LA
CRUZADA DE LOS NIÑOS
Marcel
Schwob, 1885 (Chaville, Haust-de-Seine, 23 de agosto de 1867 - París, 26 de febrero de 1905).
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Marcel Schwob |
Prólogo: Jorge Luis Borges, Buenos Aires, 1949.
Si un
viajero oriental -digamos, uno de los persas de Montesquieu- nos pidiera una
prueba del genio literario de Francia, no sería inevitable recurrir a las obras
de Montesquieu, o a los cien volúmenes de Voltaire. Nos bastaría repetir alguna
palabra feliz (arc-en-ciel o el
tremendo título de la historia de la primera cruzada: Gesta
Dei per Francos, que significa Hazañas
de Dios ejecutadas por medio de los
franceses. Gesta Dei per Francos; no menos asombrosas que estas
palabras fueron esas hazañas. En vano los perplejos historiadores han intentado
explicaciones de tipo racional, de tipo social, de tipo económico, de tipo
étnico; el hecho es que durante dos siglos la pasión de rescatar el santo sepulcro
dominó a las naciones de Occidente, no sin maravilla, tal vez, de su propia
razón. A fines del siglo XI, la voz de un ermitaño de Amiens -hombre de
mezquina estatura, de aire insignificante (persona
contemptibilis) y de ojos singularmente vivos- impulsa la
primera cruzada; las cimitarras y las máquinas de Jalil, a fines del XIII,
sellan en San Juan de Acre la octava.
Europa no
emprende otra; la misteriosa y larga pasión ha tocado a su fin; Europa se
distrae de recuperar el sepulcro de Cristo. Las cruzadas no fracasaron, dice
Ernest Barker, simplemente cesaron. Del frenesí que congregó tan vastos
ejércitos y planeó tan remotas operaciones, sólo quedaron unas pocas imágenes, que
se reflejarían, siglos después, en los tristes y límpidos espejos de la Gerusalemme: altos
jinetes revestidos de hierro, noches cargadas de leones, tierras de hechicería
y de soledad. Más dolorosa es otra imagen de incontables niños perdidos.
A principios
del siglo XIII, partieron de Alemania y de Francia dos expediciones de niños.
Creían poder atravesar a pie enjuto los mares. ¿No los autorizaban y protegían
las palabras del Evangelio Dejad que los niños
vengan a mí, y no los impidáis (Lucas 18:16); no había declarado el Señor
que basta la fe para mover una montaña (Mateo 17:20)? Esperanzados, ignorantes,
felices, se encaminaron a los puertos del Sur. El previsto milagro no
aconteció. Dios permitió que la columna francesa fuera secuestrada por
traficantes de esclavos y vendida en Egipto; la alemana se perdió y
desapareció, devorada por una bárbara geografía y (se conjetura) por
pestilencias. Quo devenirent ignoratur. Dicen que
un eco ha perdurado en la tradición del Gaitero de Hamelin.
En ciertos
libros del Indostán se lee que el universo no es otra cosa que un sueño de la
inmóvil divinidad que está indivisa en cada hombre; a fines del siglo XIX,
Marcel Schwob - creador, actor y espectador de este sueño- trata de volver a
soñar lo que había soñado hace muchos siglos, en soledades africanas y
asiáticas: la historia de los niños que anhelaron rescatar el sepulcro. No
ensayó, estoy seguro, la ansiosa arqueología de Flaubert; prefirió saturarse de
viejas páginas de Jacques de Vitry o de Ernoul y entregarse después a los
ejercicios de imaginar y de elegir. Soñó así ser el papa, ser el goliardo, ser
los tres niños, ser el clérigo. Aplicó a la tarea el método analítico de Robert
Browning, cuyo largo poema narrativo The Ring and the Book
(1868) nos revela a través de doce monólogos la intrincada historia de un
crimen, desde el punto de vista del asesino, de su víctima, de los testigos,
del abogado defensor, del fiscal, del juez, del mismo Robert Browning... Lalou (Littérature
francaise contemporaine, 282) ha
ponderado la "sobria precisión" con que Schwob refirió la
"ingenua leyenda"; yo agregaría que esa precisión no la hace menos
legendaria y menos patética. ¿No observó acaso Gibbon que lo patético suele
surgir de las circunstancias menudas?
Por aquellos tiempos, niños sin guía ni señor, se precipitaron desde pueblos y ciudades de todas las regiones hacia comarcas que se encontraban más allá del mar. Y cuando se les preguntaba a dónde corrían, ellos respondían: "A Jerusalén, a recuperar Tierra Santa"... Todavía se ignora dónde fue que llegaron. Pero muchos volvieron sobre sus pasos y al interrogárseles sobre la causa del viaje respondieron que no sabían. También, por aquel entonces, mujeres desnudas que no decían nada pasaban corriendo por las ciudades y los pueblos...
