LOS DESVELOS DEL DOXÓGRAFO

La tradición doxográfica consistía en recopilar, de diversas maneras, las opiniones de terceros autores.
¿Es posible otra escritura?
En la historia, los nombres y las fechas son circunstanciales, mojones arbitrarios y consuelo de nuestras íntimas aspiraciones. Un nombre y una fecha no son más que una ilusión, que nos permite velarnos, espejarnos en el otro. Tal vez, para ocultar y evidenciar que no somos más que objetos tallados con la inmaterialidad de la palabra; objetos de sentido incierto, aunque a veces verosímil.
Somos hablados, decimos lo dicho. En el mejor de los casos armamos, con unas cuentas coloridas y los espejos que nos circundan, un universo de probabilidades imposible de explorar en una vida.
Sin embargo, hablamos. Nos hacemos a la mar en pos de Las Molucas demostrando que el encuentro, la metáfora, no es más que un accidente imprescindible.
La metáfora, multiplicadora de sentidos, siempre necesita del otro, que se los otorga. Se es dicho, bien o mal, pero se es dicho. Construcción colectiva, en la que el destino de cada letra que la forja ha extraviado la causalidad.
Somos meros vectores del lenguaje. Cada quien se las arregla, de alguna manera, con las voces que lo habitan. Todo otro ideal pareciera casi alucinado.

Jorge Pablo Yakoncick.







jueves, 5 de abril de 2012

EL LENGUAJE Y LA CREACIÓN, según Benjamin.


Benjamin, Walter, “Sobre el Lenguaje General y sobre el lenguaje de los Hombres”, Conceptos de Filosofía de la Historia, Ed. Terramar, La Plata, 2007 (pg. 91-108).



Toda expresión de la vida humana puede ser concebida como una especie de lenguaje, y esta concepción plantea –como todo método verdadero- múltiples problemas nuevos. Se puede hablar de una lengua de la música y de la escultura, de una lengua de la jurisprudencia, que no tienen directamente ninguna relación con aquellas en que son redactadas las sentencias de los tribunales ingleses o alemanes, de una lengua de la técnica, que no es la especializada de los técnicos. Lenguaje significa en este contexto el principio encaminado a la comunicación de contenidos espirituales en los objetos en cuestión: en la técnica, en el arte, en la justicia o en la religión. En resumen, toda comunicación de contenidos espirituales es lenguaje. La comunicación mediante la palabra constituye sólo un caso particular, el del lenguaje humano y del que está en la base de éste o fundado en él (como la poesía). Pero la existencia del lenguaje no se extiende sólo a todos los campos de expresión espiritual del hombre –a quien en un sentido u otro pertenece siempre un lenguaje-, sino a todos sin excepción. No hay acontecimiento o cosa en la naturaleza animada o inanimada que no participe de alguna forma del lenguaje, pues es esencial a toda cosa comunicar su propio contenido espiritual. Y la palabra “lenguaje” en esta acepción no es en modo alguno una metáfora. Puesto que es un conocimiento plenamente objetivo el de que no podemos concebir nada que no comunique en la expresión su esencia espiritual; el mayor o menor grado de conciencia con el que se logra aparentemente (o realmente) esta comunicación no modifica en nada el hecho de que no podemos representarnos en ninguna cosa una completa ausencia de lenguaje. Un ser que estuviese enteramente sin relaciones con el lenguaje es una idea; pero esta idea no puede resultar fecunda ni siquiera en el ámbito de las ideas que definen, en su contorno, la de Dios.

Sólo esto es verdad: en esta terminología cada expresión, en cuanto es una comunicación de contenidos espirituales, está vinculada con el lenguaje. Y no hay dudas de que la expresión, en su entera esencia, sólo puede ser entendida como lenguaje; y por otra parte, para entender a un ser lingüístico es necesario preguntarse siempre de qué ser espiritual es éñ la expresión inmediata. Es decir que la lengua alemana, por ejemplo, no es precisamente la expresión para todo aquello que nosotros podemos o suponemos poder expresar a través de ella, sino que es la expresión inmediata de lo que en ella se comunica. Ese “se” es una esencia espiritual. Por lo que resulta tan obvio que la esencia espiritual que se comunica en la lengua no es el lenguaje mismo sino algo distinto de él. La opinión de que la esencia espiritual de una cosa consiste en su lenguaje, tal opinión, tomada como hipótesis, es el gran abismo en el cual corre el riesgo de caer toda teoría del lenguaje , y su tarea consiste en mantenerse sobre ese abismo, justamente sobre él. La distinción entre el ser espiritual y el lingüístico mediante el cual el primero se comunica es la distinción fundamental en una investigación de teoría lingüística. Y esta diferencia se aparece en forma tan indudable que incluso la identidad a menudo afirmada entre esencia espiritual y lingüística constituye una paradoja profunda e incomprensible, de la cual se ha visto la expresión en el doble sentido de la palabra kóyoc. Sin embargo, esta paradoja como solución tiene su puesto en el centro de la teoría del lenguaje, a pesar de seguir siendo tan paradójica e insoluble como cuando se la pone al comienzo.

