Anónimo, “Poema de Belisario” (1395 - 1450),
Poesía Heroica Bizantina, Gredos, Madrid, 2003.
POEMA DE BELISARIO
¡Oh paradoja increíble! ¡Oh enorme desgracia,
inconsolable tristeza, y dolor y amargura!
En tiempo de los romanos, en los días felices
del emperador Justiniano, el gran rey,
vino a instalarse entre ellos una envidia peor
que la muerte
-la envidia, que prendiendo en todos desde el
principio,
no abandona ni a emperadores ni a príncipes, ni a
pobres ni a ricos:
ciudades y castillos han arruinado las
habladurías de la gente-,
y por esa envidia desaforada hubo quienes
perdieron la vida.
Viva, entonces, cierto varón admirable, valiente
y juicioso,
Belisario era su nombre, la gloria de los
romanos.
He aquí que el emperador le ordena con vivo
deseo:
“Belisario, a ti te digo, atiende mi voz,
atiende el mandato que a día de hoy te confío.
Determina, fíjalo por escrito, haz que trabajen
los hombres
y lleva a cabo la ampliación de la ciudad de
Constantino;
de modo que cuanto trecho recorre un bravo y
fogoso corcel,
tanto así construyas tú en el curso de un año.
Si obras mi voluntad y cumples lo que te he
encomendado,
te procuraré honra, dignidad y riquezas,
otendrás de mi persona nobles dispensas
y serás aupado a un solio del palacio”.
Al oír tamaña largueza de parte de su soberano,
se arrodilló y aceptó cumplir su mandato.
Enseguida que hubo transcurrido el año, Belisario
la tuvo construida y terminada, para asombro de
muchos.
Pero cuando cobraron conocimiento de su ciencia y
ejecución,
así como de la destreza y la celeridad con la que
lo había llevado a cabo
-procedía de una humildísima estirpe,
y por ese motivo el pueblo lo glorificaba y
exaltaba aún más-
los nobles señores, grandes y pequeños, sintieron
envidia de él,
y día tras día, en presencia del emperador,
pronunciaban
intrigantes malicias y afrentosas proclamas
acerca de Belisario,
y suscitaban celo contra su persona con fin de
perderlo.
¡Siempre la envidia corre pareja a los probos
embarazándoles el paso!
He aquí, pues, que uno de los príncipes, estirpe
de los Paleólogos,
requiere a su emperador con gran osadía
y, debido a sus lazos de sangre, se insolenta con
él:
“¡Señor, soberano supremo y emperador del mundo,
esperanza de los necesitados y audacia de los
poderosos!
Esto quiero hoy advertirte para que lo sepas de
mi boca:
la corona y la diadema se encuentran en manos de
Belisario,
la gloria, el poder, la autoridad y las riquezas,
todo ello reposa en él y acabará dándote muerte.
Desea obtener el imperio, desea provocar tu
perdición,
y también nos veremos perdidos quienes te somos
leales”.
El emperador, al oírlo, quedose desencajado y
descompuesto,
y, como una fiera salvaje, como un henchido
dragón,
o un piélago de aspecto amenazante, les dijo a
sus nobles:
“¿Contáis con testigos que prueben tal hecho,
que demuestren que esto es cierto?”
entonces se presentaron Cantacuceno, Ralles,
Paleólogo,
Asanes y también Láscaris, Canano y Ducas,
y levantaron un falso testimonio contra
Belisario.
¡Oh envidia, ruina de fortalezas, enemiga de la
Romania!
Ciudades y plazas fuertes, hombres leales, sabios
y valerosos
y generales romanos se vieron perdidos por mor de
la envidia,
cayeron poderosos baluartes y fueron diezmadas
las villas.
El emperador, no obstante, se mostró magnánimo
debido al gran aprecio que sentía por él,
y, cursada la orden, le confinaron en la Torre de
Anemas,
tras vendarle los ojos con una venda dorada.
Los ministros y el magnífico emperador le fijaron
la venda
estrechamente y del modo más firme y seguro.
Durante tres años permaneció recluido en la torre,
totalmente fuera de sí, desdichado, a ciegas y
aherrojado,
mas a sus envidiosos no les bastaba tal condena,
sino que buscaban a toda costa procurarle la
muerte
para destruir por completo al gran Belisario.
¿Qué sucedió entonces en la ciudad de Constantino?
