LOS DESVELOS DEL DOXÓGRAFO

La tradición doxográfica consistía en recopilar, de diversas maneras, las opiniones de terceros autores.
¿Es posible otra escritura?
En la historia, los nombres y las fechas son circunstanciales, mojones arbitrarios y consuelo de nuestras íntimas aspiraciones. Un nombre y una fecha no son más que una ilusión, que nos permite velarnos, espejarnos en el otro. Tal vez, para ocultar y evidenciar que no somos más que objetos tallados con la inmaterialidad de la palabra; objetos de sentido incierto, aunque a veces verosímil.
Somos hablados, decimos lo dicho. En el mejor de los casos armamos, con unas cuentas coloridas y los espejos que nos circundan, un universo de probabilidades imposible de explorar en una vida.
Sin embargo, hablamos. Nos hacemos a la mar en pos de Las Molucas demostrando que el encuentro, la metáfora, no es más que un accidente imprescindible.
La metáfora, multiplicadora de sentidos, siempre necesita del otro, que se los otorga. Se es dicho, bien o mal, pero se es dicho. Construcción colectiva, en la que el destino de cada letra que la forja ha extraviado la causalidad.
Somos meros vectores del lenguaje. Cada quien se las arregla, de alguna manera, con las voces que lo habitan. Todo otro ideal pareciera casi alucinado.

Jorge Pablo Yakoncick.







miércoles, 17 de febrero de 2010

JEAN-PIERRE VERNANT (Seine-et-Marne, 1914 - París, 2007). La memoria como conquista y función poética.