Relato del Goliardo
Yo, pobre
goliardo, clérigo miserable errabundo por los bosques y los caminos para
mendigar, en nombre de Nuestro Señor, mi pan cotidiano, vi un espectáculo
piadoso, y oí las palabras de los niñitos. Sé que mi vida no es muy santa, y
que he cedido a las tentaciones bajo los tilos del camino. Los hermanos que me
dan vino bien se dan cuenta de que estoy poco acostumbrado
a beber.
Pero no pertenezco a la secta de los que mutilan. Hay mentecatos que les sacan
los ojos a los pequeñuelos, les cortan las piernas y les atan las manos, con el
objeto de exhibirlos y de implorar la caridad. He aquí por qué tengo miedo al
ver todos estos niños. Sin duda, los defenderá Nuestro Señor. Hablo al acaso,
porque estoy lleno de alegría. Río de la primavera
y de lo que
vi. No es muy fuerte mi espíritu. Recibí la tonsura de clérigo a la edad de
diez años, y he olvidado las palabras latinas. Soy semejante a la langosta:
porque salto, aquí y allá, y zumbo, y a veces abro las alas de color, y mi
cabeza menuda está transparente y vacía. Dicen que San Juan se alimentaba de
langosta en el desierto. Sería necesario comer muchas. Pero San Juan de ningún
modo era un hombre como nosotros.
Estoy lleno
de adoración por San Juan, porque era vagabundo y decía palabras incoherentes. Me
parece que debieron ser más suaves. Este año, también es suave la primavera.
Nunca tuvo tantas flores pálidas y rosadas. Las praderas están lavadas recientemente.
Por todas partes resplandece la sangre de Nuestro Señor en los setos. Nuestro
Señor Jesús es color de azucena, pero su sangre es bermeja. ¿Por qué? No lo sé.
Esto debe de estar en algún pergamino. Si yo hubiese sido experto en letras, tendría
pergamino, y escribiría en él. De este modo comería muy bien todas las noches.
Iría a los conventos a rogar por los hermanos muertos e inscribiría sus nombres
en mi rollo. Transportaría mi rollo de los muertos, de una abadía a la otra. Es
una cosa que agrada a nuestros hermanos. Pero ignoro los nombres de mis
hermanos muertos. Puede ser que Nuestro Señor tampoco se cuide mucho de
saberlos. Me pareció que todos estos niños no tenían nombres. Es seguro que los
prefiere Nuestro Señor Jesús. Llenaban el camino como un enjambre de abejas blancas.
No sé de dónde venían. Eran pequeños peregrinos. Tenían bordones de avellano y
de álamo. Llevaban la cruz a la espalda; y todas estas cruces eran de
innumerables colores. Las vi verdes, que debieron de estar hechas con hojas
cosidas. Son niños salvajes e ignorantes. Vagan no sé hacia donde. Tienen fe en
Jerusalén. Pienso que Jerusalén está lejos, y que Nuestro Señor debe estar más
cerca de nosotros. No llegarán a Jerusalén. Pero Jerusalén llegará a ellos.
Como a mí. El fin de todas las cosas santas radica en la alegría. Nuestro Señor
está aquí, en esta espina enrojecida, y en mi boca, y en mi pobre palabra.
Porque pienso en él y su sepulcro está en mi pensamiento. Amén. Me acostaré
aquí bajo el sol. Es un sitio santo. Los pies de Nuestro Señor santificaron
todos los lugares. Dormiré. Que Jesús haga dormir en la noche a todos estos
niñitos blancos que llevan la cruz. En verdad, yo se lo digo. Tengo mucho
sueño. Yo se lo digo, en verdad, porque tal vez él no los ha visto, y debe
velar por los niñitos. La hora del mediodía pesa sobre mí. Todas las cosas son
blancas. Así sea. Amén.
