LOS DESVELOS DEL DOXÓGRAFO

La tradición doxográfica consistía en recopilar, de diversas maneras, las opiniones de terceros autores.
¿Es posible otra escritura?
En la historia, los nombres y las fechas son circunstanciales, mojones arbitrarios y consuelo de nuestras íntimas aspiraciones. Un nombre y una fecha no son más que una ilusión, que nos permite velarnos, espejarnos en el otro. Tal vez, para ocultar y evidenciar que no somos más que objetos tallados con la inmaterialidad de la palabra; objetos de sentido incierto, aunque a veces verosímil.
Somos hablados, decimos lo dicho. En el mejor de los casos armamos, con unas cuentas coloridas y los espejos que nos circundan, un universo de probabilidades imposible de explorar en una vida.
Sin embargo, hablamos. Nos hacemos a la mar en pos de Las Molucas demostrando que el encuentro, la metáfora, no es más que un accidente imprescindible.
La metáfora, multiplicadora de sentidos, siempre necesita del otro, que se los otorga. Se es dicho, bien o mal, pero se es dicho. Construcción colectiva, en la que el destino de cada letra que la forja ha extraviado la causalidad.
Somos meros vectores del lenguaje. Cada quien se las arregla, de alguna manera, con las voces que lo habitan. Todo otro ideal pareciera casi alucinado.

Jorge Pablo Yakoncick.







domingo, 26 de octubre de 2014

THOMAS HOBBES y el lenguaje (1651)

Hobbes, Thomas, "Del Lenguaje", Cap. IV, Leviatán t. I, Losada. Bs. As., 2004



“La invención de la imprenta, aunque ingeniosa, no es gran cosa comparada con la invención de las letras. Pero no sabemos quién fue el primero en iniciar el uso de las letras. Los hombres dicen que Cadmo, hijo de Agenor, rey de Fenicia, fue quien las trajo por vez primera a Grecia. Fue una invención beneficiosa para mantener la memoria del tiempo pasado y la vinculación de la humanidad, dispersada en tantas y tan distintas regiones de la tierra, y nada sencilla, pues procede de una cuidadosa observación de los diversos movimientos de la lengua, el paladar, los labios y otros órganos del lenguaje; todo ello con el fin de hacer el mayor número de diferencias entre caracteres, para recordarlos. Pero la más noble y beneficiosa invención de todas fue el LENGUAJE, que consiste en nombres o apelaciones y en su conexión, mediante las cuales, los hombres registran sus pensamientos, los recuerdan cuando han pasado y se los declaran también unos a otros para utilidad mutua y conversación, sin lo cual no habría existido entre los hombres ni república, ni sociedad, ni contrato, ni paz ni ninguna cosa que no esté presente entre los leones, osos y lobos. El primer autor del lenguaje fue el propio Dios, que instruyó a Adán en la denominación de las criaturas por él presentadas a su vista, aunque la Escritura no dice más de este asunto. Pero fue suficiente para llevarle a añadir más nombres a medida que iba dándole ocasión la experiencia y el uso de las criaturas, y para unirlas gradualmente a fin de hacerse comprender, y así, con el paso del tiempo, fue consiguiendo el hombre tanto lenguaje como cosas a designar, aunque no tan copioso como el requerido para un orador o un filósofo. Porque nada encuentro en la Escritura a partir de lo cual deducir directa o indirectamente que Adán recibió de Dios los nombres de todas las figuras, números, medidas, colores, sonidos, fantasías y acciones, y mucho menos los nombres de palabras y del lenguaje, como general, especial, afirmativo, negativo, optativo, infinitivo, todos los cuales son útiles; y menos aún los nombres de entidad, intencionalidad, quiddidad y otras palabras sin sentido de la Escolástica.
Pero todo este lenguaje conseguido y aumentado por Adán y su posteridad se perdió de nuevo en la torre de Babel, cuando por la mano de Dios todo hombre fue castigado por su rebelión con un olvido de su lengua anterior. Y viéndose así forzados a dispersarse por las diversas partes del mundo, es necesario que la actual diversidad de lenguas proceda gradualmente de ellas, teniendo a la necesidad (madre de todas las invenciones) como maestra; y con el trascurso del tiempo esta diversidad se hizo en todas partes copiosa.