¿Qué comunica el lenguaje? Comunica la esencia espiritual que le corresponde. Es fundamental saber que esta esencia espiritual se comunica en el lenguaje y no a través del lenguaje. No hay por lo tanto un sujeto hablante del lenguaje, si con ello se entiende a quien se comunica a través del lenguaje. El ser espiritual se comunica en y no a través del lenguaje: es decir, no es exteriormente idéntico al ser lingüístico. El ser espiritual se identifica con el lingüístico sólo en cuanto es comunicable. Lo que en un ser espiritual es comunicable es su ser lingüístico. El lenguaje comunica por lo tanto el ser lingüístico de las cosas, pero comunica su ser espiritual sólo en la medida en que está directamente encerrado en el lingüístico, sólo en la medida en que es comunicable.

El lenguaje comunica el ser lingüístico de las cosas. Pero su manifestación más clara es el lenguaje mismo. La respuesta a la pregunta: ¿qué comunica el lenguaje? Es, por lo tanto: cada lenguaje se comunica a sí mismo. El lenguaje de esta lámpara, por ejemplo, no comunica la lámpara (pues la esencia espiritual de la lámpara, en cuanto comunicable, no es en absoluta la lámpara misma), sino lámpara-del-lenguaje, la lámpara-en-la-comunicación, la lámpara-en-la-expresión. Pues así acontece en el lenguaje: el ser lingüístico de las cosas es su lenguaje. La comprensión de la teoría lingüística depende de la capacidad de llevar dicha afirmación a un grado de claridad que elimine en ella toda apariencia de tautología. Esta proposición no es tautológica, puesto que significa: lo que en un ser espiritual lo que es comunicable es su lenguaje. Todo depende de este “es” (que significa “es inmediatamente”). No: aquello que en un ser espiritual es comunicable se manifiesta con la máxima claridad en su lenguaje, como se ha dicho en forma de tránsito; pero eso comunicable es inmediatamente el lenguaje mismo. O el lenguaje de un ser espiritual es inmediatamente aquello que en él es comunicable. Aquello que en un ser espiritual es comunicable es aquello en lo cual se comunica; es decir, cada lenguaje se comunica a sí mismo. O más exactamente: cada lenguaje se comunica a sí mismo, en sí mismo, cada lenguaje es –en el sentido más puro- el “medio” de la comunicación. Lo “medial”, es decir lo inmediato de cada comunicación espiritual, es el problema fundamental de la teoría lingüística, y si se quiere llamar mágica a esta inmediatez, el problema originario de la lengua es su magia. La forma bien conocida de la magia del lenguaje envía a otra: a su infinitud. La infinitud está condicionada por la inmediatez. Justamente debido a que nada se comunica a través del lenguaje, lo que se comunica en el lenguaje no puede ser delimitado o medido desde el exterior, y por ello es característica de cada lenguaje una inconmensurable y específica infinitud. Se esencia lingüística, y no sus contenidos verbales, definen sus confines.

La esencia lingüística de las cosas es su lenguaje: esta proposición, aplicada al hombre, dice: la esencia lingüística del hombre es su lenguaje. Es decir que el hombre comunica su propia esencia espiritual en su lenguaje. Pero la lengua de los hombres habla en palabras. El hombre comunica por lo tanto su propia esencia espiritual (en la medida en que es comunicable) nombrando todas las otras cosas. Pero ¿conocemos otros lenguajes que nombran las cosas? No se objete que no conocemos otra lengua fuera de la del hombre: no es cierto.

En realidad, no conocemos ningún lenguaje que nombre fuera del lenguaje del hombre; al identificar lenguaje que nombra con lenguaje en general, la teoría lingüística se priva de sus nociones más profundas. La esencia lingüística del hombre es por lo tanto nombrar las cosas.

¿Por qué las nombra? ¿Con quién se comunica el hombre? -¿Es acaso esta pregunta en el caso del hombre distinto que en otras comunicaciones (lenguajes)? ¿Con quién se comunica la lámpara? ¿Y la montaña? ¿Y el zorro?- Pero aquí la respuesta dice: con el hombre. Ello no es en absoluto antropomorfismo. La verdad de esta respuesta se revela en el conocimiento y quizá también en el arte. Además: si la lámpara y la montaña y el zorro no se comunicaran con los hombres, ¿cómo podría él nombrarlos? Pero los nombra; él se comunica nombrándolos a ellos. ¿Con quién se comunica?

Antes de responder a esta pregunta es menester examinar aún la pregunta: ¿cómo se comunica el hombre? Es necesario establecer una diferencia profunda, una alternativa frente a la cual se desenmascare inevitablemente la concepción esencialmente falsa del lenguaje. ¿Comunica el hombre su ser espiritual mediante los nombres que da a las cosas? ¿O más bien en tales nombres? En la paradoja de esta pregunta está ya su respuesta. Quien considera que el hombre comunica su ser espiritual a través de los nombres no puede sostener que es su ser espiritual lo que comunica, porque ello no acontece a través de los nombres de las cosas, a través de las palabras con las que las cosas son designadas. Sólo puede sostener que el hombre comunica un objeto a otros hombres, porque ello ocurre mediante la palabra con la cual designo una cosa. Esta concepción es la concepción burguesa de la lengua, cuya vacua inconsistencia resultará en seguida más clara. La teoría dice que el medio de comunicación es la palabra, que su objeto es la cosa y que su destinatario es el hombre. Mientras que la otra teoría no distingue ningún medio, ningún objeto, ningún destinatario de la comunicación. Dice: en el nombre el ser espiritual del hombre se comunica con Dios.