He aquí que un día de aquellos, a medianoche,
llegaron, sobrevinieron unas noticias fatales,
terribles y desastrosas, una catástrofe para la
romania,
pues por mar y por tierra, una enorme y pujante
armada
había conquistado las ciudadelas y villas de Constantinopla,
las había abatido, capturado y destruido
íntegramente.
El emperador, cuando oyó esto, probó una acerba
punzada
que le empujaba a la destrucción y al
aniquilamiento.
A causa de su amargura, tres días estuvo
sin gustar ni un pedazo de pan ni un sorbo de
bebida.
De este modo, en el intervalo de medio año,
el emperador armó setenta bajeles,
además de otros treinta procedentes de
Tesalónica;
reunió galeras y lanchones, embarcaciones sin
cuento,
bravos y aguerridos varones, soldados probados en
combate,
armas de muy alto precio y jóvenes aguerridos,
así como excelentes capitanes de angelical
apariencia,
formando una escuadra descomunal y potente, como
jamás hubo otra.
Nobles e infanzones se unieron a la flota:
habrías admirado la infinita algazara y el
inmenso boato
de los arrogantes soldados, lozanos, audaces y
valerosos.
Por más que pondere lo que cuento, no miento en
lo que escribo:
petirrojos y halcones eran los marineros de estas
naves.
Más he aquí que nadie sabía quién capitanearía la
flota.
Así pues, el emperador ordenó que todos se
reunieran,
que sus nobles se congregaran en el palacio.
Una multitud de ellos acudió al interior,
y el emperador, dirigiéndose a sus señores, les
dijo:
“¡Nobles, parientes cercanos, compatriotas y
extranjeros!
Ha llegado la hora de que obremos con diligencia,
pues quien se muestra solícito, con la ayuda del
Altísimo
obtiene esperanza, honor, blasón y riqueza.
Decídeme, pues, dadme un consejo en lo que atañe
a esta armada;
decidme, deliberad sin que nadie disimule su parecer:
¿a quién hemos de nombrar comandante en jefe de
la expedición?
Deberá ser un gran hombre, juicioso y probado en
lo tocante
a sus hechos y a su valor, y a la hora de rendir
cuentas,
comedido en sus palabras, y honesto y valiente.
Decidme, pues, dadme un consejo sin atender a
intereses particulares”.
Mas he aquí que ninguno de los nobles manifestaba
su preferencia,
pues cada cual albergaba la esperanza de obtener
tal honor.
Entonces, la muchedumbre, vuelta hacia el
emperador, le gritó:
“¡Soberano, soberano supremo, señor de nuestros
días,
sol de la Romania, fuerza de los cristianos!
¡En primer lugar confiamos en Dios, en segundo
lugar, en el emperador,
y en tercer lugar en Belisario; tomémosle, pues,
como caudillo,
si es que deseas que logremos derrotar a nuestros
enemigos.
El pueblo entero –gritaban- lo reclama porque le
tiene un gran amor
y desea que Belisario esté al frente de la
armada”.
Soy incapaz de narraros con detalle, ni de
palabra, ni por escrito,
las proezas que el gran Belisario había obrado
en sus expediciones y en sus batallas contra
persas y sacarrenos.
Había sido un hombre muy afortunado, pero, sobre
todo, un valiente,
leal, juiciosísimo y victorioso soldado.
El admirable emperador, cuando oyó que el pueblo
Reclamaba con vehemencia al gran Belisario,
vio aumentada todavía su sospecha de que era
inocente,
y ordenó que lo condujeran de inmediato a
palacio.
Cuando llegaron, lo presentaron ante el emperador
con aquella venda dorada que le cubría los ojos:
tres años había permanecido a ciegas en el
interior de la torre.
Y el emperador le dijo con gran gozo a Belisario:
“¡Queridísimo Belisario, mi más leal amigo,
predilecto de los romanos, has sufrido a causa de
la envidia!
¡Gracias doy al Altísimo de que hayas escapado de
la muerte!
Inclínate para que te suelte las ligaduras y
deshaga tus grilletes;
que el honor, la franqueza y la gloria de la que
antes gozabas
te la restituiré doblemente como deudo mío que
eres”.
Y esto es lo que el gran Belisario le contestó a
su emperador:
“¡Magnífico emperador, fuerza de los romanos,
jamás he menoscabado tu imperio con palabra
ninguna,
mas la
envidia me ha precipitado injustamente a la muerte!
