas silencio. Hay en mi palacio de Roma una antigua celda desdorada, que el tiempo hizo cándida como una alba. El pontífice Inocencio acostumbraba retraerse allí. Se pretende que meditó largo tiempo sobre los niños y sobre su fe, y que pidió una señal al Señor. Aquí, desde lo alto de este trono de rocas, en medio del aire libre, declaro que este pontífice Inocencio tenía también una fe de niño, y que sacudió en vano sus cabellos blancos. Soy mucho más viejo que Inocencio; soy el más viejo de todos los vicarios que el Señor puso en la tierra, y apenas comienzo a comprender. Dios no se manifiesta de ningún modo. ¿Asistió acaso a su hijo en el Monte de los Olivos? ¿No lo abandonó en su angustia suprema? ¡Oh locura pueril la de invocar su ayuda! Todo mal y toda prueba residen en nosotros. Tiene perfecta confianza en la obra creada por sus manos. Y tú traicionaste su confianza. Mar divino, que no te asombre mi lenguaje. Todas las cosas son iguales ante el Señor. La soberbia razón de los hombres no vale más en el valor del infinito que los ojillos radiados de uno de tus peces. Dios con cede la misma parte al grano de arena y al emperador. El oro madura en la mina tan impecablemente como el monje reflexiona en el monasterio. Las partes del mundo son tan culpables unas como otras, cuando no siguen las líneas de la bondad; porque proceden de Él. No hay a sus ojos piedras, ni plantas, ni animales, ni nombres, sino creaciones. Veo todas estas cabezas blanquecinas que saltan por encima de tus olas, y que se funden en tu agua; sólo un segundo se doran bajo la luz del sol, y pueden ser condenadas o elegidas. La extrema vejez instruye al orgullo e ilumina a la religión. Tengo tanta piedad por esta pequeña concha de nácar como por mí mismo.

He aquí por qué te acuso, mar devorador, que sepultaste a mis pequeñuelos. Acuérdate del rey asiático por quien fuiste castigado. Pero éste no fue un rey centenario. Los años no lo habían enseñado bastante. No podía comprender las cosas del Universo. Yo no te castigaré. Porque mi queja y tu murmullo vendrían a morir al mismo tiempo a los pies del Altísimo, como el rumor de tus aguas viene a morir a mis plantas. ¡Oh mar Mediterráneo! te perdono y te absuelvo. Te doy la muy santa absolución. Ve y no peques ya. Soy culpable como tú de faltas que no conozco. Tú te confiesas incesantemente sobre la playa por tus mil labios dolientes, y yo me confieso contigo, gran mar sagrado, por mis labios marchitos. Uno al otro nos confesamos. Absuélveme y yo te absuelvo. Tornemos a la ignorancia y al candor. Así sea. ¿Qué haré sobre la tierra? Habrá un monumento expiatorio, un monumento para la fe ignorante. Las edades que vengan deben conocer nuestra piedad, y no desesperar. Dios condujo hacia El a los niños cruzados, por el santo pecado del mar; los inocentes fueron asesinados; los cuerpos de los inocentes tendrán un asilo. Siete naves se hundieron en el arrecife de Reclus; yo construiré en esta isla una iglesia de los Nuevos Inocentes y estableceré doce prebendados. Y tú me devolverás los cuerpos de mis niños, mar inocente y constarás en las playas de la isla; y los prebendados los colocarán en las criptas del templo; y encenderán, encima, eternas lámparas donde arderán óleos santos, y mostrarán a los viajeros piadosos todos estos huesecillos blancos esparcidos en la noche.