El nombre tiene en el campo de la lengua sólo este sentido y este significado incomparablemente alto: el de ser la esencia más íntima del lenguaje mismo. El hombre es aquello a través de lo cual no se comunica ya nada y en lo cual el lenguaje mismo se comunica absolutamente. En el hombre la esencia espiritual que se comunica es el lenguaje. Allí donde la esencia espiritual en su comunicación es el lenguaje mismo en su absoluta integridad, allí está el nombre solo. El nombre como patrimonio del lenguaje humano garantiza, por lo tanto, que el lenguaje humano es la esencia espiritual del hombre; y sólo por ello la esencia espiritual del hombre, el único entre todos los seres espirituales, es enteramente comunicable. Ello funda la diferencia entre el lenguaje humano y el de las cosas. Pero, dado que la esencia espiritual del hombre es el lenguaje mismo, el hombre no puede comunicarse a través de él, sino en él. La síntesis de la totalidad intensiva del lenguaje como esencia espiritual del hombre es el nombre. El hombre es aquel que nombra, y por ello vemos que habla el puro lenguaje. Toda naturaleza, en cuanto se comunica, se comunica en el lenguaje, y por lo tanto en última instancia en el hombre. Por ello el hombre es el señor de la naturaleza y puede nombrar las cosas. Sólo a través de la esencia lingüística de las cosas llega el hombre desde sí mismo al conocimiento de éstas: en el nombre. La creación de Dios se completa cuando las cosas reciben su nombre del hombre, de quien en el nombre habla sólo el lenguaje. Se puede definir el nombre como la lengua del lenguaje (con tal de que el genitivo no signifique la relación del instrumento sino de médium), y en este sentido ciertamente, puesto que habla en el nombre, el hombre es el portavoz del lenguaje y por ello mismo el único. En la designación del hombre como parlante (que es, según la Biblia, el dador de nombres: “toda denominación que el hombre pusiera a los seres vivientes, así se llamarán”) muchas lenguas encierran en sí este conocimiento metafísico.

Pero el hombre no es sólo la última proclamación, sino también la verdadera llamada del lenguaje. Aparece así en el nombre la ley esencial del lenguaje, para la cual expresarse y hablar a toda otra cosa es un mismo movimiento. El lenguaje –y en él un ser espiritual- se expresa puramente sólo cuando habla en el nombre, es decir en la denominación universal. Culmina así en el nombre la totalidad intensiva de la lengua como ser espiritual absolutamente comunicable, y la totalidad extensiva del lenguaje como ser universalmente comunicante (denominante). El lenguaje es imperfecto en su esencia comunicante, desde el punto de vista de su universalidad, cuando el ser espiritual que en él habla no es lingüístico, es decir, comunicable, en toda su estructura. Sólo el hombre tiene lenguaje perfecto en universalidad e intensidad.

Sólo ahora, sobre la base de este conocimiento, es posible plantear sin temor de confusión una pregunta que es de suma importancia metafísica, pero que en este contexto, por razones de claridad, se formula ante todo como cuestión terminológica. Se trata de si en el problema de la esencia espiritual –no sólo del hombre (puesto que ésta lo es necesariamente), sino también de las cosas-, la esencia espiritual en general puede ser definida, desde el punto de vista de la teoría del lenguaje, como lingüística. Si la esencia espiritual es idéntica a la lingüística, la cosa es, en esencia espiritual, médium de la comunicación, y aquello que en ella se comunica es –de acuerdo con la relación central- este mismo médium (el lenguaje). El lenguaje es entonces la esencia espiritual de las cosas. La esencia espiritual es por lo tanto puesta de antemano como comunicable o puesta más bien en la comunicabilidad misma, y la tesis que dice que la esencia lingüística de las cosas es idéntica a su esencia espiritual en cuanto ésta es comunicable se convierte, en el “en cuanto”, en una tautología. No hay un contenido del lenguaje; como comunicación la lengua comunica un ser espiritual, es decir, una comunicabilidad pura y simple. Las diferencias entre lenguajes son diferencias de médiums, que se distinguen, por así decirlo, por su densidad, es decir, gradualmente, y ello en el doble sentido de la densidad del comunicante (nominante) y del comunicado (nombre) en la comunicación. Estas dos esferas, distintas y sin embargo unidas en el lenguaje nominal de los hombres, se corresponden, como es obvio, constantemente.