Cuentas con excelentes señores, nobles y
valerosos;
ordena, pues, que sean ellos quienes se pongan al
frente y actúen;
y, en cuanto a mí, oh emperador, permite que
permanezca a ciegas”.
A su vez el emperador le respondió a Belisario:
“Quiero que desde este día ejecutes mi mandato.
No eludas, pues, lo que te ordeno y pon fin a tus
palabras”.
De modo que, enlazándose fuertemente las manos,
se echó a tierra
para besar primero el suelo y luego sus botas.
El gran emperador en persona fue en persona a
aflojarle la venda.
¡Tres años había estado Belisario a ciegas y
encerrado!
Al punto, el soberano le ordenó que acudiera a la
flota,
capitán grande y temible como era, para que
obrara a su antojo.
Así, tras despedirse del emperador según
procedía,
las naves zarparon con gran aparato.
Habían salido un quince de marzo y surcaron mar
adentro.
Conquistaron muchos castillos y saquearon
ciudades,
ocasionaron grandes quebrantos y mortífera presa,
derramaron sangre sin tasa, diezmaron las villas
e hicieron prisioneros en cantidad infinita.
Finalmente llegaron a una plaza fuerte, a la isla
de Inglaterra,
allí donde habitaban los enemigos de
Constantinopla.
En breve expondré lo que entonces aconteció.
He aquí que Belisario, el gran general, ordenó
que se pregonara la siguiente proclama:
“Cuando vosotros veáis que hago u obro una cosa,
tal cosa quiero que tal cosa la hagáis como yo;
que si alguien no se comporta a mi modo y se
opone a mi mandato,
ése, así como los que compartan su parecer, serán
ajusticiados”.
Llegados a la costa, arrastraron fuera las naves,
Y, entonces, el magno y victorioso capitán de la
escuadra ordenó
que sacaran armas y remos de las embarcaciones,
y que no dejaran a bordo ningún aparejo, ni
ligero, ni pesado.
Los nobles, ya fueran grandes o pequeños, se
maravillaban
del arrojo y de la audacia de Belisario,
y una vez que hubieron sacado todas las jarcias
de las embarcaciones,
mandó que prendieran fuego a las velas y que
quemaran la flota;
de modo que no quedó ninguna sin arder.
Belisario entonces convocó a todos a una junta,
a todos, pequeños y grandes, para que expusieran
su parecer,
y discutieran en el consejo cómo procede y cómo
maniobrar
para vencer y someter a los enemigos.
He aquí que el gran Belisario, la gloria de los
romanos,
tomó la palabra y se dirigió a sus señores:
“¡Señores, atended hoy todos y mirad bien!
Os ruego y os pido, cual si fuera vuestro hermano
de sangre,
que luchéis bravamente, como hombres de honor,
con valor y maestría, celosa y denodadamente,
pues si hay alguien que se amilane, que de media
vuelta y huya,
ya puede ser el hijo del emperador, que le pondré
en el palo.
Pero si alguien sale animoso y con la intención
de obrar hazañas,
a ése le cubriré de honor, de gloria y de
riquezas,
y mi alma lo estimará como mi propio hermano.
Por esto es por lo que he quemado las naves, por
eso las he destruido,
bien para que nosotros sometamos toda Inglaterra,
bien para que sucumbamos todos juntos sin que
nadie se libre”.
Más he aquí que uno de los nobles se dirigió a
Belisario
también él un capitán distinguido, y le replicó
ardidamente:
“¡No obraste como un buen soldado cuando quemaste
las naves!”
Y el gran Belisario, cuando oyó sus palabras,
lo hizo apresar al instante y lo puso en el palo.
Temblaron ante Belisario, pero lo amaban más
todavía.
Se adueño de las fortalezas y de la gente de
aquella isla,
y se enseñoreó de todo cuanto la rodeaba.
Sin embargo era incapaz de tomar su principal
baluarte,
pues era enorme y temible, poderoso e
inexpugnable.
Gran quebranto había ocasionado la plaza de
Inglaterra,
pues en ella habían caído nobles señores, varones
romanos,
nobles infanzones en busca de gloria;
gran desventura habían sufrido por ambos bandos.
¡Y por la hermosa verdad, os juro que no miento,
pues si hubieran contado con naves para huir a
bordo de ellas,
si se hubieran fiado a la flota para salir en
desbandada,
habrían regresado fracasados y con un gran
baldón!