Relato del Leproso
Si deseáis
comprender lo que quiero deciros, sabed que tengo la cabeza cubierta con un
capuchón blanco y que agito una matraca de madera dura. Ya no sé cómo es mi
rostro, pero tengo miedo de mis manos. Van ante mí como bestias escamosas y
lívidas. Quisiera cortármelas. Tengo vergüenza de lo que tocan. Me parece que
hacen desfallecer los frutos rojos que tomo; y creo que bajo ellas se marchitan
las raíces que arranco. Domine ceterorum libera
me! El Salvador no expió mi pálido pecado. Estoy olvidado
hasta la resurrección. Como el sapo empotrado al frío de la luna en una piedra
oscura, permaneceré encerrado en mi escoria odiosa cuando los otros se levanten
con su cuerpo claro. Domine ceterorum fac me
liberum: leprosus sum. Soy solitario y tengo horror. Sólo mis
dientes han conservado su blancura natural. Los animales se asustan, y mi alma
quisiera huir. El día se aparta de mí. Hace mil doscientos doce años que su
Salvador los salvó, y no ha tenido piedad de mí. No fui tocado con la sangrienta
lanza que lo atravesó. Tal vez la sangre del Señor de los otros me habría
curado. Sueño a menudo con la sangre; podría morder con mis dientes; son
blancos. Puesto que Él no ha querido dármelo, tengo avidez de tomar lo que le
pertenece. He aquí por qué aceché a los niños que descendían del país de
Vendome hacia esta selva del Loira. Tenían cruces y estaban sometidos a Él. Sus
cuerpos eran Su cuerpo y Él no me ha hecho parte de su cuerpo. Me rodea en la
tierra una condenación pálida. Aceché, para chupar en el cuello de uno de sus hijos,
sangre inocente. Et caro nova fiet in die irae. El día del
terror será mi nueva carne. Y tras de los otros caminaba un niño fresco de
cabellos rojos. Lo vi; salté de improviso; le tomé la boca con mis manos
espantosas. Sólo estaba vestido con una camisa ruda; tenía desnudos los pies y
sus ojos permanecieron plácidos. Me contempló sin asombro. Entonces, sabiendo
que no gritaría, tuve el deseo de escuchar todavía una voz humana y quité mis manos
de su boca, y él no se la enjugó. Y sus ojos estaban en otra parte.
-¿Quién
eres?, le dije.
-Johannes el
Teutón, respondió. Y sus palabras eran límpidas y saludables.
-¿A dónde
vas?, repliqué. Y él respondió:
-A
Jerusalén, para conquistar la Tierra Santa.
Entonces me
puse a reír, y le pregunté:
-¿Quién es
tu Señor? Y él me dijo:
-No lo sé;
es blanco.
Y esta
palabra me llenó de furor, y abrí la boca bajo mi capuchón, y me incliné hacia
su cuello fresco, y no retrocedió, y yo le dije:
-¿Por qué no
tienes miedo de mí? Y él dijo:
-¿Por qué
habría de tener miedo de ti, hombre blanco?
Entonces me
inundaron grandes lágrimas, y me tendí en el suelo, y besé la tierra con mis
labios terribles, y grité:
-¡Porque soy
leproso! Y el niño teutón me contempló, y dijo límpidamente:
-No lo sé. ¡No
tuvo miedo de mí! ¡No tuvo miedo de mí! Mi monstruosa blancura es semejante
para él a la del Señor. Y tomé un puñado de hierba y enjugué su boca y sus
manos. Y le dije.
-Ve en paz
hacia tu Señor blanco, y dile que me ha olvidado.
Y el niño me
miró sin decir nada. Lo acompañé fuera de lo negro de esta selva. Caminaba sin
temblar. Vi desaparecer a lo lejos sus cabellos rojos en el sol. ¡Domine
infantium, libera me! ¡Que el sonido de mi matraca de madera
llegue hasta ti, como el puro sonido de las campanas! ¡Maestro de los que no
saben, libértame!
Relato del Papa
Inocencio III
Lejos del
incienso y de las casullas, puedo muy fácilmente hablarle a Dios en esta cámara
desdorada de mi palacio. Aquí es donde vengo a pensar en mi vejez, sin que me
sostengan bajo los brazos. Durante la misa se eleva mi corazón y mi cuerpo se enerva;
el cintilar del vino sagrado llena mis ojos, y mi pensamiento se lubrica con
los aceites preciosos; pero en este lugar solitario de mi basílica, puedo
inclinarme bajo mi fatiga terrestre. ¡Ecce homo! Porque de
ningún modo el Señor debe escuchar verdaderamente la voz de sus sacerdotes a
través de la pompa de los mandamientos y de las bulas; y sin duda ni la
púrpura, ni las joyas, ni las pinturas le agradan; pero en esta pequeña celda
acaso tenga piedad de mi imperfecto balbuceo. Señor, soy muy viejo, y heme
aquí, vestido de blanco ante ti, y mi nombre es Inocencio, y tú sabes que no sé
nada. Perdóname mi papado, porque fue instituido, y yo lo sufrí. No fui yo el
que ordenó los honores. Me agrada más ver tu sol por esta ventana redonda que
en los reflejos magníficos de mis vidrieras de colores. Déjame gemir como
cualquier viejo y volver hacia ti este rostro pálido y arrugado que levanto
penosamente por encima de las olas de la noche eterna. Los anillos se deslizan
por mis dedos enflaquecidos, como se escapan los últimos días de mi vida.