De la equiparación del ser espiritual con el lingüístico, entre los que se distinguen sólo diferencias de grado, surge para la metafísica del lenguaje una gradación de toda la realidad espiritual en grados sucesivos. Esta gradación, que tiene lugar en la interioridad del ser espiritual mismo, no puede ser colocada bajo ninguna categoría superior y conduce por consiguiente a la gradación de todos los seres espirituales y lingüísticos en grados existenciales u ontológicos, tal como era familiar en la escolástica respecto de los seres espirituales. Pero la equiparación del ser espiritual con el lingüístico es metafísicamente tan importante para la teoría del lenguaje porque guía hacia un concepto que siempre ha aflorado de nuevo espontáneamente en el centro de la filosofía del lenguaje y ha constituido su más íntimo lazo con la filosofía de la religión. Es decir, al concepto de revelación. En el interior de toda creación lingüística se registra el contraste expresado y de lo expresable con lo inexpresable y lo inexpresado. En el análisis de este contraste se descubre, en la perspectiva de lo inexpresable, también el último ser espiritual. Ahora resulta claro que equiparando el ser espiritual con el lingüístico se llega a impugnar esta relación de proporcionalidad inversa entre los dos. Pues aquí la tesis dice: cuanto más profundo, es decir, cuanto más existente y más real es el espíritu, tanto más expresable y expresado resulta; es precisamente en el sentido de esta equiparación hacer la relación entre espíritu y lenguaje la relación unívoca por definición por lo cual la expresión lingüística más existente, es decir, más fijada, lo que es lingüísticamente más incisivo e inamovible o, en una palabra, lo más expresado, es a la vez lo espiritual puro. Pero justamente esto significa el concepto de revelación, al declarar la intangibilidad del verbo como condición única y suficiente y prueba de la divinidad del ser espiritual que en él se expresa. El supremo campo espiritual de la religión es (en el concepto de revelación) también el único que no conoce lo inexpresable. Porque es declarado en el nombre y se expresa como revelación. Pero aquí se advierte que sólo el ser espiritual supremo, tal como aparece en la religión, se apoya sobre el hombre y sobre la lengua, mientras que todo arte, sin excluir a la poesía, no se funda sobre la última el concepto fundamental y definitivo del espíritu lingüístico, sino sobre el espíritu lingüístico de las cosas, aún cuando ello sea en su más perfecta belleza. “El lenguaje, madre de la razón y revelación, su á y ú”, dice Hamann.

El lenguaje mismo no se halla perfectamente expresado en las cosas. Esta proposición tiene un sentido doble según su significado transmitido o sensible: los lenguajes de las cosas son imperfectos, y las cosas son mudas. A las cosas les está negado el puro principio formal lingüístico: el sonido de la voz. Pueden comunicarse entre ellas sólo mediante una comunidad más o menos material. Esta comunidad es inmediata e infinita como la de toda comunicación lingüística; y es mágica (puesto que hay también una magia de la materia). Lo incomparable del lenguaje humano es que su comunidad mágica con las cosas es inmaterial y puramente espiritual: de ahí que el símbolo sea el sonido de la voz. Este hecho simbólico es expresado por la Biblia al decir que Dios ha insuflado aliento al hombre: que es a la vez vida y espíritu y lenguaje.

Si a continuación se examina el lenguaje sobre la base de los dos primeros capítulos del Génesis, el objeto de ello no es una interpretación de la Biblia, ni se quiere considerar en este contexto la Biblia objetivamente como verdad revelada que sirva de base a la reflexión, sino que se busca indagar lo que resulta del texto bíblico en relación con la naturaleza del lenguaje mismo; y la Biblia, por ahora, es insustituible para tal fin, sólo porque estas reflexiones la siguen en el punto fundamental de que en ellas se presupone que el lenguaje es una realidad última, sólo analizable en su posterior despliegue, inexplicable y mística. La Biblia, en la medida en que se la considera como revelación, debe necesariamente desarrollar los hechos lingüísticos elementales. La segunda versión de la historia de la creación, que habla de la insuflación del aliento, refiere al mismo tiempo que el hombre ha sido hecho de barro. Es éste, en toda la historia de la creación, el único momento en que se habla de un material empleado por un creador en el cual él expresa su voluntad, que en todos los casos restantes es concebida como inmediatamente creadora. En esta segunda historia de la creación, la creación del hombre no se ha producido mediante la palabra (Dios lo dijo: y así fue), sino que a este hombre no creado por la palabra le es conferido el don del lenguaje, y se ve así alzado por encima de la naturaleza.