Mas como no tenían modo de escapar, se aprestaron
para la muerte.
Insisten, redoblan su embate y reanudan la guerra
presentando batalla cual fieras salvajes,
y por ambas facciones perecía una multitud de
soldados.
Construyen escalas de madera para asaltar el
castillo,
y van mordiendo con sus espadas, bañándose en
sangre;
los guerreros descolgaban sus cuerpos al asalto
de la fortaleza.
El primero en pisar el castillo de Inglaterra
tenía por nombre Alexio, y el segundo Petralifas,
hombres del pueblo, de modestos orígenes,
gentes sin varas de mando, desamparados y de
condición humilde,
pues no se trataba de Asanes, ni de Paleólogos.
Hermanos de madre los dos, esforzados guerreros,
a fuer de las heridas que recibieron,
acabaron tomando y conquistando la ciudadela,
para contento suyo
y para gran alegría del resto, ya fueran grandes
o pequeños.
Entonces, el juicioso y gran Belisario ordenó
que llevaran ante él a los hermanos Alexio y
Petralifas,
aquellos que habían sido los primeros en asaltar
el castillo,
aquellos que habían colgado su pabellón en la
torre,
aquellos que habían colmado a todos de honor y de
gloria.
A instancias de Belisario, les montaron sobre dos
grandes corceles
con sillas tachonadas de oro y preciosos ropajes,
y les pasearon por el castillo entre los vítores
de la gente,
recibiendo mucha riqueza, abundante y sin tasa.
Finalmente los condujeron a presencia de
Belisario.
El general, tomando unos áureos e inestimables
ropajes,
con el cuello y los ribetes engastados de perlas
y zafiros,
fue a ponérselos en persona, el gran Belisario.
Asimismo les hizo entre de riquezas en cantidad
infinita,
les brindó honores y dignidades y les concedió el
título de señores.
Y he aquí que Belisario proclamó por todas las
fortalezas
que construyeran cien naves y el número de
galeras que antes tenían,
y que las tuvieran acabadas y puestas a flote en
tan sólo dos meses.
¿A qué ser prolijo? Cuando la escuadra fue
terminada
sacaron los barcos a navegar aprestados de
jarcias,
cargados de un grandioso e infinito botín y un
sinnúmero de prisioneros.
Habían capturado y prendido a caudillos
señalados.
De este modo, subieron a su ilustre rey a los
bajeles,
y a sus poderosos señores y a sus nobles
ministros
los subieron a las embarcaciones atados por el
cuello.
Asimismo, Belisario dispuso que algunos de sus
capitanes,
hombres juiciosos y probados, se quedasen en
Inglaterra
para dotar de un buen gobierno al lugar
e impartieran justicia sin que nadie sufriera
ningún menoscabo.
Luego, poniéndose en marcha, emprendió el camino
de regreso.
Las naves zarparon con gran aparato,
iban cargadas de inmensas riquezas y de multitud
de cautivos.
Navegaron hasta arribar a la isla de Mitilene,
donde ,tras fondear, descansaron y se recrearon
grandemente.
Volvieron a zarpar y continuaron su viaje.
A eso de la medianoche llegaron a la Ciudad.
El veinte de septiembre recalaron en Contoscali
y, como atacaron sin estrépito, algunos no se
enteraron
hasta que hubo salido el sol y hubo avanzado el
día.
Al amanecer cogieron sus instrumentos de sones
guerreros:
trompetas, violas, pífanos, tambores, timbales
y muchos otros hermosísimos instrumentos que
poseían.
¡No había allí ningún alma que no se mostrara
feliz y exultante
ante el admirable festejo que entonces se
organizó!
Tan grande era el júbilo y tanta la algarabía,
que los montes, los cerros y los peñascos se
conmovían y retumbaban.
Se dirigieron, pues, a la ciudad de Constantino
con gran majestad,
iban blandiendo sus admirables cetros de
resplandeciente oro,
así como unos estandartes recamados y engalanados
con áureas sonajas.
Todas las naves avanzaban dispuestas en hilera,
y en la distancia aclamaban como con justicia se
merecían
al emperador, a la emperatriz y al gran
Belisario.
Entonces el insigne soberano ordenó que
extendieran damascos,
sedas, tapices y paños para que descendiera
Belisario
y su corcel paseara por ellos camino a palacio.
Así pues, desembarcaron a caballo tres mil
capitanes,
y en medio de ellos marchaba gloriosamente
Belisario,
con gran majestad y espléndido adorno.