El uso general de la palabra consiste en transformar nuestro discurso mental en discurso verbal, o la secuencia de nuestros pensamientos en una secuencia de palabras, y esto para cumplir con dos finalidades. Una de ellas es registrar la consecuencia de nuestros pensamientos que, propensos a deslizarse fuera de la memoria y forzados a un nuevo trabajo, pueden así recordarse otra vez gracias a las palabras con las cuales se troquelaron. De este modo, el primer uso de los nombres es servir como marcas o notas de rememoración. La segunda finalidad de la palabra consiste, cuando muchos utilizan las mismas, en indicar (por su conexión y orden) los que unos y otros conciben o piensan de cada asunto, y también lo que desean, temen o es objeto de alguna otra pasión suya. Y para este uso los nombres se denominan signos. Hay los siguientes usos especiales del lenguaje: primero, registrar aquello que por pensamiento descubrimos como causa de alguna cosa presente o pasada, y aquello que a cosas presentes o pasadas pueden producir o efectuar, lo cual es, en suma, adquisición de artes; en segundo lugar, mostrar a otros el conocimiento por nosotros alcanzado, cosa que implica aconsejar y enseñar un hombre a otro; en tercer lugar, expresar a otros nuestras voliciones y propósitos para poder gozar de ayuda mutua; en cuarto lugar, satisfacernos y deleitarnos a nosotros mismos y a otros jugando con nuestras palabras inocentemente, por placer o por ornamento.
A estos usos corresponde también cuatro abusos. En primer lugar, cuando los hombres registran mal sus pensamientos debido a una inconstancia en la significación de sus palabras, con lo cual se engañan registrando como concepciones lo que nunca concibieron. Segundo, cuando usan metafóricamente las palabras, esto es, en un sentido distinto de aquel para el que fueron ordenadas, y con ello engañan a otros. Tercero, cuando declaran mediante palabras una voluntad que no es la suya. Cuarto, cuando las utilizan para agraviarse los unos a los otros; la naturaleza a armado a algunas criaturas vivas con dientes, a otras con cuernos y a otras incluso todavía con manos para atacar a un enemigo, pero es un abuso del lenguaje atacar con la lengua a quien no estamos obligados a gobernar, pues, en ese caso específico no es agraviar, sino corregir y enmendar.
El modo en que el lenguaje sirve para rememorar la consecuencia de causas y efectos consiste en la imposición de nombres, y en su conexión.
Entre los nombres, algunos son propios y singulares para una exclusiva cosa; tal sucede con Pedro, Juan, este hombre, este árbol. Y otros son comunes a muchas cosas, como hombre, caballo, árbol, que, siendo sólo un nombre designan a pesar de ello diversas cosas particulares, respecto de cuyo conjunto se denomina universal; en el mundo universal no hay nada excepto nombres, porque las cosas nombradas son todas ella individuales y singulares.
Se impone un nombre universal a muchas cosas por su semejanza en alguna cualidad o en algún accidente. Y mientras un nombre propio trae a la mente exclusivamente una cosa, los universales indica cualquiera de esas muchas.
Y de los nombres universales algunos tienen una extensión mayor y otros una extensión menor; los mayores comprenden a los menores y algunos de extensión igual se comprenden unos a otros recíprocamente. Así, por ejemplo, el nombre cuerpo tiene un significado más amplio que la palabra hombre y la comprende, y los nombres hombre y racional tienen igual extensión, comprendiéndose mutuamente uno al otro. Pero aquí debemos tener en cuenta que con la palabra nombre no siempre se entiende una palabra exclusivamente, como sucede en la gramática, sino a veces y por circunloquio,  muchas palabras juntas. Porque todas las palabras siguientes: quien en sus acciones observe las leyes de su país sólo forman un nombre, equivalente a esta sola palabra: justo.
