LOS DESVELOS DEL DOXÓGRAFO

La tradición doxográfica consistía en recopilar, de diversas maneras, las opiniones de terceros autores.
¿Es posible otra escritura?
En la historia, los nombres y las fechas son circunstanciales, mojones arbitrarios y consuelo de nuestras íntimas aspiraciones. Un nombre y una fecha no son más que una ilusión, que nos permite velarnos, espejarnos en el otro. Tal vez, para ocultar y evidenciar que no somos más que objetos tallados con la inmaterialidad de la palabra; objetos de sentido incierto, aunque a veces verosímil.
Somos hablados, decimos lo dicho. En el mejor de los casos armamos, con unas cuentas coloridas y los espejos que nos circundan, un universo de probabilidades imposible de explorar en una vida.
Sin embargo, hablamos. Nos hacemos a la mar en pos de Las Molucas demostrando que el encuentro, la metáfora, no es más que un accidente imprescindible.
La metáfora, multiplicadora de sentidos, siempre necesita del otro, que se los otorga. Se es dicho, bien o mal, pero se es dicho. Construcción colectiva, en la que el destino de cada letra que la forja ha extraviado la causalidad.
Somos meros vectores del lenguaje. Cada quien se las arregla, de alguna manera, con las voces que lo habitan. Todo otro ideal pareciera casi alucinado.

Jorge Pablo Yakoncick.







martes, 17 de diciembre de 2013

JENÓFANES (570 - 475 a. C.)

Jenófanes, Fragmentos Probablemente Auténticos, Los Filósofos Presocráticos, t. I, Gredos, Madrid, 1978.


Ateneo, XI 462e:
Ahora, pues, es puro el suelo y puras las manos
y los cálices. Uno ciñe coronas entrelazadas;
otro vierte agradable perfume en un vaso.
La crátera está colocada rebosante de alegría;
otro vino, a punto, que promete no ha de faltar nunca,
dulce en las ánforas, oliendo a flor.
En el medio, el incienso despide un aroma santo;
hay agua fresca y dulce y pura,
al lado panes dorados y una mesa de honor
colmada de queso y miel espesa,
y en el centro un altar adornado con flores por todos lados.
Canto y ambiente festivo dominan la casa en todo su contorno;
y en primer lugar conviene que varones prudentes canten
himnos a dios, con mitos piadosos y discursos puros.
Después de haber ofrecido libaciones y orado para poder hacer
las cosas juntas –pues esto es lo que más de acostumbra-,
no es insolencia beber hasta el punto en que pueda volver
a casa sin ayuda de un siervo, si no se es anciano.
Entre los varones es de alabar aquel que, tras beber, manifiesta cosas nobles,
según le permiten la memoria y el esfuerzo por la virtud,
pero no se preocupa en luchas de Titanes ni de Gigantes
ni tampoco de Centauros, ficciones de los antiguos,
o de disensiones violentas, en las que nada útil hay;
siempre, en cambio, es un bien tener a consideración a los dioses.

Ateneo, X 413f:
Pero si con la rapidez de los pies obtuviera alguien victoria
sea en el pentatlo, donde está el templo de Zeus
junto a las corrientes del Pisa en Olimpia, sea en la lucha,
sea en el doloroso pugilato
o bien en la terrible competencia que llaman pancracio
sería más ilustre ante la mirada de sus conciudadanos,
disfrutaría de un visible lugar de privilegio en las reuniones
y sería alimentado por el erario público
gracias al Estado, y recibiría un regalo que sería un tesoro para él.
Y también si venciera con caballos, él obtendría todas esas cosas,
sin merecerlo como yo. Pues más valiosa que la fuerza
de varones o de caballos es nuestra sabiduría.
Pero sin querer uno se acostumbra a esto, si bien no es justo
preferir la fuerza a la verdadera sabiduría;
pues aunque entre el pueblo hubiera un buen púgil,
o quien prevaleciera en el pentatlo o en la lucha
o en la velocidad de los pies –lo cual es sumamente apreciado
entre cuantas obras de fuerza hay en las competiciones de hombres-,
no por eso el Estado contaría con un mejor orden.
Escaso disfrute para el Estado se produciría con esto:
con que algún competidor venciera en las riveras del Pisa;
pues tales cosas no engordan las arcas del Estado.

Ateneo, XII 526a:
Tras aprender de los lidios una lujuria perniciosa,
mientras vivían sin una odiosa tiranía,
marchaban hacia el ágora con mantos de púrpura,
en conjunto no menos de mil,
jactanciosos, adornados con apuestas cabelleras,
impregnadas de aroma con refinados ungüentos.

Ateneo, XI 18, 782a:
Nadie mezclaría en una copa vertiendo primero vino,
sino agua y sobre ella vino.

Ateneo, IX 368e:
Cuando enviaste un muslo de cabrito recibiste una pingüe pata
de toro engordado, obtenida en homenaje a un varón
cuya gloria se extenderá sobre toda Grecia sin cesar,
mientras exista la raza de los aedos griegos.

Diógenes Laercio, VIII 36:
Ahora voy a abordar otro tema, y mostraré el camino.
Y una vez, al pasar por donde un cachorro era castigado
cuentan que se compadeció y dijo estas palabras:
detente, no lo golpees; pues en verdad es el alma de un varón
amigo: la reconocí al oír el sonido de su voz.

Diógenes Laercio, IX 18:
Ya son sesenta y siete los años
que agitan mi desvelos a través de la tierra griega,
y desde mi nacimiento hasta entonces había pasado otros veinticinco,
si es que sé hablar con verdad acerca de estas cosas.

Etymologicum Genuinum:
Mucho más débil que un hombre envejecido.

Herodiano, Perì Dichrónôn 296, 6:
Pues desde antiguo todos han aprendido de acuerdo con Homero.

Sexto Empírico, Adversus Mathematicos IX 193 y I 289:
Homero y Esíodo han atribuido a los dioses todo
cuanto es vergüenza e injuria entre los hombres,
y narrado muy a menudo acciones injustas de los dioses:
robar, cometer adulterio y engañarse unos a otros.