Pero esta singular revolución del acto de la creación en el punto en que se refiere al hombre se halla atestiguada con no menos claridad en la primera historia de la creación, y en contexto por completo distinto garantiza con la misma exactitud la especial relación entre hombre y lenguaje surgida de la creación. La variedad rítmica de los actos de creación del primer capítulo respeta sin embargo una especie de esquema fundamental del cual se aparta por completo sólo el de la creación del hombre. Es verdad que nunca se tiene –ni para el hombre ni para la naturaleza- una referencia explícita al material con que han sido creados; y si cada vez en las palabras “e hizo” puede pensarse en una creación a partir de la materia, ello constituye un problema que aquí dejaremos de lado. Pero el ritmo según el cual se cumple la creación de la naturaleza (según Génesis, 1) es: sea –hizo (creó)-, nombró. En actos aislados de creación (1,3; l, 11) aparece sólo el “sea”. En este “sea” y en el “nombró” al comienzo y al fin de los actos aparece en cada ocasión la profunda y clara relación del acto de la creación con el lenguaje. Ello comienza con la omnipotencia creadora del lenguaje, y al final el lenguaje se incorpora, por así decirlo, al objeto creado, lo nombra. El lenguaje es por otro lado lo que crea y lo que realiza, es el verbo y el nombre. En Dios el nombre es creador porque es verbo, y el verbo de Dios es conocedor porque es nombre. “Y vio Dios que estaba bien”, es decir: lo había conocido mediante el nombre. La relación absoluta del nombre con el conocimiento subsiste sólo en Dios, sólo en él el nombre, por ser íntimamente idéntico al verbo creador, es el puro medio del conocimiento. Es decir que Dios ha hecho las cosas cognoscibles en sus nombres. Pero el hombre las nomina a medida del conocimiento.

En la creación del hombre el triple ritmo de la creación de la naturaleza cede lugar a un esquema por completo distinto. En él el lenguaje tiene por lo tanto un valor diferente; la trinidad del acto es conservada también aquí, pero en el paralelismo de la distancia aparece más claramente: en el triple “creó” del versículo 1, 27, Dios no ha creado al hombre mediante el verbo y no lo ha nombrado. No ha querido someterlo al lenguaje, sino que en el hombre Dios ha dejado surgir libremente el lenguaje, que le había servido como medio para la creación. Dios reposó cuando hubo confiado a sí misma, en el hombre, la fuerza creadora. Esta fuerza, privada de su actualidad divina, se ha convertido en conocimiento. El hombre es conocedor del mismo lenguaje con el cual Dios es creador. Dios lo ha creado a su propia imagen, ha creado el conocedor a imagen del creador. Por lo cual la afirmación que dice que el ser espiritual del hombre es el lenguaje exige una aclaración. Su ser espiritual es el lenguaje en el cual ha acontecido la creación. la creación ha acontecido en el verbo, y la esencia lingüística de Dios es el verbo. Todo lenguaje humano es sólo reflejo del verbo en el nombre, el nombre se acerca tan poco al verbo como el conocimiento a la creación. La infinitud de todo lenguaje humano es siempre de orden limitado y analítico en comparación con la infinitud absoluta, ilimitada y creadora del verbo divino.

La más profunda imagen de esta palabra divina es el punto en el cual el lenguaje humano realiza la más íntima participación con la infinitud divina del simple verbo, el punto en el cual no es palabra finita y en el cual no puede producirse conocimiento: en el nombre humano. La teoría del nombre propio es la teoría de los límites del lenguaje finito respecto de aquella finitud. De todos los seres el hombre es el único que nombra él mismo a sus semejantes, así como es el único a quien Dios no ha nombrado. Será quizá audaz pero no imposible citar en este contexto el versículo 2, 20 en su segunda mitad: que el hombre nombró todos los seres, “mas para el hombre no encontró ayuda semejante a él”. Como, por lo demás, Adán, apenas ha recibido una mujer, la nombra. (“Hembra” en el segundo capítulo, Eva en el tercero). Con la asignación del nombre, los progenitores consagran a sus hijos a Dios; al nombre que dan no le corresponde –en sentido metafísico y no etimológico- ningún conocimiento, como lo prueba el hecho de que nombran a sus hijos en seguida de nacer. Y con un sentido riguroso ningún hombre debería responder al nombre (según su significado etimológico), puesto que el nombre propio es verbo de Dios en sonidos humanos. Mediante el nombre se garantiza s cada hombre su creación por obra de Dios, y en este sentido el nombre del creador, tal como la sabiduría mitológica lo dice en la tesis (que se reencuentra no a menudo) de que el nombre es el destino del hombre. El nombre propio es la comunidad del hombre con la palabra creadora de Dios. (No es este el único caso, y el hombre conoce aún otra comunidad lingüística con el verbo divino). Mediante la palabra el hombre se halla unido al lenguaje de las cosas. La palabra humana es el nombre de las cosas. Así no se puede plantear más la idea, que corresponde a la concepción burguesa del lenguaje, de que la palabra corresponda a la cosa casualmente, de que constituya un signo de las cosas (o de su conocimiento) puesto por una determinada convención. El lenguaje no brinda jamás puros signos. Pero resulta equívoca también la refutación de la teoría burguesa por parte de la teoría mística del lenguaje. Para ésta en efecto la palabra es sin más la esencia de la cosa. Ello es inexacto, porque la cosa en sí no tiene palabra: la cosa es creada por el verbo de Dios y conocida en su nombre según la palabra humana. Pero este conocimiento de la cosa no es una creación espontánea, no procede del lenguaje absolutamente, sin límites e infinitamente como ésta, sino que el nombre que el hombre da a la cosa depende de la forma en que la cosa se comunica con él. En el nombre la palabra de Dios no ha seguido siendo creadora, se ha convertido en parte receptiva, aunque ello sea en un sentido lingüístico. Esta receptividad se dirige al lenguaje de las cosas mismas, desde donde a su vez se irradia, sin sonido y en la muda magia de la naturaleza, la palabra divina.