Gracias a esta imposición de nombres, de significación estricta unos y amplia otros, transformamos el reconocimiento de las consecuencias de cosas imaginadas en la mente en un reconocimiento de las consecuencias de las apelaciones. Por ejemplo, si un hombre no domina el lenguaje en absoluto (como sucede con los sordomudos de nacimiento) y pone ante sus ojos un triángulo y junto a él dos ángulos rectos (como son las esquinas de una figura cuadrada), puede por meditación comparar y descubrir que los tres ángulos de ese triángulo son iguales a los dos ángulos rectos situados junto a él. Pero si se le muestra otro triángulo distinto en forma al anterior, ya no podrá saber sin un nuevo esfuerzo si también sus tres ángulos equivaldrán a lo mismo. Pero quien tiene el dominio de las palabras, observando que dicha igualdad no correspondía a la longitud de los lados ni a ninguna otra cosa particular del triángulo (sino exclusivamente a que los lados eran líneas rectas y los ángulos tres, y que solo por eso lo denominaba un triángulo), deducirá universalmente con toda audacia que dicha igualdad de ángulos aparece en todos los triángulos; y registrará su invención en estos términos generales: todo triángulo tiene sus tres ángulos iguales a dos ángulos rectos. Y, así, la consecuencia encontrada en un caso particular se registra y recuerda como una regla universal; nos exime del cálculo mental de tiempo y lugar, nos ahorra todo esfuerzo de la mente posterior al primero, y hace que lo descubierto como verdad aquí y ahora sea cierto en todos los tiempo y lugares.
Pero el uso de palabras para registrar nuestros pensamientos no es en parte alguna más evidente que en la numeración. Un idiota de nacimiento incapaz de retener en la memoria el orden de términos numéricos como uno, dos y tres, puede observar cada campanada del reloj y asentir a ella, o decir una, una, una, pero jamás sabrá qué hora está marcando. Y, según parece, hubo un tiempo en que esos nombres numerales no estaban en uso; los hombres se veían forzados a utilizar los dedos de una u ambas manos para las cosas que deseaban contar; y de ello procede que actualmente nuestros términos numerales sean sólo diez en casi todas las naciones, y sólo cinco en algunas, comenzando de nuevo a partir de entonces. Y quien puede contar hasta diez, si recita los números sin orden se perderá y no sabrá a qué atenerse; mucho menos será capaz de sumar, restar y realizar todas las demás operaciones de la aritmética. Por lo mismo, sin palabras no hay posibilidad de calcular los números; mucho menos las magnitudes, la velocidad, la fuerza y otras cosas cuyo cálculo es necesario para el estar o bienestar de la humanidad.
Cuando dos hombres se vinculan en una consecuencia o afirmación como, por ejemplo, el hombre es una criatura viviente o si es un hombre, es una criatura viviente, si el último nombre (criatura viviente) significa todo cuanto significa el nombre anterior (hombre) la afirmación o consecuencia es verdadera; en otro caso es falsa. Porque verdad y falsedad son atributos del lenguaje, no de las cosas. Y donde no hay lenguaje no hay tampoco verdad ni falsedad. Puede haber error, como cuando esperamos lo que no se produce o sospechamos lo que no ha existido, pero en ninguno de los casos puede imputarse a un hombre la no verdad.
Viendo entonces que la verdad consiste en el orden correcto de los nombres en nuestras afirmaciones, quien busque una verdad precisa necesita recordar aquello a lo que se refiere cada uno de los nombres utilizados, y situarlo de acuerdo con ello; en caso contrario, se verá enzarzado en una maraña de palabras como el pájaro en un cepo, y cuánto más luche más atrapado se verá. Por eso en la geometría (única ciencia que Dios se ha complacido en donar a la humanidad), los hombres empiezan estableciendo los significados de sus palabras, significados que llaman definiciones, y situándolos al comienzo de su investigación.