¡Dios mío!
soy tu vicario aquí, y hacia ti tiendo mi mano extenuada, llena del vino puro
de tu fe. Hay grandes crímenes. Hay muy grandes crímenes. Podemos darles la
absolución. Hay grandes herejías. Hay muy grandes herejías. Debemos castigar las
implacablemente. A esta hora en que me arrodillo, blanco, en esta blanca celda
desdorada, sufro una inmensa angustia, Señor, no sabiendo si los crímenes y las
herejías son del pomposo dominio de mi papado o del pequeño círculo de luz en
el cual un hombre viejo une sencillamente sus manos. Y también, me encuentro
turbado en lo que se refiere a tu sepulcro. Siempre está rodeado de infieles.
No se ha sabido recobrarlo. Nadie ha dirigido tu cruz hacia la Tierra Santa;
estamos sumergidos en el entorpecimiento. Los caballeros han depuesto sus armas
y los reyes no saben ya mandar. Y yo, Señor, me acuso y golpeo mi pecho: soy
demasiado débil y demasiado viejo.
Sin embargo,
Señor, escucha este balbuceo trémulo que asciende fuera de esta pequeña celda
de mi basílica y aconséjame. Mis servidores me trajeron extrañas nuevas desde
el país de Flandes y de Alemania hasta las ciudades de Marsella y Génova. Van a
nacer sectas ignoradas. Se han visto correr por las ciudades mujeres desnudas
que no hablan. Estas mudas impúdicas señalan el cielo. Varios locos han
predicado la ruina en las plazas. Los ermitaños y los clérigos errantes
murmuran. Y no sé por qué sortilegio más de siete mil niños fueron sacados de
sus casas. Son siete mil en el camino y llevan la cruz y el bordón. No tienen
nada que comer; no tienen armas ningunas; son ineptos y nos avergüenzan. Son
ignorantes de toda verdadera religión. Mis servidores los han interrogado.
Responden que van a Jerusalén para conquistar la Tierra Santa. Mis servidores les
dijeron que no podrían atravesar el mar. Respondieron que el mar se separaría y
se desecaría para dejarlos pasar. Los buenos padres, piadosos y sabios, se
esforzaron por retenerlos. Rompieron durante la noche los cerrojos y
franquearon las murallas. Es lamentable. Señor, todos estos inocentes serán entregados
al naufragio y a los adoradores de Mahoma. Veo que el Sultán de Bagdad los
acecha en su palacio. Tiemblo al pensar que los marineros se apoderen de sus
cuerpos para venderlos.
Señor,
permíteme que te hable según las fórmulas de la religión. Esta cruzada de los
niños no es una obra piadosa. No podrá conquistar el Sepulcro para los
cristianos. Aumenta el número de los vagabundos que caminan en el límite de la
fe autorizada. Nuestros sacerdotes no pueden protegerla. Debemos creer que el
Maligno posee a estas pobres criaturas. Van en rebaño hacia el precipicio como
los cerdos en la montaña. El Maligno se apodera gustoso de los niños, Señor, como
lo sabes. En otro tiempo, revistió el aspecto de un cazador de ratas para atraer
con las notas de la música de su caramillo a los pequeñuelos de la ciudad de
Hamelin. Unos dicen que estos infortunados se ahogaron en el río Waser; otros,
que los encerró en el flanco de una montaña. Teme que Satán conduzca a todos
nuestros niños a los suplicios de los que no tienen nuestra fe. Señor, sabes
que no es bueno que se renueve la creencia. Tan pronto como apareció en la
zarza ardiente, la hiciste encerrar en un tabernáculo. Y cuando se escapó de
tus labios en el Gólgota, ordenaste que fuese encerrada en las píxides y las
custodias. Estos pequeños profetas derrumbarán el edificio de tu Iglesia. Es
necesario defenderla. ¿Es con menosprecio de tus consagrados, cómo usarán en tu
servicio sus albas y sus estolas, cómo resistirán duramente a las tentaciones
para vengarte, cómo recibirás a los que no saben lo que hacen? Debemos dejar
que vayan hacia ti los pequeñuelos, pero por el camino de tu fe. Señor, te
hablo según tus instituciones. Estos niños perecerán. No hagas que bajo
Inocencio se renueve el asesinato de los inocentes.
Perdóname
sin embargo, Dios mío, por haberte pedido consejo bajo la tierra. Se apodera de
mí el temblor de la vejez. Mira mis pobres manos. Soy un hombre viejo. Mi fe no
es ya la
de los
pequeñuelos. El oro de las paredes de esta celda está gastado por el tiempo.