Pero para reciprocidad y espontaneidad a la vez –tal como se encuentran, en esta conexión única, sólo en el campo lingüístico- el lenguaje posee un término propio, que vale también para esta receptividad que hay en el nombre para lo innominado. Es la traducción del lenguaje de las cosas al lenguaje de los hombres. Es necesario fundar el concepto de traducción en el estado más profundo de la teoría lingüística, puesto que dicho concepto es de magnitud demasiado amplia y grave para poder ser tratado en cualquier sentido a posteriori (como a veces se piensa). El concepto de traducción conquista su pleno significado cuando se comprende que todo lenguaje superior (con excepción de la palabra de Dios) puede ser considerado como traducción de todos los otros. Mediante dicha relación de los lenguajes como centros de espesor diverso se produce también la traductibilidad recíproca de los lenguajes. La traducción es la trasposición de un lenguaje a otro mediante una continuidad de transformaciones. La traducción rige espacios continuos de transformación y no abstractas regiones de igualdad y semejanza.

La traducción del lenguaje de las cosas al lenguaje de los hombres no es sólo traducción de lo mudo a lo sonoro, es la traducción de aquello que no tiene nombre al nombre. Es por lo tanto la traducción de un lenguaje imperfecto a un lenguaje más perfecto, y no puede menos que añadir algo, es decir, conocimiento. Pero la objetividad de esta traducción tiene su garantía en Dios. Puesto que Dios ha creado las cosas, el verbo creador en ellas es el germen del nombre que las conoce, así como Dios al final llamó por su nombre a cada cosa, una vez que hubieron sido creadas. Pero evidentemente esta denominación es sólo la expresión de la identidad de la palabra divina y del nombre conocedor en Dios, y no la solución anticipada de la tarea que Dios asigna expresamente al hombre: la de nombrar las cosas. Al acoger el lenguaje mudo y sin nombre de las cosas y al traducirlo a los sonidos del nombre, el hombre cumple tal tarea. Esta tarea sería insoluble si el lenguaje de los nombres del hombre y aquella sin nombres de las cosas no estuviesen emparentadas en Dios, emitidas por el mismo verbo creador, que se ha convertido en las cosas en comunicación de la materia en mágica afinidad, y en el hombre en lenguaje del conocimiento y del nombre del espíritu bienaventurado. Hamann dice: “Todo lo que el hombre originbariamente ha oído, todo lo que ha visto con sus ojos y todo lo que sus manos han tocado era palabra viviente, puesto que Dios era la palabra. Con esta palabra en la boca y en el corazón, el origen del lenguaje era tan natural, fácil y espontáneo como un juego de niños”. El pintor Müller, en su poema El despertar de Adán y las primeras noches bienaventuradas, hace que Dios incite al hombre a la tarea de la asignación de los nombres mediante estas palabras: “Aduéñate de la tierra, hombre, perfecciónate contemplando, perfecciónate con la palabra”. En esta alianza de visión y nominación se expresa íntimamente la muda comunicación de las cosas (de los animales) con el lenguaje verbal de los hombres, que las acoge en el nombre. En el mismo capítulo del poema el conocimiento de que sólo el verbo con el cual las cosas han sido hechas permite al hombre nombrarlas, comunicándose –aunque mudamente- con los diversos lenguajes de los animales, se halla expresado en esta imagen: Dios hace a los animales, uno después de otro, una señal para que se presenten ante el hombre para ser nombrados. Así, en forma casi sublime, la comunidad lingüística de la criatura muda con Dios se ve expresada en la imagen de la señal.