Esto pone de relieve cuán necesario es para quien aspire a un verdadero conocimiento examinar las definiciones de autores precedentes, o bien corregirlas allí donde han sido expuestas negligentemente o bien darlas él mismo. Porque los errores en las definiciones se multiplican a medida que avanza la investigación, y esto conduce a los hombres a absurdos que acaban viendo, pero que no pueden evitar sin investigarlo todo de nuevo desde el comienzo, hasta descubrir el punto donde se encuentra la base de sus errores. De lo cual resulta que quienes confían en los libros hacen como quienes acumulan muchas sumas pequeñas en una mayor sin pararse a considerar si esas sumas pequeñas estaban correctamente hechas o no, y cuando al fin descubren el error visible, sin dejar de confiar en sus primeros fundamentos, no saben cómo lograr una aclaración y gastan el tiempo en revolotear sobre sus libros, como pájaros que, entrando por la chimenea y hallándose encerrados en un cuarto, revolotean ante la falsa luz de una ventana con cristal por faltarles el ingenio necesario para tener en cuenta cómo entraron. Por lo mismo, el primer uso del lenguaje reside en la definición correcta de los nombres, que es la adquisición de la ciencia. Y en las definiciones erróneas o en su falta reside el primer abuso, del que proceden todos los principios falsos y sin sentido; lo cual hace que quienes obtienen su instrucción de la autoridad de los libros, y no de su propia meditación, estén tanto más por debajo del estado de los hombres ignorantes como por encima de él se encuentran los hombres dotados de verdadera ciencia. Porque la ignorancia está situada entre la verdadera ciencia y las doctrinas erróneas. El sentido y la imaginación natural no están sujetos al absurdo. La propia naturaleza no puede errar, y a medida que los hombres van teniendo un lenguaje más amplio van también haciéndose más sabios o más locos que de costumbre. Tampoco es posible que sin las letras un hombre llegue a ser excelentemente sabio o excelentemente estúpido (salvo que su memoria sea dañada por la enfermedad o por una mala constitución orgánica). Porque las palabras son instrumentos de medida para los hombres sabios, que no hacen sino calcular por su medio. Pero también son el dinero de los estúpidos, que las valoran por la autoridad de un Aristóteles, un Cicerón, un Tomás o cualquier otro doctor, simplemente humano.
Sujeto a nombres es todo cuanto puede entrar o ser considerado en un recuento y ser añadido uno a otro para formar una suma, o substraído uno de otro, dejando un resto. Los latinos daban a las cuentas de dinero el nombre de Rationes y al hecho de contar Ratiocinatio, y a lo que llamamos partidas en facturas o libros de contabilidad ellos lo llamaban Nomina es decir, nombres. Y de ellos parece haber procedido la extensión de la palabra Ratio a la facultad de calcular en todas las demás cosas. Los griegos tienen una sola palabra, Logos, para palabra y razón; no porque pensaran que sin razón no había lenguaje, sino porque sin lenguaje no hay posibilidad de razonar. Y al acto de razonar lo llamaron silogismo, lo cual significa acumular las consecuencias de un dicho a otro. Y porque las mismas cosas pueden dar cuenta de los mismos accidentes, sus nombres se tuercen y diversifican variadamente (para mostrar esa diversidad). Esta diversidad de nombres puede reducirse a cuatro grupos generales.
En primer lugar, una cosa puede tomarse en cuenta como materia o cuerpo; como materia o cuerpo; como viviente, sensible, racional, caliente, frío, movido, quieto; con todos esos nombres se comprende la palabra materia, o cuerpo, pues todos ellos son nombres de materia.
En segundo lugar, puede tomarse en cuenta o considerarse algún accidente o cualidad que concebimos presente allí (como ser movido, durar tanto, estar caliente, etc.), y entonces, con un pequeño cambio o torcimiento del nombre de la propia cosa, conseguimos un nombre para ese accidente que consideramos. Para viviente se dice vida; para movido, movimiento; para caliente, calor; para largo, longitud, y así sucesivamente. Y todos esos nombres son los nombres de accidentes y propiedades mediante los cuales una materia o cuerpo se distingue de otro. Estos nombres no se denominan abstractos porque estén separados de la materia, sino por estarlo de su descripción.
En tercer lugar, describimos las propiedades de nuestros propios cuerpos, mediante los cuales hacemos tal distinción. Como cuando algo es visto por nosotros y no reconocemos la propia cosa, sino la visión, el color, su idea en la fantasía. O cuando algo es escuchado y no reconocemos la cosa misma, sino la audición o el sonido exclusivamente, que es nuestra fantasía o concepción de ello mediante el oído. Y esos son nombres de fantasías.
En cuarto lugar, describimos, consideramos y nombramos a los nombres mismos, y a los de lenguajes. Porque general, universal, especial, equívoco, son nombres de nombres. Y afirmación, interrogación, mandamiento, narración, silogismo, sermón, oración y muchos otros términos semejantes son nombres de lenguajes. Y esta es toda la variedad de nombres positivos, que se utilizan para marcar algo que está en la naturaleza o puede ser inventado por la mente del hombre, como los cuerpos que existen o pueden concebirse existiendo, o cuerpos cuyas propiedades existen o pueden considerarse existentes, o palabras y lenguaje.