Son blancas. El círculo de tu sol es blanco. Mi traje es blanco también, y mi
corazón desecado es puro. Lo digo según tu regla. Hay crímenes. Hay muy grandes
crímenes. Hay muy grandes herejías. Mi cabeza está vacilante de debilidad: tal
vez no sea necesario ni castigar ni absolver. La vida pasada hace titubear
nuestras resoluciones. No he visto ningún milagro. Ilumíname. ¿Esto es un
milagro? ¿Qué signo le diste? ¿Han llegado los tiempos? ¿Quieres que un hombre
muy viejo, como yo, sea semejante en su blancura a tus pequeñuelos cándidos?
¡Siete mil! Aunque su fe sea ignorante, ¿castigarás la ignorancia de siete mil
inocentes? También yo soy Inocente. Señor, soy inocente como ellos. No me
castigues en mi extrema vejez. Los largos años me enseñaron que este rebaño de
niños no puede triunfar. Sin embargo, Señor, ¿es un milagro? Mi celda continúa
apacible, como en otras meditaciones. Sé que no es necesario implorarte, para
que te manifiestes; pero yo, desde lo alto de mi extrema vejez, desde lo alto
de tu papado, te suplico. Instrúyeme, porque no sé. Señor, son tus pequeños
inocentes. Y yo, Inocencio, no sé, no sé.
Relato de los Tres Pequeñuelos
Nosotros
tres, Nicolás que no sabe hablar, Alain y Dionisio, salimos a los caminos para
llegar a Jerusalén. Hace largo tiempo que vagamos. Voces ignotas nos llamaron
en la noche. Llamaban a todos los pequeñuelos. Eran como las voces de los pájaros
muertos durante el invierno. Y al principio vimos muchos pobres pájaros
extendidos en la tierra helada, muchos pajaritos con el pecho rojo. Después
vimos las primeras flores y las primeras hojas y tejimos cruces. Cantamos ante
las aldeas, como acostumbrábamos hacerlo en el año nuevo. Y todos los niños corrían
hacia nosotros. Y avanzamos como un rebaño. Hubo hombres que nos maldijeron, no
conociendo al Señor. Hubo mujeres que nos retuvieron por los brazos y nos
interrogaban cubriendo de besos nuestros rostros. Y también hubo almas buenas,
que nos trajeron leche y frutas en escudillas de madera. Y todo el mundo tuvo
piedad de nosotros. Porque no saben a dónde vamos y no han escuchado las voces.
En la tierra
hay selvas espesas, y ríos, y montañas, y senderos llenos de zarzas. Y al fin
de la tierra se encuentra el mar que pronto cruzaremos. Y al fin del mar se
encuentra Jerusalén. No tenemos quien nos mande ni quien nos guíe. Pero todos
los caminos son buenos. Aunque no sabe hablar, Nicolás camina como nosotros,
Alain y Dionisio; y todas las tierras son parecidas, e igualmente peligrosas
para los niños. Por doquiera hay selvas espesas, y ríos, y montañas, y espinos.
Pero por todas partes las voces estarán con nosotros. Hay aquí un niño que se llama
Eustaquio, y que nació con los ojos cerrados. Mantiene los brazos tendidos y
sonríe. Nosotros no vemos más que él. Una pequeñuela lo conduce y le lleva su
cruz. Se llama Allys. No habla nunca y no llora jamás; tiene fijos los ojos en
los pies de Eustaquio, para sostenerlo en sus tropiezos. Todos los queremos a
los dos. Eustaquio no podrá ver las santas lámparas del sepulcro. Pero Allys le
tomará las manos para hacerle tocar las losas de la tumba.
¡Oh! qué
bellas son las cosas de la tierra. No nos acordamos de nada, porque nada aprendimos
nunca. Sin embargo, hemos visto árboles viejos y rocas rojas. Algunas veces
atravesamos por largas tinieblas. Otras, caminamos hasta la noche por claras
praderas. Hemos gritado el nombre de Jesús al oído de Nicolás, y él lo conoce
bien. Pero no sabe pronunciarlo. Se regocija con nosotros de lo que vemos.
Porque sus labios pueden abrirse para la alegría, y nos acaricia la espalda. Y
de este modo no son desgraciados: porque Allys vela por Eustaquio y nosotros,
Alain y
Dionisio, velamos por Nicolás.
Se nos dijo
que encontraríamos en los bosques ogros y hechiceros. Estas son mentiras. Nadie
nos ha espantado; nadie nos ha hecho daño. Los solitarios y los enfermos vienen
a vernos, y las ancianas encienden luces para nosotros en las cabañas. Tocan
por nosotros las campanas de las iglesias. Los campanarios se empinan desde los
surcos para espiarnos. También nos miran los animales y no huyen. Y desde que
caminamos, el sol se ha tornado más caliente, y no recogemos ya las mismas flores.