Descabalgado que hubo, entrón en el palacio,
besó por tres veces el suelo y, luego, a su
emperador,
así como las botas de éste en señal de homenaje.
Gozose el monarca y lo recibió con gran agasajo.
Después levantaron un arco admirable para que el
rey pasara
en compañía, os digo, de los nobles de Inglaterra
que había capturado el gran Belisario.
He aquí que aquel rey tan temible fue conducido
ante el emperador
en compañía, os digo, de los nobles de
Inglaterra.
Piedras preciosas, oro y argento,
muchas e incalculables riquezas y no poco dinero
llevaron ante el emperador, y él, al verlas,
quedose admirado,
y al contemplar tan enorme fortuna se alegró
grandemente.
Y el emperador, debido al admirable gozo que le
embargaba
-no pensaba ni en la pitanza ni en el reposo-
se pasaba todo el tiempo al lado de Belisario,
el día entero y su noche, sin separarse de él ni
un solo instante.
De este modo, cuando los nobles repararon en la
gran confianza
y el inmenso cariño que el soberano,
el gran emperador, le profesaba a Belisario,
redoblaron su cizaña, redoblaron su inquina,
redoblaron su malicia, redoblaron su envidia.
He aquí pues que los nobles fueron a hablar con
su emperador;
Asanes y Láscaris, también Cantacuceno,
Ducas, Astras, Canano y Diplovatatz,
Paleólogo, Príncipe, Frantzes y Leontario,
Ralles y Primicerio, así como Contostefanes,
todos tomaron la palabra para acusar a Belisario:
“Has de saber, supremo señor y fuerza de los
romanos,
que antes de pasen tres días habrás perdido tu
imperio
y Belisario será emperador de la ciudad de
Constantino.
El pueblo entero ama y desea a Belisario,
lo venera y se inclina más ante él que ante tu
soberanía,
y si tú, oh emperador, no procuras su ruina, si
no le das muerte,
en breve podrás contemplar la tuya propia,
pues día tras día se afanan y maquinan en torno a
ella”.
El emperador, al oír esto, se turbó y se puso
fuera de sí,
y todo el cariño que antes le profesaba a
Belisario,
lo trocó en odio y rabia contra su persona.
La lealtad y la obediencia de Belisario
en modo alguno las consideró el gran emperador:
en lugar de honras, una recompensa funesta,
enemistad infinita.
¿Qué ocurrió entonces al gran Belisario,
a aquel Belisario, la gloria de los romanos,
a aquel temible, admirable, sabio y excelso
varón?
¿Qué os podría contar? En lo tocante a la
prudencia no había otro como él:
afortunado, ecuánime y leal, la gloria de los
romanos.
Él jamás había intrigado contra su emperador,
ni su mente jamás le había movido a deslealtad o
a traición;
antes bien, como el soldado feliz y afortunado
triunfador que era,
había sojuzgado ciudades y fortalezas en nombre
de Constantinopla
para mayor honra de su rey y de la estirpe de los
romanos.
Como recompensa, en lugar de rendirle honores,
ordenó que lo prendieran.
Así pues, le ataron las manos a las espaldas en
señal de desprecio
y le condujeron en presencia del emperador.
Entonces, a una orden suya, lo cegaron al
instante;
amarga, profunda y tormentosamente, lo cegaron
delante de él.
Los romanos lo sintieron como una desgracia
enorme y funesta,
y todos, grandes y pequeños, le lloraron
abundantemente:
y en Constantinopla se elevó un inmenso lamento.
Lo habían cegado de improviso, para que nadie lo
supiera,
no fuera que al enterarse el común, se produjera
una revuelta.
Sin embargo, una acción tan inicua no podía
quedar oculta,
pues con la misma intensidad que amaban la luz
del día,
tanto así querían todos al gran Belisario.
De este modo, cuando los ciudadanos se enteraron,
cuando lo supieron,
promovieron el tumulto, la revuelta y la
vorágine,
y, espada en mano, salieron todos en busca de
Belisario.
Salieron, pues, y ciego se lo encontraron en la
Puerta de Oro.
El pueblo entero, grandes y pequeños, lloraba y
se lamentaba;
lloraba también él con el pueblo, golpeándose el
pecho.
Larguísimos días pasó lamentándose a solas:
¿dónde está ahora el honor, la riqueza, la
gloria, la pujanza
y el admirable esplendor que adornaron a
Belisario?