Hay también otros nombres llamados negativos, y son rasgos para significar que una palabra no es el nombre de la cosa en cuestión, como son las palabras nada, ninguno, infinito, indecible y semejantes que, sin embargo, son de utilidad la observación o para corregir la observación, así como para llamar a la mente nuestros pensamientos pasados, aunque no sean nombres de cosa alguna, porque hacen que nos rehusemos a admitir nombres usados incorrectamente.
Todas las demás palabras son sonidos carentes de significación y pertenecen a dos tipos. Uno corresponde a los términos cuando son nuevos y su significado y sentido no ha sido aún explicado mediante definición; muchas palabras de este tipo han sido acuñadas por escolásticos y filósofos aturdidos.
El otro tipo deriva de cuando los hombres hacen un nombre con dos nombres cuyas significaciones son contradictorias e inconsistentes. Como sucede, por ejemplo, cuerpo incorpóreo o (cosa idéntica) substancia incorpórea, y otras muchas expresiones. Porque siendo falsa cualquier afirmación, los dos nombres de que se compone, agrupados y unificados, nada significan. Por ejemplo, si es falsa la afirmación de que un cuadrado es redondo, la palabra cuadrado redondo nada significa, sino un mero ruido. Del mismo modo, si es falso decir que la virtud puede ser derramada o, las palabras virtud derramada y virtud insufladas son tan absurdas y sin significación como un cuadrado redondo. Y, en consecuencia, difícilmente nos encontremos con una palabra sin sentido y sin significación que no esté construida sobre nombres latinos o griegos. Un francés rara vez oye hablar a su Salvador por el nombre de Parole, pero a menudo oye su invocación por el nombre de Verbe, y, con todo, Verbe y Parole sólo difieren en que una palabra es latina y otra francesa.
Cuando al escuchar cualquier lenguaje un hombre posee aquellos pensamientos para los cuales las palabras de ese lenguaje y su conexión se ordenaron y constituyeron con vistas a significar, entences se dice que lo comprende. La comprensión no es sino la concepción causada por el lenguaje. Y, en consecuencia, si el lenguaje es peculiar al hombre (como creo), la comprensión le es peculiar también. Y, por lo mismo, no puede haber comprensión de afirmaciones absurdas y falsas, en caso de que sean universales, aunque muchos piensen que comprenden entonces, cuando no hacen sino repetir las palabras por lo bajo o retenerlas en su mente.
Cuando haya hablado de las pasiones hablaré de los tipos de lenguajes implicados en los apetitos, aversiones y pasiones de la mente humana, y de su uso y abuso.
Los nombres de las cosas que nos afectan, es decir, que nos placen e incomodan, tienen en los discursos habituales de los hombres una significación inconstante, porque no todos los hombres se ven igualmente afectados por la misma cosa, y ni siquiera un mismo hombre en todo momento. Viendo que todos los nombres se imponen para expresar nuestras concepciones, y que todos nuestros afectos no son sino concepciones, cuando concebimos las mismas cosas de modo diferente nos es difícil evitar una diferente designación para ellas. Pues aunque la naturaleza de lo que concebimos sea idéntica, la diversidad de recepción motivada por diferentes constituciones corporales y prejuicios de opinión, proporciona a todo el tinte de nuestras distintas pasiones. Y, en consecuencia, a la hora de razonar un hombre debe ser cauteloso con las palabras, pues además de significar lo imaginado por los otros sobre su naturaleza, las palabras tienen también el significado de la naturaleza, disposición e interés del hablante. Tal sucede con los nombre de las virtudes y vicios, pues un hombre llama sabiduría a lo que otro llama miedo, y uno crueldad a lo que otro llama justicia; uno prodigalidad a lo que otro magnanimidad, y uno seriedad a lo que otro estupidez, etc. Y, en consecuencia, tales nombres nunca pueden ser verdaderos fundamentos de ningún raciocinio. Tampoco pueden serlo las metáforas y tropos del lenguaje, pero estos son menos peligrosos, porque profesan su inconstancia, cosa que los otros no".