Pero todos los tallos se pueden tejer en las mismas formas, y nuestras cruces
son siempre frescas. De este modo tenemos grandes esperanzas, y pronto veremos
el mar azul. Y al extremo del mar azul está Jerusalén. Y el Señor dejará llegar
a su tumba a todos los pequeñuelos. Y las voces ignotas se tornarán alegres en
la noche.
Relato de
Francisco Longuejoue, Clérigo
Hoy, décimo quinto día del mes de septiembre, del
año después de la encarnación de Nuestro Señor de mil docientos y doce, se
llegaron a la oficina de mi señor Hugo Ferré muchos niños que solicitaban atravesar
el mar para ir a ver el Santo Sepulcro. Y porque el dicho Ferré no tiene
suficientes naves mercantes en el puerto de Marsella, me ha encomendado de
requerir a maese Guillermo Porc, a fin de completar el número. Los patrones
Hugo Ferré y Guillermo Porc conducirán las naves hasta Tierra Santa por el amor
de Nuestro Señor J. C. Hay, al presente, esparcidos en torno de la ciudad de
Marsella más de siete mil niños, algunos de los cuales hablan lenguas bárbaras.
Mis señores los concejales, temiendo justamente la escasez, se han reunido en
la casa de cabildos, donde previa deliberación, emplazaron a los dichos
patrones a fin de exhortarlos y suplicarles que envíen las naves con gran
diligencia. El mar no es al presente muy favorable a causa de los equinoccios;
pero hay que considerar que tal afluencia pudiera ser peligrosa para nuestra
buena ciudad, tanto más que estos niños están todos hambrientos por lo largo
del camino y no saben lo que hacen. Mandé llamar a los marineros al puerto, y
equipar las naves. A la hora de vísperas se podrá lanzarlas al agua. La
multitud de niños no está en la ciudad, pero recorre la playa juntando conchas
como recuerdos de viaje y han dicho que se asombran de las estrellas de mar y
piensan que cayeron vivas del cielo a fin de indicarles el camino del Señor. Y
de este acontecimiento extraordinario, he aquí lo que tengo que decir: primeramente,
que es de desearse que los patrones Hugo Ferré y Guillermo Porc conduzcan
prontamente fuera de nuestra ciudad esta turbulencia extranjera; segundo, que
el invierno ha sido muy rudo, por lo que la tierra está pobre este año, lo que
saben bastante mis señores los mercaderes; tercero, que no le avisaron a la
Iglesia del deseo de esta horda que viene del Norte, y que no se mezclará en la
locura de un ejército pueril (turba infantium). Y es conveniente alabar a los patrones Hugo Ferré
y Guillermo Porc, tanto por el amor que experimentan hacia nuestra buena ciudad
como por su sumisión a Nuestro Señor, enviando sus naves y convoyándolas por
este tiempo de equinoccio, y con gran peligro de ser atacados por los infieles
que surcan nuestro mar en sus falúas de Argelia y de Bujía.
Relato del
Kalandar
¡Gloria a
Dios! ¡Alabado sea el Profeta que me permitió ser pobre y vagar por las
ciudades invocando al Señor! ¡Tres veces benditos sean los santos compañeros de
Mohamed que instituyeron la orden divina a la que pertenezco! Porque soy
semejante a él cuando él fue arrojado a pedradas de la ciudad infame que no
deseo nombrar siquiera, y se refugió en una vida donde un esclavo cristiano
tuvo piedad de él, y le dio uvas, y fue tocado por las palabras de la fe al
declinar el día. ¡Dios es grande! Atravesé las ciudades de Mosul, y de Bagdad,
y de Basora, y conocí a Sala-ed-Din (Dios tenga su alma) y al sultán su hermano
Seif-ed-Din, y contemplé al Comendador de los Creyentes. Vivo muy bien con un
poco de arroz que mendigo y con agua que vierten en mi calabazo.