Todo eso acabó, cesó, desapareció en un suspiro.
Se lamentaba y gemía, pasaba sus días solo y en
recogimiento,
Se hospedaba en ese ilustre, imperial y gran monasterio
que llaman del Pantocrátor, vecino al de los
Santos Apóstoles.
Allí, el admirable y gran Belisario
suspiraba, se golpeaba y se arrancaba los
cabellos,
lloraba y bramaba dando quejidos, pues no lo
podía soportar.
De haberlo sabido antes, de haberlo figurado,
habría usurpado el Imperio de los romanos.
Sin embargo, jamás habría querido obrar de esa
forma,
ni habría podido abrigar en su mente tal
ambición.
Así pues, en virtud de su desazón y de su
angustia,
le brotaron del corazón estas punzantes y enardecidas
palabras:
“Si hubiera traído ruina y quebranto al Imperio,
si me hubiera mostrado intrigante, si hubiera
sido un traidor,
justo sería mi tormento, y nadie se apenaría por
ello.
Pero si el emperador ha actuado contra mí movido
por la envidia
y sin
tomar en consideración mi honradez y mi lealtad,
entonces, al Juez temible, el Soberano supremo,
a Él confío estos hechos para que sea Él quien
los juzgue”.
Mas he aquí que, transcurrido un año desde aquel
día,
sobrevinieron unas noticias funestas y adversas:
los persas, los sarracenos desolaban la Romania.
Un ingente y nutrido ejército de infantes y
caballeros
había conquistado fortalezas y villas
destruyéndolas por completo,
aniquilando y trayendo el exterminio a la estirpe
de los romanos.
Al cabo, el emperador ordenó que se armara un
ejército
y se reuniera para salir en expedición contra
Persia;
así los romanos presentarían batalla a los
sarracenos.
Convocaron, pues, a una incontable multitud de
jinetes
y a infantes sin tasa, hasta trescientos mil,
venidos de poniente y de Occidente, soldados de a
pie y caballeros.
Una vez que estuvieron reunidos y prestos para la
partida,
emplearon un mes en trazar el plan de campaña.
Mas el pueblo, insatisfecho con las resoluciones
que proponían,
reclamó e invocó la presencia del gran Belisario
con el fin de que fuera él quien trazara el plan
de campaña.
Entonces Belisario dirigiose a los nobles:
“¡Señores, gobernadores, y vosotros, compañeros
de armas;
dejadme a mí, miserable y malogrado como estoy:
el tiempo me encumbró, me cubrió de honores,
hasta que vino a humillarme la envidia de los
romanos!”
-No en vano había gozado de jerarquía de majestad
y de honores
en los tiempos en que el emperador le honraba
sentado en su solio-.
Mas he aquí que uno de sus ministros, un anciano
de noble cuna,
un varón allegado al imperio, notable y juicioso
en grado sumo,
amonestó a su emperador sermoneándole
airadamente,
y con ínfulas de juez le lanzó este reproche:
“¡Soberano, magno emperador, cetro de los
romanos!
Tu mando es ecuánime; no obres, pues,
injusticias.
El pueblo entero siente un desmedido amor por tu
imperio.
Pero tus nobles, movidos por la envidia, han
cometido una tropelía,
y por ello has causado la ruina de un fiel,
excelso y valiente caudillo.
Mas ahora me atrevo a pedirte una cosa apelando a
tu soberanía:
comoquiera que Belisario cuenta con un audaz
vástago,
favorécele y hónrale a él en lugar de a su padre;
de esta manera su progenitor encontrará en ello
algo de consuelo
y hallará cierto alivio a la desgracia que le ha
sido dado contemplar,
(de paso tu señores volverán a ganar confianza y
arrojo)
pues, no en vano, él te sirvió lealmente y te
procuró riquezas y honras”.
Al punto ordenó el emperador que condujeran al
hijo,
al vástago de Belisario, al palacio imperial.
Temblole el corazón ante la idea de que fueran a
hacer con él
lo que hicieron con su padre, y, por ello, se le
mudó el semblante.
El hijo de Belisario se llamaba Alexio,
y Alexio fue conducido al interior del palacio.
El emperador le hizo sentarse en el sitial de su
padre,
y tras rendirle honor y homenaje, le entregó
grandes riquezas
y le dio el título de césar a la cabeza de su
ejército,
así como el de gran general y señor honorable.