Clemente de Alejandría, Stromateis V 109:
Pero los mortales creen que los dioses han nacido
y que tienen vestido, voz y figura como ellos.

Clemente de Alejandría, Stromateis V 110:
Pero si los bueyes, (caballos) y leones tuvieran manos
o pudieran dibujar con ellas y realizar obras como los hombres,
dibujarían los aspectos de los dioses y harían sus cuerpos,
los caballos semejantes a los caballos, los bueyes a los bueyes,
tal como si tuvieran la figura correspondiente (a cada uno).

Clemente de Alejandría, Stromateis VIII 22:
Los etíopes (dicen que sus dioses son) de nariz chata
y negros; los tracios, que (tienen) ojos azules y pelo rojizo.

Escolio a Aristófanes, cab. 408:
Alrededor de la sólida morada hay plantadas (ramas del) abeto.

Estobeo, Eclogae Physicae, Dialecticae et Eticae I 8, 2:
Pues los dioses no revelaron desde un comienzo todas las cosas a los mortales,
sino que éstos, buscando, con el tiempo descubre lo mejor.

Ateneo, Epít. II 54e:
Conviene, en la estación invernal, decir estas cosas junto al fuego,
echado sobre un lecho blando, satisfecho,
mientras se bebe dulce vino y se come garbanzos:
¿quién eres y de donde, entre los hombres, vienes? ¿cuántos son tus años, noble varón?
¿qué edad tenías cuando llegó el medo?

Clemente de Alejandría, Stromateis V 109:
Un único dios, el supremo entre los dioses y hombres,
ni en figura ni en pensamiento semejante a los mortales.

Sexto Empírico, Adversus Mathematicos IX 144:
Todo (él) ve, todo (él) piensa, todo (él) escucha.

Simplicio, Física 23, 20:
Pero sin trabajo, con la (sola) fuerza de la mente, hace vibrar todas las cosas.

Simplicio, Física 23, 11-12:
Permanece siempre en el mismo (lugar), sin moverse,
ni le conviene migrar de un lado a otro.

Aecio en Teodoreto, IV 5:
De la tierra nacen todas las cosas y en la tierra terminan todas.

Aquiles Tacio, IV 34, 11:
Este límite superior de la tierra que se ve junto a los pies
toca el aire, pero hacia abajo se extiende hasta lo más profundo.

Simplicio, Física 188, 32:
Tierra y agua son todas las cosas que nacen y crecen.

Aecio, III 4, 4:
Fuente de agua es el mar y fuente de viento;
pues ni en las nubes (nacería la fuerza del viento
que sopla) desde afuera sin el mar inmenso,
ni las corrientes de los ríos ni el agua lluviosa del éter,
sino que el gran mar es generador de nubes, vientos
y ríos.

Heráclito Homérico, c. 44:
El sol se eleva por encima de la tierra y la calienta.

Escolio Eustacio a Il. XI 27:
La que llaman Iris es también una nube
púrpura , roja y verde amarillenta a la vista.

Sexto Empírico, Adversus Mathematicos X 314:
Todos hemos nacido de tierra y agua.

Sexto Empírico, Adversus Mathematicos VII 49:
No hay ni habrá un varón que haya conocido lo patente
o haya visto cuantas cosas digo acerca de dioses y de todo.
Pues aunque llegara a expresar lo mejor posible algo acabado,
él mismo no lo sabría; la conjetura, en cambio, ha sido asignada a todos.

Plutarco, Questionum Convivalium 746b:
Que estas cosas sean conjeturadas (de modo que) se asemejen a las verdaderas.

Herodiano, Perì Dichrónôn 296, 9:
Cuantas cosas se han manifestado a los mortales han de ser vistas.

Herodiano, Perì Monérous Léxeôs  30, 30:
También en ciertas cavernas gotea agua.

Herodiano, Perì Monérous Léxeôs  41, 5:
Si dios no hubiese engendrado la miel amarillenta, se diría
que los higos son muchos más dulces (de lo que nos parecen).


domingo, 8 de diciembre de 2013

Poesía quechua de transmisión oral

POESÍA QUECHUA, Poesía Oral, Biblioteca Básica Universal, Centro Editor de América Latina SA, Bs. As., 1980.
Selección de Daniel Freidemberg del libro "Poesía Quechua", Galerna, Bs. As., 1978 (trad. Seabastián Salazar Bondy). 

PASTORIL

Una llama quisiera
que de oro tuviera el pelo
brillante como el sol;
como el amor fuerte,
suave como la nube
que la aurora deshace.
Para hace un quipus
en el que marcaría
las lunas que pasan,
las flores que mueren.


DESPEDIDA

Hoy es el día de mi partida.
Hoy no me iré, me iré mañana.
Me veréis salir tocando una flauta de hueso de mosca,
llevando por bandera una tela de araña;
será mi tambor un huevo de hormiga,
y mi montera, ¡mi montera será un nido de picaflor!


MALAGÜERO CÓNDOR

Por la puerta de mi casa el cóndor revolotea,
por encima de mi pueblo da la vuelta,
demasiado, demasiado carnívoro es
aquel cóndor;
demasiado, demasiado carnívoro es
el cóndor malagüero.

luego él está sabiendo
mi solitario destino
y mi pobre estrella.

Por eso, por la puerta de mi casa
revolotea y revolotea
el cóndor malagüero,
da la vuelta y da la vuelta,
el cóndor malagüero.


MARIPOSA MENSAJERA

Encargué a una mariposa,
envié una libélula,
para que fuera a ver a mi madre,
para que fuera a ver a mi padre.

Volvió la mariposa,
volvió la libélula,
tu madre está llorando, diciendo;
tu padre está sufriendo, diciendo.

Yo mismo fui,
yo mismo me trasladé,
y en verdad mi madre lloraba,
y en verdad mi padre sufría.


YO CRÍO UNA MOSCA

Yo crío una mosca
de alas de oro,
yo crío una mosca
de ojos encendidos.