Mantengo la
pureza de mi cuerpo. Pero la pureza mayor reside en el alma. Está escrito que
el Profeta, antes de su misión, cayó profundamente adormecido al suelo. Y dos
hombres blancos descendieron a derecha e izquierda de su cuerpo permaneciendo
allí. Y el hombre blanco de la izquierda le hendió el pecho con un cuchillo de
oro, y sacó el corazón, del que exprimió la sangre negra. Y el hombre blanco de
la derecha le hendió el vientre con un cuchillo de oro, y sacó las vísceras que
purificó. Y colocaron las entrañas en su sitio, y desde entonces fue puro el
Profeta para anunciar la fe. Esta es una pureza sobrehumana que pertenece
principalmente a los seres angélicos. Sin embargo los niños también son puros. Tal
fue la pureza que deseó engendrar la adivinadora cuando percibió el halo en
torno de la cabeza del padre de Mohamed y quiso unirse a él. Pero el padre del
Profeta se unió a su mujer Aminah, y el halo desapareció de su frente, y la
adivinadora conoció así que Aminah acababa de concebir un ser puro. ¡Gloria a
Dios que purifica! Aquí, bajo el pórtico de este bazar, puedo descansar, y
saludaré a los que pasan. Hay ricos mercaderes de telas y de joyas que se
mantienen en cuclillas. He aquí un caftán que bien vale mil dinares. Yo, no
tengo necesidad de dinero y soy libre como un perro. ¡Gloria a Dios! Recuerdo,
ahora que estoy a la sombra, el principio de mi discurso. Primeramente, hablo
de Dios, fuera del cual no hay Dios, y de nuestro santo Profeta, que reveló la
fe, porque es el origen de todos los pensamientos, ya sea que salgan de la
boca, o que hayan sido trazados con ayuda del cálamo. En segundo lugar,
considero la pureza de que Dios dotó a los santos y a los ángeles. En tercer lugar,
reflexiono en la pureza de los niños. En efecto, acabo de ver un gran número de
niños cristianos que fueron comprados por el Comendador de los Creyentes. Los
vi por la carretera. Caminaban como un rebaño de carneros. Se dice que vienen
del país de Egipto, y que los navíos de los Francos los desembarcaron ahí.
Satán los poseía e intentaron atravesar el mar para ir a Jerusalén. ¡Gloria a
Dios! No fue permitido que se realizara semejante crueldad. Porque estos pobres
niños habrían muerto en el camino, sin ayuda ni víveres. Son por completo
inocentes. Y a su vista me arrojé a tierra, y golpeé el suelo con mi frente
alabando al Señor en voz alta. He aquí sin embargo cuál era el continente de
estos niños. Estaban vestidos de blanco, llevaban cruces cosidas sobre sus
vestidos. Parecían ignorar dónde se encontraban, y no demostraban aflicción.
Mantenían los ojos constantemente dirigidos a lo lejos. Noté que uno de ellos
era ciego y que una pequeñuela lo conducía de la mano. Muchos tienen cabellos
rojos y verdes pupilas. Son Francos que pertenecen al emperador de Roma. Adoran
falsamente al Profeta Jesús. El error de estos Francos es manifiesto. Desde
luego está probado, por los libros y milagros, que no hay otra palabra que la
de Mohamed. En seguida, Dios nos permita glorificarlo diariamente, y buscar
nuestra vida, y ordena a sus fieles que protejan nuestra orden. Por último, ha
rehusado la clarividencia a los niños que partieron de un país lejano, tentados
por Iblis, y él no se ha manifestado para advertírselos. Y si ellos no hubiesen
caído felizmente en las manos de los creyentes, habrían sido apresados por los
Adoradores del Fuego y encadenados en cuevas profundas. Y estos malditos los
habrían ofrecido en sacrificio a su ídolo devorador y odioso. ¡Alabado sea
nuestro Dios que hace bien todo lo que hace y que protege aun a los que no lo confiesan!
¡Dios es grande! Iré ahora a pedir mi parte de arroz en la tienda de este
orfebre, y a proclamar mi menosprecio por las riquezas. Si le place a Dios,
todos estos niños serán salvos por la fe.
Relato de la Pequeña Allys
Ya no puedo
caminar bien, porque estamos en un país ardiente, donde los hombres mentecatos
de Marsella nos trajeron. Y al principio fuimos sacudidos sobre el mar en un
día negro, en medio de los fuegos del cielo. Pero mi pequeño Eustaquio no sintió
miedo porque no vio nada y yo le tenía las dos manos. Lo quiero mucho, y vine
aquí a causa de él. Porque no sé a dónde vamos. Hace largo tiempo que partimos.
Los otros nos hablaban de la ciudad de Jerusalén, que está al extremo del mar,
y de Nuestro Señor que estará ahí para recibirnos. Y Eustaquio conocía bien a
Nuestro Señor Jesús; pero no sabía lo que es Jerusalén, ni una ciudad, ni la
mar. Huyó por obedecer a las voces y las escuchaba todas las noches. Las
escuchaba en la noche a causa del silencio, porque no distingue la noche del
día. Y me interrogaba acerca de estas voces, pero nada podía decirle. No sé
nada, y tengo pena solamente a causa de Eustaquio. Caminamos cerca de Nicolás,
y de Alain, y de Dionisio; pero ellos subieron a otro navío, y no todos los
navíos estaban allí cuando apareció de nuevo el sol. ¡Ay! ¿Qué les pasaría? Los
encontraremos cuando lleguemos cerca de Nuestro Señor. Está muy lejos todavía.