Todo el conjunto del pueblo le quería y le amaba,
le daba las gracias como el gran soldado que era,
y a la vez le apreciaban en virtud de su
soberano,
pero, sobre todo, en virtud de su padre, el gran
Belisario.
De este modo, el padre adoctrinó y habló a su
hijo
y le dio consejos e instrucciones para el plan de
la campaña.
¡Bravos consejos le dio, como mostró el
desenlace!
Entonces Alexio, el gran césar,
enlazó fuertemente sus manos, con dignidad, como
procedía,
y se arrodilló reverencialmente junto con su
esposa,
para, a continuación, despedirse de su padre y de
su madre.
He aquí que emprendieron la marcha; las huestes
avanzaban
con alboroto, tumulto y gran aparato.
Y del mismo modo que el sol cuando brilla en lo
alto del cielo,
así relucía el ejército al desplegarse sobre la
tierra.
Durante cuarenta días estuvieron cabalgando con
gran denuedo
y picando espuelas a sus palafrenes hasta
reventarlos,
pero por fin llegaron a Persia, la patria de los
sarracenos
-eran tres las jornadas de distancia que mediaba
entre los persas sarracenos y la estirpe de los
romanos-.
Se toparon entonces con una avanzada de cuarenta
mil guerreros;
se trataba de la avanzada de los persas contra
una guarnición de romanos,
la cual provocó entre ellos tan gran degüello que
ninguno quedó salvo.
Cuando el rey de Persia lo oyó, cuando cobró
conocimiento
de que había perdido por completo a la flor y
nata de su ejército,
cayó preso de una pena infinita y se amedrentó
ante tales mesnadas.
Así pues, despachó numerosas embajadas al gran
césar
por medio de un juicioso dignatario, a cargo de
inmensas riquezas.
He aquí que envió trescientas mulas cargadas de
ricas preseas,
paños preciosos, oro, sedas y damascos,
además de treinta libras de oro cuyo pago habría
de renovar cada año
si deponían su furia y se retiraban.
Eso hicieron, después de haber contenido y
sojuzgado a los persas.
Retirose, pues, el ejército de los romanos,
llevándose un gran botín, grandes riquezas y
muchos cautivos.
Soy prolijo en el relato y con frecuencia me voy
por las ramas,
así que volvamos, pues, al asunto del principio,
pues muchos son los desmanes que cometieron los
romanos
-los cometieron, los cometen y volverán a
llevarlos a cabo.
Pero Dios es juez ecuánime que castiga y
destruye,
reprende a los injustos y ensalza a los justos,
pues, no en vano, en Dios está la justicia, no
creas que en ningún otro-.
He aquí que todos se enteraron, se pudo oír por
doquier,
que el temible y gran Belisario,
a aquel victorioso soldado, a ese varón
esforzado, la gloria de los romanos,
su emperador lo había hecho cegar para inmenso
solaz de sus enemigos,
todos los cuales lo celebraron sin reserva.
De este modo, vinieron a rendirle pleitesía al
magnífico emperador
y a conocer a Belisario, a aquel varón admirable,
a contemplar la condición a la que lo había
rebajado su gran soberano.
Así pues, un día de aquellos, a media mañana,
llegaron, como iba diciendo, grandes príncipes y
embajadores
cargados de riquezas, con la intención de ver al
emperador
y para ver de qué forma había sido cegado
Belisario,
pues aunque habían tenido noticias del hecho, no
se lo creían, no daban crédito.
Por su parte, el admirable monarca los recibió
con agasajo,
noble y honorablemente, como manda la ocasión.
Entonces, el magnífico emperador ordenó que sus
nobles,
tanto los pequeños como los grandes, se reunieran
en el palacio
y permanecieran allí deferentemente con sus
trajes de gala
pues los príncipes extranjeros iban a contemplar
su persona.
¡Cómo contaros, cómo describiros, cómo narraros
el admirable esplendor que se adueñó del palacio!
Por todas partes había dispuestos áureos adornos,
cortinas recamadas en oro, perlas y ricas preseas
y para el emperador habían tejido un pabellón
dorado,
un dosel enjoyado de dijes y alhajas.
Los nobles, vestidos con sus trajes de gala,
estaban en círculo,
y en el centro, en su trono y bajo el palio, se
sentaba el monarca,
como el espléndido emperador que era, rutilante
entre joyas.