Trae la muerte
en sus ojos de fuego,
trae la muerte
en sus cabellos de oro,
en sus alas hermosas.

En una botella verde
yo la crío;
nadie sabe
si bebe,
nadie sabe
si come.

Vaga en las noches
como una estrella,
hiere mortalmente
con su resplandor rojo,
con sus ojos de fuego.

En sus ojos de fuego
lleva el amor,
fulgura en la noche
su sangre,
el amor que trae en el corazón.

Nocturno insecto,
mosca portadora de la muerte,
en una botella verde
yo la crío,
amándola tanto.

Pero, ¡eso sí!
¡eso sí!
nadie sabe
si le doy de beber,
si le doy de comer.


LA PALOMA AGRESTE

Qué viene a ser el amor,
palomita agreste,
un pan pequeño y esforzado,
desamorada;
que el sabio más entendido,
palomita agreste,
le hace andar desatinado,
desamorada.

Palomita agreste,
desamorada,
amanece el día
que yo me vaya.

Aligera golondrina,
palomita agreste,
enséñame tu camino,
desamorada;
para irme sin que me sientan,
palomita agreste,
y salvar de mi destino,
desamorada.

Palomita agreste,
desamorada,
amanece del día,
que yo me vaya.


CUANDO TE VEAS SOLA

Cuando te veas sola en la isla del río,
no estará tu padre para llamarte.
¡Alau!, hija mía;
tu madre no podrá alcanzarte.
¡Alau!, hija mía.

Sólo el pato real ha de rondarte
con la lluvia en los ojos,
con sus lágrimas de sangre;
la lluvia en sus ojos,
lágrimas de sangre.

Y aún el pato real ha de irse
cuando las olas del río
embravezcan,
cuando las ondas del río
se precipiten.

Pero entonces yo iré a rondarte
cantando:
“Le arrebaté su joven corazón, en la isla,
su joven corazón,

en la tormenta”.

martes, 3 de diciembre de 2013

POEMA DE BELISARIO, anónimo bizantino

Anónimo, “Poema de Belisario” (1395 - 1450), Poesía Heroica Bizantina, Gredos, Madrid, 2003.