El poder de rememoración, hemos recordado, es una conquista; la sacralización de Mnemosyne indica la importancia que le es acordada en una civilización puramente oral como lo fue, entre el siglo XII al VIII, antes de la difusión de la escritura, la de Grecia (…)
Diosa titán, hermana de Cronos y de Océanos, madre de las Musas (Hesíodo, Teogonía) cuyo coro dirige y con las cuales, a veces, se confunde, Mnemosyne preside, se sabe, la función poética. Para los griegos se da por descontado que esta función exige una intervención sobrenatural. La poesía constituye una de las formas típicas de la posesión y del delirio divinos, el estado de “entusiasmo” en sentido etimológico. Poseído de las Musas, el poeta es el intérprete de Mnemosyne, como el profeta, inspirado por el dios, lo es de Apolo (Píndaro, fr. 32; Platón, Ion). Por lo demás, entre la adivinación y la poesía oral tal como ella se ejerce, en la edad arcaica, dentro de la comunidad de aedos, cantores y músicos, existen afinidades, e incluso interferencias, que han sido señaladas muchas veces (Conford, Principium sapientiae). Aedo y adivino tienen en común un mismo don de “videncia”, privilegio que han debido pagar al precio de sus ojos. Ciegos a la luz, ellos ven lo invisible. El dios que les inspira les descubre, en una especie de revelación, las realidades que escapan a la mirada humana. Esta doble visión trata en particular sobre las partes del tiempo inaccesibles a las criaturas mortales: lo que ha tenido lugar en otro tiempo, lo que todavía no ha sucedido. El saber o la sabiduría, la sophia (J. Duchemin, Pindare…; Ístmicas, V, 28) que Mnemosyne dispensa a sus elegidos es una “omnisciencia” de tipo adivinatorio. La misma fórmula que define en Homero el arte del adivino Calcas se aplica, en Hesíodo, a Mnemosyne: ella sabe –ya canta- “todo lo que ha sido, todo lo que es y todo lo que será” (Homero, Ilíada; Hesíodo, Teogonía). Pero, contrariamente al adivino que debe, a menudo, responder a unas preocupaciones que se refieren al porvenir, la actividad del poeta se orienta casi exclusivamente del lado del pasado. No su pasado individual, ni tampoco el pasado general como si se tratase de un cuadro vacío independiente de los acontecimientos que allí se desarrollan, sino el “antiguo tiempo”, con su contenido y sus cualidades propias: la edad heroica o, más allá aún, la edad primordial, el tiempo original.
De estas épocas cumplidas, el poeta tiene una experiencia inmediata. Él conoce el pasado porque tiene el poder de estar presente en el pasado. Acordarse, saber, ver, son términos que se corresponden. Un lugar común de la tradición poética es contraponer el tiempo de conocimiento con el propio del hombre ordinario –saber de oídas que descansa en el testimonio de otro, sobre las palabras referidas-, al del aedo presa de la inspiración y que es, como el de los dioses, una visión personal directa (Homero, Ilíada, Odisea; Píndaro, Píticos, Olímpicos). La memoria traslada al poeta al corazón de los acontecimientos antiguos, dentro de su tiempo (Platón, Ion). La organización temporal de su relato no hace sino reproducir la serie de acontecimientos, a los cuales, de alguna manera, asiste, en el mismo orden en el que ellos se suceden a partir de su origen (Homero, Ilíada).
Presencia directa en el pasado, revelación inmediata, don divino, todos estos rasgos que definen la inspiración por las Musas no eliminan en forma alguna para el poeta la necesidad de una dura preparación y como de un aprendizaje de su estado de videncia. Además, la improvisación en el transcurso del canto no excluye el fiel recurso a una tradición poética conservada de generación en generación. Por el contrario, las mismas reglas de la composición oral exige que el cantor disponga, no solamente de un tejido de temas y de relatos, sino de una técnica de dicción formularia completa que él utiliza y que comprende el empleo de expresiones tradicionales, de combinaciones de palabras ya fijadas, de fórmulas establecidas de versificación (A. van Gennep, La question…; M. Parry, L’éphitète…; A. Severyns, Homère…). No sabemos de qué manera se iniciaba el aprendiz de cantor en la maestría de esta lengua poética, en el seno de las comunidades de aedos (J. Vendryes, Choix…). Se puede pensar que en su formación desempeñaban un importante papel los ejercicios nemotécnicos, particularmente el recitado de extensos trozos repetidos de memoria (Platón, Ion; M. Parry, L’épithéte…; F. Robert, Homère…; R. Sealey, Revue…; M. Jousse, Etudes…). Se encuentra en Homero una indicación en este sentido. La invocación a la musa o a las musas, fuera de los casos en los que ella se coloca, como es natural, en el principio del canto, puede introducir una de estas interminables enumeraciones de nombres de hombres, de comarcas, de pueblos, que se llaman los Catálogos. En el Canto II de la Ilíada, el catálogo de las naves expone de esta forma un verdadero inventario del ejército aqueo: nombres de jefes, contingentes de tropas colocadas bajo sus órdenes, lugares de origen, número de navíos, de los cuales disponen. La lista se extiende a través de 265 versos. Se inicia con la siguiente invocación: “Y ahora, decidme, Musas, habitantes del Olimpo –porque vosotras sois diosas, presentes en todas partes, y que todo lo sabéis; nosotros no entendemos sino un ruido y desconocemos todo- decidme quiénes eran los conductores, los jefes de los Danaos”. Al catálogo de los navíos sucede inmediatamente el catálogo de los mejores guerreros y de los mejores jinetes aqueos, que comienza con una nueva invocación a las musas y al que sigue casi enseguida el catálogo del ejército troyano. El conjunto abarca poco más o menos la mitad del canto II, cerca de 400 versos, compuestos casi exclusivamente de una relación de nombres propios, lo que supone un verdadero entrenamiento de la memoria.
Estas colecciones pueden parecer fastidiosas. La predilección que les muestran Homero y más aún, Hesíodo, indica que ellas juegan un papel de primera importancia dentro de su poesía. A través de ellas se fija y se transmite el repertorio de los conocimientos que permite al grupo social descifrar su “pasado”. Constituyen como los archivos de una sociedad sin escritura, archivos puramente legendarios, que no responden ni a exigencias administrativas, ni a una intención de glorificación real, ni a una preocupación histórica (T. B. L. Webster, Homer…). Ellas intentan poner en orden el mundo de los héroes y de los dioses al mismo tiempo que establecer una nomenclatura tan rigurosa y completa como sea posible. Dentro de estos repertorios de nombres que instituyen la lista de agentes humanos y divinos, que precisan su familia, su país, su descendencia, su jerarquía, son codificadas las diversas tradiciones legendarias, organizada y clasificada la materia de los relatos míticos.
Esta preocupación de formulación exacta y de enumeración completa confiere a la poesía antigua –incluso cuando ella tiene como primera intención la de distraer, tal es el caso de Homero- una rectitud casi ritual. Heródoto podrá escribir que la muchedumbre de los dioses griegos, antes anónima, se ha encontrado en los poemas de Homero y Hesíodo, distinguida, definida y nombrada (Heródoto, II). A esta ordenación del mundo religioso está estrechamente asociado el esfuerzo del poeta para determinar los “orígenes”. En Homero, no se trata sino de fijar la genealogías del los hombres y los dioses, de precisar la procedencia de los pueblos, de las familias reales, de formular la etimología de ciertos nombres propios y el aition de epítetos relativos a los cultos (H. M. Chadwick y N. K. Chadwick, The growth…). En Hesíodo, esta búsqueda de los orígenes tiene un sentido profundamente religioso y confiere a la obra del poeta el carácter de un mensaje sagrado. Las hijas de Mnemosyne, ofreciéndole el bastón de la sabiduría, el skeptron, cortado de un laurel, le han mostrado "la Verdad” (Teogonía). Le han enseñado el “bello canto” con que ellas mismas cautivan los oídos de Zeus y que narra el comienzo de todas las cosas. Las musas cantan en efecto, comenzando por el principio –έξάρχής: la aparición del mundo, la génesis de los dioses, el nacimiento de la humanidad. El pasado de esta forma desvelado es mucho más importante que el antecedente del presente: es la fuente del presente. Remontándose hasta él, la rememoración busca no el situar los acontecimientos dentro de un marco temporal, sino el alcanzar el fondo mismo del ser, descubrir el original, la realidad primordial de la que ha salido el cosmos y que permite comprender el devenir en su conjunto.

(Fragmento del Capítulo II, “Aspectos Míticos de la Memoria y del Tiempo”, Mito y Pensamiento en la Grecia Antigua, Ariel, Barcelona, 1993).

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