La palabra muda de las cosas es tan infinitamente inferior a la palabra denominante del conocimiento del hombre como ésta lo es, a su vez, a la palabra creadora de Dios; esto constituye el fundamento de la pluralidad de los lenguajes humanos. El lenguaje de las cosas puede pasar al lenguaje del conocimiento y del nombre sólo en la traducción: y tantas traducciones, tantos lenguajes, apenas el hombre cae del estado paradisíaco en que conocían un solo lenguaje. (Es verdad que según la Biblia esta consecuencia de la expulsión del paraíso se cumple sólo a continuación). El lenguaje paradisíaco del hombre no puede no ser perfectamente conocedor, mientras que luego cada conocimiento vuelve a diferenciarse infinitamente en la variedad de las lenguas y debía necesariamente diferenciarse, en un estadio inferior como creación en el nombre. Que el lenguaje del paraíso era perfectamente conocedor es algo que no puede ocultar ni siquiera la presencia del árbol del conocimiento. Sus frutos deberían dar el conocimiento de lo que es bueno y de lo que es malo. Pero Dios ya había conocido en el séptimo día con las palabras de la creación: “Y he aquí que era muy bueno”. El conocimiento que da la serpiente con su seducción, el saber de lo que es bien y mal, carece de nombre. Ese saber, en el sentido más profundo, carece de existencia y valor y es el único mal que conoce el estado paradisíaco. El saber del bien y del mal abandona el nombre, es un conocimiento extrínseco, la imitación improductiva del verbo creador. El nombre sale de sí mismo en este conocimiento: el pecado original es el acto de nacimiento de la palabra humana, en el cual el nombre no vive ya más intacto, es la palabra que ha salido fuera del lenguaje nominal, conocedor, y casi podría decir: que ha salido de la propia magia inmanente para convertirse en expresamente mágica. La palabra debe comunicar algo (fuera de sí misma). Tal es el verdadero pecado original del espíritu lingüístico. La palabra exteriormente comunicante, casi una parodia de la palabra expresamente mediatizada en relación con la palabra inmediata, del verbo creador divino, es la ruina del bienaventurado espíritu lingüístico, del espíritu adánico, que se encuentra en ella. Pues en efecto, entre la palabra que conoce, según la promesa de la serpiente, el bien y el mal, y la palabra exteriormente comunicante hay una fundamental identidad. El conocimiento de las cosas está fundado en el nombre, mientras que el del bien y del mal es –en el sentido profundo en el cual Kierkegaard entiende este término- “charla”, y conoce sólo una purificación y elevación, a la cual ha estado sometido el hombre charlatán, el pecador: el juicio. Sin duda, para la palabra que juzga, el conocimiento del bien y del mal es inmediato. Su magia es diversa de la del nombre, pero es igualmente magia. Esta palabra que juzga expulsa a los primeros hombres del paraíso; ellos mismos la han provocado según una eterna ley por la cual esta palabra juzgadora castiga y espera que la provoquen como la única y más profunda culpa. En el pecado original, al haber sido ofendida la pureza eterna del nombre, se alzó la más severa pureza de la palabra juzgadora, del juicio. Respecto del nexo fundamental del lenguaje tiene un efecto o significado triple (para callar sobre el que tiene en otros sentidos). En cuanto el hombre sale del puro lenguaje del nombre, hace del lenguaje un medio (para un conocimiento inadecuado al nombre) y por lo tanto también –al menos en parte- una simple señal o signo, lo cual tiene luego como consecuencia la pluralidad de los lenguajes. El segundo efecto consiste en el pecado original –como repristinación de la inmediatez en él mancillada del nombre- surge una nueva magia, la del juicio, que ya no reposa bienaventuradamente en sí misma. El tercer significado, que puede acaso ser arriesgado como hipótesis, es que también el origen de la abstracción como facultad del espíritu lingüístico sea buscado en el pecado original. Bien y mal son, en efecto, como innominables, sin nombre, fuera del lenguaje nominal, que el hombre abandona justamente en el abismo de esta pregunta. Pero el nombre, en la lengua existente, es sólo el terreno en el cual tienen sus raíces sus elementos concretos. Pero los elementos abstractos del lenguaje –como se puede tal vez suponer- tienen sus raíces en la palabra juzgadora, en el juicio. La inmediatez (es decir, la raíz lingüística) de la comunicabilidad de la abstracción está radicada en el veredicto juzgador. Esta inmediatez en la comunicación de la abstracción ha tomado la forma del juicio cuando el hombre abandonó, en la caída, la inmediatez en la comunicación de lo concreto, del nombre, y cayó en el abismo de la mediatización de toda comunicación de la palabra como medio, de la palabra vana: en el abismo de la charla. Puesto que –es preciso decirlo de una vez- charla fue la pregunta sobre el bien y el mal en el mundo después de la creación. el árbol del conocimiento no estaba en el jardín de Dios para informaciones que hubiera podido dar sobre la interrogación. Esta grandiosa ironía es la marca del origen mítico del derecho.

Después de la caída, que al hacer mediato el lenguaje había plantado las bases de su pluralidad, no había más que un paso para llegar a la confusión de los lenguajes. Dado que los hombres habían ofendido la pureza del nombre, bastaba sólo que se cumpliese el apartamiento de aquella contemplación de las cosas mediante la cual el lenguaje se éstas pasó al hombre, para que les fuese quitada a los hombres la base común del ya quebrantado espíritu lingüístico. Los signos deben confundirse donde las cosas se complican. Al sometimiento del lenguaje a la charla sigue el sometimiento de las cosas a la locura casi como una consecuencia inevitable. En esta separación respecto de las cosas, que era la esclavitud, surgió el plano de la torre de Babel y con él la confusión de las lenguas.