POEMA DE BELISARIO

¡Oh paradoja increíble! ¡Oh enorme desgracia,
inconsolable tristeza, y dolor y amargura!
En tiempo de los romanos, en los días felices
del emperador Justiniano, el gran rey,
vino a instalarse entre ellos una envidia peor que la muerte
-la envidia, que prendiendo en todos desde el principio,
no abandona ni a emperadores ni a príncipes, ni a pobres ni a ricos:
ciudades y castillos han arruinado las habladurías de la gente-,
y por esa envidia desaforada hubo quienes perdieron la vida.
Viva, entonces, cierto varón admirable, valiente y juicioso,
Belisario era su nombre, la gloria de los romanos.
He aquí que el emperador le ordena con vivo deseo:
“Belisario, a ti te digo, atiende mi voz,
atiende el mandato que a día de hoy te confío.
Determina, fíjalo por escrito, haz que trabajen los hombres
y lleva a cabo la ampliación de la ciudad de Constantino;
de modo que cuanto trecho recorre un bravo y fogoso corcel,
tanto así construyas tú en el curso de un año.
Si obras mi voluntad y cumples lo que te he encomendado,
te procuraré honra, dignidad y riquezas,
otendrás de mi persona nobles dispensas
y serás aupado a un solio del palacio”.
Al oír tamaña largueza de parte de su soberano,
se arrodilló y aceptó cumplir su mandato.
Enseguida que hubo transcurrido el año, Belisario
la tuvo construida y terminada, para asombro de muchos.
Pero cuando cobraron conocimiento de su ciencia y ejecución,
así como de la destreza y la celeridad con la que lo había llevado a cabo
-procedía de una humildísima estirpe,
y por ese motivo el pueblo lo glorificaba y exaltaba aún más-
los nobles señores, grandes y pequeños, sintieron envidia de él,
y día tras día, en presencia del emperador, pronunciaban
intrigantes malicias y afrentosas proclamas acerca de Belisario,
y suscitaban celo contra su persona con fin de perderlo.
¡Siempre la envidia corre pareja a los probos embarazándoles el paso!
He aquí, pues, que uno de los príncipes, estirpe de los Paleólogos,
requiere a su emperador con gran osadía
y, debido a sus lazos de sangre, se insolenta con él:
“¡Señor, soberano supremo y emperador del mundo,
esperanza de los necesitados y audacia de los poderosos!
Esto quiero hoy advertirte para que lo sepas de mi boca:
la corona y la diadema se encuentran en manos de Belisario,
la gloria, el poder, la autoridad y las riquezas,
todo ello reposa en él y acabará dándote muerte.
Desea obtener el imperio, desea provocar tu perdición,
y también nos veremos perdidos quienes te somos leales”.
El emperador, al oírlo, quedose desencajado y descompuesto,
y, como una fiera salvaje, como un henchido dragón,
o un piélago de aspecto amenazante, les dijo a sus nobles:
“¿Contáis con testigos que prueben tal hecho,
que demuestren que esto es cierto?”
entonces se presentaron Cantacuceno, Ralles, Paleólogo,
Asanes y también Láscaris, Canano y Ducas,
y levantaron un falso testimonio contra Belisario.
¡Oh envidia, ruina de fortalezas, enemiga de la Romania!
Ciudades y plazas fuertes, hombres leales, sabios y valerosos
y generales romanos se vieron perdidos por mor de la envidia,
cayeron poderosos baluartes y fueron diezmadas las villas.
El emperador, no obstante, se mostró magnánimo
debido al gran aprecio que sentía por él,
y, cursada la orden, le confinaron en la Torre de Anemas,
tras vendarle los ojos con una venda dorada.
Los ministros y el magnífico emperador le fijaron la venda
estrechamente y del modo más firme y seguro.
Durante tres años permaneció recluido en la torre,
totalmente fuera de sí, desdichado, a ciegas y aherrojado,
mas a sus envidiosos no les bastaba tal condena,
sino que buscaban a toda costa procurarle la muerte
para destruir por completo al gran Belisario.
¿Qué sucedió entonces en la ciudad de Constantino?
He aquí que un día de aquellos, a medianoche,
llegaron, sobrevinieron unas noticias fatales,
terribles y desastrosas, una catástrofe para la romania,
pues por mar y por tierra, una enorme y pujante armada
había conquistado las ciudadelas y villas de Constantinopla,
las había abatido, capturado y destruido íntegramente.
El emperador, cuando oyó esto, probó una acerba punzada
que le empujaba a la destrucción y al aniquilamiento.
A causa de su amargura, tres días estuvo
sin gustar ni un pedazo de pan ni un sorbo de bebida.
De este modo, en el intervalo de medio año,
el emperador armó setenta bajeles,
además de otros treinta procedentes de Tesalónica;
reunió galeras y lanchones, embarcaciones sin cuento,
bravos y aguerridos varones, soldados probados en combate,
armas de muy alto precio y jóvenes aguerridos,
así como excelentes capitanes de angelical apariencia,
formando una escuadra descomunal y potente, como jamás hubo otra.
Nobles e infanzones se unieron a la flota:
habrías admirado la infinita algazara y el inmenso boato
de los arrogantes soldados, lozanos, audaces y valerosos.
Por más que pondere lo que cuento, no miento en lo que escribo:
petirrojos y halcones eran los marineros de estas naves.
Más he aquí que nadie sabía quién capitanearía la flota.
Así pues, el emperador ordenó que todos se reunieran,
que sus nobles se congregaran en el palacio.
Una multitud de ellos acudió al interior,
y el emperador, dirigiéndose a sus señores, les dijo:
“¡Nobles, parientes cercanos, compatriotas y extranjeros!
Ha llegado la hora de que obremos con diligencia,
pues quien se muestra solícito, con la ayuda del Altísimo
obtiene esperanza, honor, blasón y riqueza.
Decídeme, pues, dadme un consejo en lo que atañe a esta armada;
decidme, deliberad sin que nadie disimule su parecer:
¿a quién hemos de nombrar comandante en jefe de la expedición?
Deberá ser un gran hombre, juicioso y probado en lo tocante
a sus hechos y a su valor, y a la hora de rendir cuentas,
comedido en sus palabras, y honesto y valiente.
Decidme, pues, dadme un consejo sin atender a intereses particulares”.
Mas he aquí que ninguno de los nobles manifestaba su preferencia,
pues cada cual albergaba la esperanza de obtener tal honor.
Entonces, la muchedumbre, vuelta hacia el emperador, le gritó:
“¡Soberano, soberano supremo, señor de nuestros días,
sol de la Romania, fuerza de los cristianos!
¡En primer lugar confiamos en Dios, en segundo lugar, en el emperador,
y en tercer lugar en Belisario; tomémosle, pues, como caudillo,
si es que deseas que logremos derrotar a nuestros enemigos.
El pueblo entero –gritaban- lo reclama porque le tiene un gran amor
y desea que Belisario esté al frente de la armada”.
Soy incapaz de narraros con detalle, ni de palabra, ni por escrito,
las proezas que el gran Belisario había obrado
en sus expediciones y en sus batallas contra persas y sacarrenos.
Había sido un hombre muy afortunado, pero, sobre todo, un valiente,
leal, juiciosísimo y victorioso soldado.
El admirable emperador, cuando oyó que el pueblo
Reclamaba con vehemencia al gran Belisario,
vio aumentada todavía su sospecha de que era inocente,
y ordenó que lo condujeran de inmediato a palacio.
Cuando llegaron, lo presentaron ante el emperador
con aquella venda dorada que le cubría los ojos:
tres años había permanecido a ciegas en el interior de la torre.
Y el emperador le dijo con gran gozo a Belisario:
“¡Queridísimo Belisario, mi más leal amigo,
predilecto de los romanos, has sufrido a causa de la envidia!
¡Gracias doy al Altísimo de que hayas escapado de la muerte!
Inclínate para que te suelte las ligaduras y deshaga tus grilletes;
que el honor, la franqueza y la gloria de la que antes gozabas
te la restituiré doblemente como deudo mío que eres”.
Y esto es lo que el gran Belisario le contestó a su emperador:
“¡Magnífico emperador, fuerza de los romanos,
jamás he menoscabado tu imperio con palabra ninguna,

mas la envidia me ha precipitado injustamente a la muerte!