A la derecha del soberano y también a su
izquierda
se encontraban dos jóvenes de veinte años de edad:
¿qué mente podría describir los ropajes
de los dos mozos que flanqueaban el trono
a derecha y a izquierda del emperador?
Cuando los nobles embajadores fueron llamados,
acudieron a postrarse ante el magnífico
emperador.
Treinta de ellos portaban en lo alto de sus
cabezas
unas fuentes de oro repletas de ducados;
otros treinta cargaban sobre sus hombros
unos tejidos de hermosa y resplandeciente seda
bordados en oro;
y había aún otros doce que llevaban otras tantas
vasijas
colmadas de rutilantes piedras preciosas y perlas
para entregárselas al emperador como inestimable
presente.
El emperador, recibiéndoles con gran agasajo,
solicitó a los embajadores que se sentaran en
unos valiosos asientos.
Mas he aquí que los nobles comenzaron a
preguntarse entre sí:
“¿Quién de estos es Belisario, ese señalado varón
que ha sometido ciudades y fortalezas, la gloria
de los romanos?
Sabemos de oídas que es muy leal al Imperio”.
En ese momento, Belisario se acercó hasta el
centro de la sala;
en una mano llevaba la escudilla de las limosnas,
y en la otra mano portaba un bastón.
Se paseaba entre aquellos nobles señores,
ante el emperador y ante los embajadores,
pronunciando entre lágrimas palabras que
inflamaban el corazón:
“Poned a Belisario un óbolo en su escudilla,
que la envidia de los romanos me redujo a esta
condición.
Poned a Belisario un óbolo (en su escudilla),
a quien el tiempo encumbró y la envidia ha
cegado”.
Los nobles señores miraban, contemplaban y
observaban
al gran Belisario, presos de una increíble
extrañeza;
se estremecían los príncipes, temblaban, no
alcanzaban a comprender
cómo de una forma tan inicua le habían destruido
y cegado.
Belisario lo había hecho de cara al emperador,
para que probara ante aquella insigne embajada
censura y baldón, deshonra y reproche.
Así pues, comenzó a pasearse de nuevo escudilla
en mano,
y, entre lamentos y suspiros, les iba diciendo a
los nobles señores:
“Poned a Belisario un óbolo (en su escudilla),
a quien el tiempo encumbró y la envidia ha
cegado”.
Los capitostes, al oír sus palabras, lloraron y
se entristecieron,
Censuraron e hicieron reproches al magnífico
emperador.
Marcháronse, pues, los magníficos embajadores,
después de que el emperador les despidiera
obsequiosamente.
Pero en cuanto partieron, aquellos señores
difundieron por el mundo
la forma en que Belisario, el gran vencedor,
a aquel varón de tanto juicio y tan leal al
Imperio,
al general de los romanos, su gran campeón,
el emperador y su corte le habían destruido por
mor de la envidia.
El mundo entero se alegró y grandemente se
gozaron
todos cuantos estaban en guerra con
Constantinopla.
Pero nosotros contamos con los libros de los
sabios y de los oradores,
de los antiguos filósofos y de los grandes
maestros,
narraciones puestas por escrito con las más
exactas palabras,
que nos han transmitido estas cosas para
adoctrinarnos
y para que todos conozcan la envidia de los
romanos;
cómo acabaron perdiendo del todo tanto sus
castillos y villas,
como su riqueza y su libertad por mor de su
desmesurada envidia.
¿Ves hijo mío, el duelo que la envidia trae al
mundo?
Emprendieron la caída y no encuentran la forma de
detenerse,
y precipitan tras ellos la estirpe de los
romanos.
Yo les hablo como el inculto que soy, lego en
cosas de letras,
pero quiero comunicaros la compunción de esta
sospecha
-¡Quiera Dios, soberano del Cielo, que yo me
equivoque!-
la ralea de los agarenos acabará devorando el
mundo,
a romanos y a serbios y válacos, a húngaros también
latinos.
De incuria adolecen los romanos, de envidia mucha
y grande,
en cambio, sierva de un solo amo y muy esforzada
es la estirpe de los agarenos,
rinden culto a un solo Dios, y tiemblan ante un
solo dueño,
y profesan hacia su caudillo una inclinación y
una lealtad admirable.
Nunca tal lealtad entre los romanos, nunca un
solo señor,
pues nunca podrán ver a los hombres honestos
recuperando su honra.