La vida del hombre en el puro espíritu lingüístico era bienaventurada. Pero la naturaleza es muda. Se puede advertir claramente en el segundo capítulo del Génesis que esta naturaleza muda, nombrada por el hombre, se convirtió también ella en bienaventuranza, aunque de grado inferior. En el poema del pintor Müller, Adán dice a los animales que se alejan de él después de haber sido nombrados: “y vi la nobleza con que se alejaban de mí, porque el hombre les había dado un nombre”. Pero, tras la caída, con la palabra de Dios que maldice el campo, el aspecto de la naturaleza se transforma profundamente. Comienza su otro mutismo, al que aludimos al hablar de la profunda tristeza de la naturaleza. Es una verdad metafísica la que dice que toda la naturaleza se pondría a lamentarse si le fuese dada la palabra. (Donde “dar la palabra” es algo más que “hacer que pueda hablar”). Esta proposición tiene un doble significado. Significa ante todo que la naturaleza lloraría sobre el lenguaje mismo. La incapacidad de hablar es el gran dolor de la naturaleza (y para redimirla está la vida y el lenguaje del hombre en la naturaleza, y no sólo, como se supone, del poeta). Segundo: esa proposición dice que la naturaleza se lamentaría. Pero el lamento es la expresión más indiferenciada, impotente, del lenguaje, que contiene casi sólo el aliento sensible; y dondequiera que un árbol susurre se oye a la vez un lamento. La naturaleza es triste porque es muda. Vive en toda tristeza la más profunda tendencia al silencio, y esto es infinitamente más que incapacidad o mala voluntad para la comunicación. Lo que es triste se siente enteramente conocido por lo incognoscible. Ser nombrado –incluso cuando quien nombra es un bienaventurado y similar a Dios- sigue siendo siempre quizás un presagio de tristeza. Pero cuanto más acontece esto cuando se es nombrado no sólo por el bienaventurado lenguaje paradisíaco de los nombres, sino por las cien lenguas de los hombres, en las que el hombre está ya desflorado, y que, sin embargo, por decreto de Dios, conocen las cosas. Las cosas no tienen nombres propios más que en Dios. Pues Dios las ha evocado en el verbo creador con sus nombres propios. Pero en el lenguaje de los hombres las cosas son superdenominadas. En la relación de los lenguajes de los hombres con el de las cosas hay algo que se puede definir aproximadamente como “superdenominación” o excesos de denominación: superdenominación como último fundamento lingüístico de toda tristeza y (desde el punto de vista de las cosas) de todo enmudecimiento. La superdenominación como esencia lingüística de la tristeza nos lleva a otro aspecto notable del lenguaje: a la superdenominación o determinación excesiva que rige en la trágica relación entre los lenguajes de los hombres parlantes.

Hay un lenguaje de la escultura, de la pintura, de la poesía. Como el lenguaje de la poesía está fundado –y si bien no sólo, sin embargo siempre- en el lenguaje nominal del hombre, se puede muy bien pensar que el lenguaje de la escultura o de la pintura esté fundado en ciertas especies de lenguajes de las cosas y que se realice en ellos una traducción del lenguaje de las cosas a un lenguaje infinitamente superior y sin embargo quizás aun de la misma esfera. Se trata aquí de lenguajes no nominales, no acústicos, de lenguajes de la materia, respecto de los que es preciso pensar en la afinidad material de las cosas en su comunicación.

Por lo demás, la comunicación de las cosas es sin duda de un género tal de comunidad que abraza al mundo entero como una totalidad indivisa.

Para el conocimiento de las formas artísticas es válida la tentativa de concebirlas a todas como lenguajes y de buscar su relación con lenguajes naturales. Un ejemplo que se ofrece inmediatamente, porque está tomado de la esfera acústica, es la afinidad del canto con el lenguaje de los pájaros. Por lo demás, es cierto que el lenguaje del arte se deja entender sólo en estrecha relación con la teoría de los signos. Teoría sin la cual toda filosofía del lenguaje no pasa de ser fragmentaria, pues la relación entre lenguaje y signo (de la cual la relación entre lenguaje humano y escritura constituye sólo un ejemplo particularísimo) es original y fundamental.

Ello permite definir otro contraste que atraviesa el entero campo del lenguaje y presenta importantes relaciones con el que se ha mencionado entre lenguaje en sentido estricto y signo, pero no coincide total y simplemente con él. Pues el lenguaje no es nunca sólo comunicación de lo comunicable, sino también símbolo de lo no comunicable. Este aspecto simbólico del lenguaje está ligado con su relación con el signo, pero se extiende en ciertos aspectos también al nombre y al juicio. Éstos tienen no sólo una función comunicante, sino también, con toda probabilidad, una función simbólica en estrecha relación con la primera, cosa que aquí, por lo menos expresamente, no hemos indicado.

Que así, después de estas consideraciones, un concepto depurado del lenguaje, pese a lo imperfecto que aún pueda ser. El lenguaje de un ser es el medium en el cual se comunica su ser espiritual. El río ininterrumpido de esta comunicación atraviesa toda la naturaleza desde el ínfimo existente hasta el hombre y desde el hombre hasta Dios. El hombre se comunica con Dios mediante el nombre que da a la naturaleza y a sus semejantes (en el nombre propio) y da a la naturaleza el nombre según la comunicación que recibe de ella, porque incluso la entera naturaleza se halla atravesada por un lenguaje mudo y sin nombre, residuo del verbo creador de Dios, que se ha conservado en el hombre como nombre conocedor y –sobre el hombre- como sentencia juzgadora. El lenguaje de la naturaleza puede ser comparado con una consigna secreta que cada puesto transmite al otro en su propio lenguaje, aunque el contenido de la consigna es el lenguaje del puesto mismo. Todo lenguaje superior es traducción del inferior, hasta que se despliega, en la última claridad, la palabra de Dios, que es la unidad de este movimiento lingüístico.






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