Cuentas con excelentes señores, nobles y valerosos;
ordena, pues, que sean ellos quienes se pongan al frente y actúen;
y, en cuanto a mí, oh emperador, permite que permanezca a ciegas”.
A su vez el emperador le respondió a Belisario:
“Quiero que desde este día ejecutes mi mandato.
No eludas, pues, lo que te ordeno y pon fin a tus palabras”.
De modo que, enlazándose fuertemente las manos, se echó a tierra
para besar primero el suelo y luego sus botas.
El gran emperador en persona fue en persona a aflojarle la venda.
¡Tres años había estado Belisario a ciegas y encerrado!
Al punto, el soberano le ordenó que acudiera a la flota,
capitán grande y temible como era, para que obrara a su antojo.
Así, tras despedirse del emperador según procedía,
las naves zarparon con gran aparato.
Habían salido un quince de marzo y surcaron mar adentro.
Conquistaron muchos castillos y saquearon ciudades,
ocasionaron grandes quebrantos y mortífera presa,
derramaron sangre sin tasa, diezmaron las villas
e hicieron prisioneros en cantidad infinita.
Finalmente llegaron a una plaza fuerte, a la isla de Inglaterra,
allí donde habitaban los enemigos de Constantinopla.
En breve expondré lo que entonces aconteció.
He aquí que Belisario, el gran general, ordenó
que se pregonara la siguiente proclama:
“Cuando vosotros veáis que hago u obro una cosa,
tal cosa quiero que tal cosa la hagáis como yo;
que si alguien no se comporta a mi modo y se opone a mi mandato,
ése, así como los que compartan su parecer, serán ajusticiados”.
Llegados a la costa, arrastraron fuera las naves,
Y, entonces, el magno y victorioso capitán de la escuadra ordenó
que sacaran armas y remos de las embarcaciones,
y que no dejaran a bordo ningún aparejo, ni ligero, ni pesado.
Los nobles, ya fueran grandes o pequeños, se maravillaban
del arrojo y de la audacia de Belisario,
y una vez que hubieron sacado todas las jarcias de las embarcaciones,
mandó que prendieran fuego a las velas y que quemaran la flota;
de modo que no quedó ninguna sin arder.
Belisario entonces convocó a todos a una junta,
a todos, pequeños y grandes, para que expusieran su parecer,
y discutieran en el consejo cómo procede y cómo maniobrar
para vencer y someter a los enemigos.
He aquí que el gran Belisario, la gloria de los romanos,
tomó la palabra y se dirigió a sus señores:
“¡Señores, atended hoy todos y mirad bien!
Os ruego y os pido, cual si fuera vuestro hermano de sangre,
que luchéis bravamente, como hombres de honor,
con valor y maestría, celosa y denodadamente,
pues si hay alguien que se amilane, que de media vuelta y huya,
ya puede ser el hijo del emperador, que le pondré en el palo.
Pero si alguien sale animoso y con la intención de obrar hazañas,
a ése le cubriré de honor, de gloria y de riquezas,
y mi alma lo estimará como mi propio hermano.
Por esto es por lo que he quemado las naves, por eso las he destruido,
bien para que nosotros sometamos toda Inglaterra,
bien para que sucumbamos todos juntos sin que nadie se libre”.
Más he aquí que uno de los nobles se dirigió a Belisario
también él un capitán distinguido, y le replicó ardidamente:
“¡No obraste como un buen soldado cuando quemaste las naves!”
Y el gran Belisario, cuando oyó sus palabras,
lo hizo apresar al instante y lo puso en el palo.
Temblaron ante Belisario, pero lo amaban más todavía.
Se adueño de las fortalezas y de la gente de aquella isla,
y se enseñoreó de todo cuanto la rodeaba.
Sin embargo era incapaz de tomar su principal baluarte,
pues era enorme y temible, poderoso e inexpugnable.
Gran quebranto había ocasionado la plaza de Inglaterra,
pues en ella habían caído nobles señores, varones romanos,
nobles infanzones en busca de gloria;
gran desventura habían sufrido por ambos bandos.
¡Y por la hermosa verdad, os juro que no miento,
pues si hubieran contado con naves para huir a bordo de ellas,
si se hubieran fiado a la flota para salir en desbandada,
habrían regresado fracasados y con un gran baldón!
Mas como no tenían modo de escapar, se aprestaron para la muerte.
Insisten, redoblan su embate y reanudan la guerra
presentando batalla cual fieras salvajes,
y por ambas facciones perecía una multitud de soldados.
Construyen escalas de madera para asaltar el castillo,
y van mordiendo con sus espadas, bañándose en sangre;
los guerreros descolgaban sus cuerpos al asalto de la fortaleza.
El primero en pisar el castillo de Inglaterra
tenía por nombre Alexio, y el segundo Petralifas,
hombres del pueblo, de modestos orígenes,
gentes sin varas de mando, desamparados y de condición humilde,
pues no se trataba de Asanes, ni de Paleólogos.
Hermanos de madre los dos, esforzados guerreros,
a fuer de las heridas que recibieron,
acabaron tomando y conquistando la ciudadela, para contento suyo
y para gran alegría del resto, ya fueran grandes o pequeños.
Entonces, el juicioso y gran Belisario ordenó
que llevaran ante él a los hermanos Alexio y Petralifas,
aquellos que habían sido los primeros en asaltar el castillo,
aquellos que habían colgado su pabellón en la torre,
aquellos que habían colmado a todos de honor y de gloria.
A instancias de Belisario, les montaron sobre dos grandes corceles
con sillas tachonadas de oro y preciosos ropajes,
y les pasearon por el castillo entre los vítores de la gente,
recibiendo mucha riqueza, abundante y sin tasa.
Finalmente los condujeron a presencia de Belisario.
El general, tomando unos áureos e inestimables ropajes,
con el cuello y los ribetes engastados de perlas y zafiros,
fue a ponérselos en persona, el gran Belisario.
Asimismo les hizo entre de riquezas en cantidad infinita,
les brindó honores y dignidades y les concedió el título de señores.
Y he aquí que Belisario proclamó por todas las fortalezas
que construyeran cien naves y el número de galeras que antes tenían,
y que las tuvieran acabadas y puestas a flote en tan sólo dos meses.
¿A qué ser prolijo? Cuando la escuadra fue terminada
sacaron los barcos a navegar aprestados de jarcias,
cargados de un grandioso e infinito botín y un sinnúmero de prisioneros.
Habían capturado y prendido a caudillos señalados.
De este modo, subieron a su ilustre rey a los bajeles,
y a sus poderosos señores y a sus nobles ministros
los subieron a las embarcaciones atados por el cuello.
Asimismo, Belisario dispuso que algunos de sus capitanes,
hombres juiciosos y probados, se quedasen en Inglaterra
para dotar de un buen gobierno al lugar
e impartieran justicia sin que nadie sufriera ningún menoscabo.
Luego, poniéndose en marcha, emprendió el camino de regreso.
Las naves zarparon con gran aparato,
iban cargadas de inmensas riquezas y de multitud de cautivos.
Navegaron hasta arribar a la isla de Mitilene,
donde ,tras fondear, descansaron y se recrearon grandemente.
Volvieron a zarpar y continuaron su viaje.
A eso de la medianoche llegaron a la Ciudad.
El veinte de septiembre recalaron en Contoscali
y, como atacaron sin estrépito, algunos no se enteraron
hasta que hubo salido el sol y hubo avanzado el día.
Al amanecer cogieron sus instrumentos de sones guerreros:
trompetas, violas, pífanos, tambores, timbales
y muchos otros hermosísimos instrumentos que poseían.
¡No había allí ningún alma que no se mostrara feliz y exultante
ante el admirable festejo que entonces se organizó!
Tan grande era el júbilo y tanta la algarabía,
que los montes, los cerros y los peñascos se conmovían y retumbaban.
Se dirigieron, pues, a la ciudad de Constantino con gran majestad,
iban blandiendo sus admirables cetros de resplandeciente oro,
así como unos estandartes recamados y engalanados con áureas sonajas.
Todas las naves avanzaban dispuestas en hilera,
y en la distancia aclamaban como con justicia se merecían
al emperador, a la emperatriz y al gran Belisario.
Entonces el insigne soberano ordenó que extendieran damascos,
sedas, tapices y paños para que descendiera Belisario
y su corcel paseara por ellos camino a palacio.
Así pues, desembarcaron a caballo tres mil capitanes,
y en medio de ellos marchaba gloriosamente Belisario,
con gran majestad y espléndido adorno.
Descabalgado que hubo, entrón en el palacio,
besó por tres veces el suelo y, luego, a su emperador,
así como las botas de éste en señal de homenaje.
Gozose el monarca y lo recibió con gran agasajo.
Después levantaron un arco admirable para que el rey pasara
en compañía, os digo, de los nobles de Inglaterra
que había capturado el gran Belisario.
He aquí que aquel rey tan temible fue conducido ante el emperador
en compañía, os digo, de los nobles de Inglaterra.
Piedras preciosas, oro y argento,
muchas e incalculables riquezas y no poco dinero
llevaron ante el emperador, y él, al verlas, quedose admirado,
y al contemplar tan enorme fortuna se alegró grandemente.
Y el emperador, debido al admirable gozo que le embargaba
-no pensaba ni en la pitanza ni en el reposo-
se pasaba todo el tiempo al lado de Belisario,
el día entero y su noche, sin separarse de él ni un solo instante.
De este modo, cuando los nobles repararon en la gran confianza
y el inmenso cariño que el soberano,
el gran emperador, le profesaba a Belisario,
redoblaron su cizaña, redoblaron su inquina,
redoblaron su malicia, redoblaron su envidia.
He aquí pues que los nobles fueron a hablar con su emperador;
Asanes y Láscaris, también Cantacuceno,
Ducas, Astras, Canano y Diplovatatz,
Paleólogo, Príncipe, Frantzes y Leontario,
Ralles y Primicerio, así como Contostefanes,
todos tomaron la palabra para acusar a Belisario:
“Has de saber, supremo señor y fuerza de los romanos,
que antes de pasen tres días habrás perdido tu imperio
y Belisario será emperador de la ciudad de Constantino.
El pueblo entero ama y desea a Belisario,
lo venera y se inclina más ante él que ante tu soberanía,
y si tú, oh emperador, no procuras su ruina, si no le das muerte,
en breve podrás contemplar la tuya propia,
pues día tras día se afanan y maquinan en torno a ella”.
El emperador, al oír esto, se turbó y se puso fuera de sí,
y todo el cariño que antes le profesaba a Belisario,
lo trocó en odio y rabia contra su persona.
La lealtad y la obediencia de Belisario
en modo alguno las consideró el gran emperador:
en lugar de honras, una recompensa funesta, enemistad infinita.
¿Qué ocurrió entonces al gran Belisario,
a aquel Belisario, la gloria de los romanos,
a aquel temible, admirable, sabio y excelso varón?
¿Qué os podría contar? En lo tocante a la prudencia no había otro como él:
afortunado, ecuánime y leal, la gloria de los romanos.
Él jamás había intrigado contra su emperador,
ni su mente jamás le había movido a deslealtad o a traición;
antes bien, como el soldado feliz y afortunado triunfador que era,
había sojuzgado ciudades y fortalezas en nombre de Constantinopla
para mayor honra de su rey y de la estirpe de los romanos.
Como recompensa, en lugar de rendirle honores, ordenó que lo prendieran.
Así pues, le ataron las manos a las espaldas en señal de desprecio
y le condujeron en presencia del emperador.
Entonces, a una orden suya, lo cegaron al instante;
amarga, profunda y tormentosamente, lo cegaron delante de él.
Los romanos lo sintieron como una desgracia enorme y funesta,
y todos, grandes y pequeños, le lloraron abundantemente:
y en Constantinopla se elevó un inmenso lamento.
Lo habían cegado de improviso, para que nadie lo supiera,
no fuera que al enterarse el común, se produjera una revuelta.
Sin embargo, una acción tan inicua no podía quedar oculta,
pues con la misma intensidad que amaban la luz del día,
tanto así querían todos al gran Belisario.
De este modo, cuando los ciudadanos se enteraron, cuando lo supieron,
promovieron el tumulto, la revuelta y la vorágine,
y, espada en mano, salieron todos en busca de Belisario.
Salieron, pues, y ciego se lo encontraron en la Puerta de Oro.
El pueblo entero, grandes y pequeños, lloraba y se lamentaba;
lloraba también él con el pueblo, golpeándose el pecho.
Larguísimos días pasó lamentándose a solas:
¿dónde está ahora el honor, la riqueza, la gloria, la pujanza
y el admirable esplendor que adornaron a Belisario?
Todo eso acabó, cesó, desapareció en un suspiro.
Se lamentaba y gemía, pasaba sus días solo y en recogimiento,
Se hospedaba en ese ilustre, imperial y gran monasterio
que llaman del Pantocrátor, vecino al de los Santos Apóstoles.
Allí, el admirable y gran Belisario
suspiraba, se golpeaba y se arrancaba los cabellos,
lloraba y bramaba dando quejidos, pues no lo podía soportar.
De haberlo sabido antes, de haberlo figurado,
habría usurpado el Imperio de los romanos.
Sin embargo, jamás habría querido obrar de esa forma,
ni habría podido abrigar en su mente tal ambición.
Así pues, en virtud de su desazón y de su angustia,
le brotaron del corazón estas punzantes y enardecidas palabras:
“Si hubiera traído ruina y quebranto al Imperio,
si me hubiera mostrado intrigante, si hubiera sido un traidor,
justo sería mi tormento, y nadie se apenaría por ello.
Pero si el emperador ha actuado contra mí movido por la envidia
y  sin tomar en consideración mi honradez y mi lealtad,
entonces, al Juez temible, el Soberano supremo,
a Él confío estos hechos para que sea Él quien los juzgue”.
Mas he aquí que, transcurrido un año desde aquel día,
sobrevinieron unas noticias funestas y adversas:
los persas, los sarracenos desolaban la Romania.
Un ingente y nutrido ejército de infantes y caballeros
había conquistado fortalezas y villas destruyéndolas por completo,
aniquilando y trayendo el exterminio a la estirpe de los romanos.
Al cabo, el emperador ordenó que se armara un ejército
y se reuniera para salir en expedición contra Persia;
así los romanos presentarían batalla a los sarracenos.
Convocaron, pues, a una incontable multitud de jinetes
y a infantes sin tasa, hasta trescientos mil,
venidos de poniente y de Occidente, soldados de a pie y caballeros.
Una vez que estuvieron reunidos y prestos para la partida,
emplearon un mes en trazar el plan de campaña.
Mas el pueblo, insatisfecho con las resoluciones que proponían,
reclamó e invocó la presencia del gran Belisario
con el fin de que fuera él quien trazara el plan de campaña.
Entonces Belisario dirigiose a los nobles:
“¡Señores, gobernadores, y vosotros, compañeros de armas;
dejadme a mí, miserable y malogrado como estoy:
el tiempo me encumbró, me cubrió de honores,
hasta que vino a humillarme la envidia de los romanos!”
-No en vano había gozado de jerarquía de majestad y de honores
en los tiempos en que el emperador le honraba sentado en su solio-.
Mas he aquí que uno de sus ministros, un anciano de noble cuna,
un varón allegado al imperio, notable y juicioso en grado sumo,
amonestó a su emperador sermoneándole airadamente,
y con ínfulas de juez le lanzó este reproche:
“¡Soberano, magno emperador, cetro de los romanos!
Tu mando es ecuánime; no obres, pues, injusticias.
El pueblo entero siente un desmedido amor por tu imperio.
Pero tus nobles, movidos por la envidia, han cometido una tropelía,
y por ello has causado la ruina de un fiel, excelso y valiente caudillo.
Mas ahora me atrevo a pedirte una cosa apelando a tu soberanía:
comoquiera que Belisario cuenta con un audaz vástago,
favorécele y hónrale a él en lugar de a su padre;
de esta manera su progenitor encontrará en ello algo de consuelo
y hallará cierto alivio a la desgracia que le ha sido dado contemplar,
(de paso tu señores volverán a ganar confianza y arrojo)
pues, no en vano, él te sirvió lealmente y te procuró riquezas y honras”.
Al punto ordenó el emperador que condujeran al hijo,
al vástago de Belisario, al palacio imperial.
Temblole el corazón ante la idea de que fueran a hacer con él
lo que hicieron con su padre, y, por ello, se le mudó el semblante.
El hijo de Belisario se llamaba Alexio,
y Alexio fue conducido al interior del palacio.
El emperador le hizo sentarse en el sitial de su padre,
y tras rendirle honor y homenaje, le entregó grandes riquezas
y le dio el título de césar a la cabeza de su ejército,
así como el de gran general y señor honorable.
Todo el conjunto del pueblo le quería y le amaba,
le daba las gracias como el gran soldado que era,
y a la vez le apreciaban en virtud de su soberano,
pero, sobre todo, en virtud de su padre, el gran Belisario.
De este modo, el padre adoctrinó y habló a su hijo
y le dio consejos e instrucciones para el plan de la campaña.
¡Bravos consejos le dio, como mostró el desenlace!
Entonces Alexio, el gran césar,
enlazó fuertemente sus manos, con dignidad, como procedía,
y se arrodilló reverencialmente junto con su esposa,
para, a continuación, despedirse de su padre y de su madre.
He aquí que emprendieron la marcha; las huestes avanzaban
con alboroto, tumulto y gran aparato.
Y del mismo modo que el sol cuando brilla en lo alto del cielo,
así relucía el ejército al desplegarse sobre la tierra.
Durante cuarenta días estuvieron cabalgando con gran denuedo
y picando espuelas a sus palafrenes hasta reventarlos,
pero por fin llegaron a Persia, la patria de los sarracenos
-eran tres las jornadas de distancia que mediaba
entre los persas sarracenos y la estirpe de los romanos-.
Se toparon entonces con una avanzada de cuarenta mil guerreros;
se trataba de la avanzada de los persas contra una guarnición de romanos,
la cual provocó entre ellos tan gran degüello que ninguno quedó salvo.
Cuando el rey de Persia lo oyó, cuando cobró conocimiento
de que había perdido por completo a la flor y nata de su ejército,
cayó preso de una pena infinita y se amedrentó ante tales mesnadas.
Así pues, despachó numerosas embajadas al gran césar
por medio de un juicioso dignatario, a cargo de inmensas riquezas.
He aquí que envió trescientas mulas cargadas de ricas preseas,
paños preciosos, oro, sedas y damascos,
además de treinta libras de oro cuyo pago habría de renovar cada año
si deponían su furia y se retiraban.
Eso hicieron, después de haber contenido y sojuzgado a los persas.
Retirose, pues, el ejército de los romanos,
llevándose un gran botín, grandes riquezas y muchos cautivos.
Soy prolijo en el relato y con frecuencia me voy por las ramas,
así que volvamos, pues, al asunto del principio,
pues muchos son los desmanes que cometieron los romanos
-los cometieron, los cometen y volverán a llevarlos a cabo.
Pero Dios es juez ecuánime que castiga y destruye,
reprende a los injustos y ensalza a los justos,
pues, no en vano, en Dios está la justicia, no creas que en ningún otro-.
He aquí que todos se enteraron, se pudo oír por doquier,
que el temible y gran Belisario,
a aquel victorioso soldado, a ese varón esforzado, la gloria de los romanos,
su emperador lo había hecho cegar para inmenso solaz de sus enemigos,
todos los cuales lo celebraron sin reserva.
De este modo, vinieron a rendirle pleitesía al magnífico emperador
y a conocer a Belisario, a aquel varón admirable,
a contemplar la condición a la que lo había rebajado su gran soberano.
Así pues, un día de aquellos, a media mañana,
llegaron, como iba diciendo, grandes príncipes y embajadores
cargados de riquezas, con la intención de ver al emperador
y para ver de qué forma había sido cegado Belisario,
pues aunque habían tenido noticias del hecho, no se lo creían, no daban crédito.
Por su parte, el admirable monarca los recibió con agasajo,
noble y honorablemente, como manda la ocasión.
Entonces, el magnífico emperador ordenó que sus nobles,
tanto los pequeños como los grandes, se reunieran en el palacio
y permanecieran allí deferentemente con sus trajes de gala
pues los príncipes extranjeros iban a contemplar su persona.
¡Cómo contaros, cómo describiros, cómo narraros
el admirable esplendor que se adueñó del palacio!
Por todas partes había dispuestos áureos adornos,
cortinas recamadas en oro, perlas y ricas preseas
y para el emperador habían tejido un pabellón dorado,
un dosel enjoyado de dijes y alhajas.
Los nobles, vestidos con sus trajes de gala, estaban en círculo,
y en el centro, en su trono y bajo el palio, se sentaba el monarca,
como el espléndido emperador que era, rutilante entre joyas.
A la derecha del soberano y también a su izquierda
se encontraban dos jóvenes de veinte años de edad:
¿qué mente podría describir los ropajes
de los dos mozos que flanqueaban el trono
a derecha y a izquierda del emperador?
Cuando los nobles embajadores fueron llamados,
acudieron a postrarse ante el magnífico emperador.
Treinta de ellos portaban en lo alto de sus cabezas
unas fuentes de oro repletas de ducados;
otros treinta cargaban sobre sus hombros
unos tejidos de hermosa y resplandeciente seda bordados en oro;
y había aún otros doce que llevaban otras tantas vasijas
colmadas de rutilantes piedras preciosas y perlas
para entregárselas al emperador como inestimable presente.
El emperador, recibiéndoles con gran agasajo,
solicitó a los embajadores que se sentaran en unos valiosos asientos.
Mas he aquí que los nobles comenzaron a preguntarse entre sí:
“¿Quién de estos es Belisario, ese señalado varón
que ha sometido ciudades y fortalezas, la gloria de los romanos?
Sabemos de oídas que es muy leal al Imperio”.
En ese momento, Belisario se acercó hasta el centro de la sala;
en una mano llevaba la escudilla de las limosnas,
y en la otra mano portaba un bastón.
Se paseaba entre aquellos nobles señores,
ante el emperador y ante los embajadores,
pronunciando entre lágrimas palabras que inflamaban el corazón:
“Poned a Belisario un óbolo en su escudilla,
que la envidia de los romanos me redujo a esta condición.
Poned a Belisario un óbolo (en su escudilla),
a quien el tiempo encumbró y la envidia ha cegado”.
Los nobles señores miraban, contemplaban y observaban
al gran Belisario, presos de una increíble extrañeza;
se estremecían los príncipes, temblaban, no alcanzaban a comprender
cómo de una forma tan inicua le habían destruido y cegado.
Belisario lo había hecho de cara al emperador,
para que probara ante aquella insigne embajada
censura y baldón, deshonra y reproche.
Así pues, comenzó a pasearse de nuevo escudilla en mano,
y, entre lamentos y suspiros, les iba diciendo a los nobles señores:
“Poned a Belisario un óbolo (en su escudilla),
a quien el tiempo encumbró y la envidia ha cegado”.
Los capitostes, al oír sus palabras, lloraron y se entristecieron,
Censuraron e hicieron reproches al magnífico emperador.
Marcháronse, pues, los magníficos embajadores,
después de que el emperador les despidiera obsequiosamente.
Pero en cuanto partieron, aquellos señores difundieron por el mundo
la forma en que Belisario, el gran vencedor,
a aquel varón de tanto juicio y tan leal al Imperio,
al general de los romanos, su gran campeón,
el emperador y su corte le habían destruido por mor de la envidia.
El mundo entero se alegró y grandemente se gozaron
todos cuantos estaban en guerra con Constantinopla.
Pero nosotros contamos con los libros de los sabios y de los oradores,
de los antiguos filósofos y de los grandes maestros,
narraciones puestas por escrito con las más exactas palabras,
que nos han transmitido estas cosas para adoctrinarnos
y para que todos conozcan la envidia de los romanos;
cómo acabaron perdiendo del todo tanto sus castillos y villas,
como su riqueza y su libertad por mor de su desmesurada envidia.
¿Ves hijo mío, el duelo que la envidia trae al mundo?
Emprendieron la caída y no encuentran la forma de detenerse,
y precipitan tras ellos la estirpe de los romanos.
Yo les hablo como el inculto que soy, lego en cosas de letras,
pero quiero comunicaros la compunción de esta sospecha
-¡Quiera Dios, soberano del Cielo, que yo me equivoque!-
la ralea de los agarenos acabará devorando el mundo,
a romanos y a serbios y válacos, a húngaros también latinos.
De incuria adolecen los romanos, de envidia mucha y grande,
en cambio, sierva de un solo amo y muy esforzada es la estirpe de los agarenos,
rinden culto a un solo Dios, y tiemblan ante un solo dueño,
y profesan hacia su caudillo una inclinación y una lealtad admirable.
Nunca tal lealtad entre los romanos, nunca un solo señor,

pues nunca podrán ver a los hombres honestos recuperando su honra.