Se habla de un gran rey que nos hace venir, y que tiene en su poder la ciudad
de Jerusalén. En esta comarca todo es blanco, las casas y los vestidos, y el
rostro de las mujeres está cubierto con un velo. El pobre Eustaquio no puede
ver esta blancura, pero le hablo de ella y se regocija. Porque dice que es la
señal del fin. El Señor Jesús es blanco. La pequeña Allys está muy cansada;
pero tiene a Eustaquio de la mano, para que no caiga, y no le queda tiempo de
pensar en su fatiga. Descansaremos esta noche, y Allys dormirá, como de
costumbre, cerca de Eustaquio, y si no nos han abandonado las voces, tratará de
oírlas en la noche clara. Y tendrá de la mano a Eustaquio hasta el fin blanco
del gran viaje, porque es necesario que ella le muestre al Señor. Y seguramente
el Señor tendrá piedad de la paciencia de Eustaquio, y permitirá que Eustaquio
lo vea. Y tal vez entonces Eustaquio verá a la pequeña Allys.
Relato del Papa
Gregorio IX
He aquí el
mar devorador que parece inocente y azul. Sus pliegues son suaves y está orlado
de blanco, como un ropaje divino. Es un cielo líquido y están vivos sus astros.
Medito sobre él, desde este trono de rocas al que me hice traer en mi litera. Está
realmente en medio de las tierras de la cristiandad. Recibe el agua sagrada
donde el Anunciador lavó el pecado. En sus orillas se inclinaron todos los
rostros santos, y balanceó sus imágenes transparentes. Grande ungido
misterioso, que no tienes ni flujo ni reflujo, canción arrulladora de azul,
engastada en el anillo terrestre como una joya fluida, te interrogo con mis ojos.
¡Oh mar Mediterráneo, devuélveme a mis niños! ¿Por qué los apresaste?
No los
conocí. No fue acariciada mi vejez por sus frescos alientos. No vinieron a suplicarme
con sus tiernas bocas entreabiertas. Solos, como pequeños vagabundos, llenos de
una fe ciega y furiosa, se aventuraron hacia la tierra prometida y fueron aniquilados.
De Alemania y de Flandes, y de Francia y de Saboya y de Lombardía, vinieron hacia
tus olas pérfidas, mar santo, murmurando palabras confusas de adoración. Fueron
hasta la ciudad de Marsella; fueron hasta la ciudad de Génova. Y los llevaste
en naves sobre tu ancho dorso encrespado de espuma; y volviste y alargaste
hacia ellos tus brazos glaucos, y los has sepultado. Y a los demás, los
traicionaste, llevándolos hacia los infieles; y ahora suspiran en los palacios
de Oriente, cautivos de los adoradores de Mahoma.
En otro
tiempo, un orgulloso rey de Asia te hizo golpear con vergas y te cargó de
cadenas. ¡Oh mar Mediterráneo! ¿Quién te perdonará? Eres tristemente culpable.
A ti es al que acuso, a ti sólo, falsamente límpido y claro, mal espejo del
cielo; te emplazo para ante el trono del Altísimo, del que dependen todas las
cosas creadas. Mar consagrado, ¿qué has hecho de nuestros niños? Levanta hacia
El tus dedos trémulos de burbujas; agita tu innumerable risa purpúrea; haz
hablar a tu murmurio, y dale cuenta a Él.
Mudo por
todas tus bocas blancas que vienen a morir a mis pies sobre la playa, guardas
silencio. Hay en mi palacio de Roma una antigua celda desdorada, que el tiempo
hizo cándida como una alba. El pontífice Inocencio acostumbraba retraerse allí.
Se pretende que meditó largo tiempo sobre los niños y sobre su fe, y que pidió
una señal al Señor. Aquí, desde lo alto de este trono de rocas, en medio del
aire libre, declaro que este pontífice Inocencio tenía también una fe de niño,
y que sacudió en vano sus cabellos blancos. Soy mucho más viejo que Inocencio; soy
el más viejo de todos los vicarios que el Señor puso en la tierra, y apenas
comienzo a comprender. Dios no se manifiesta de ningún modo. ¿Asistió acaso a
su hijo en el Monte de los Olivos? ¿No lo abandonó en su angustia suprema? ¡Oh
locura pueril la de invocar su ayuda! Todo mal y toda prueba residen en
nosotros. Tiene perfecta confianza en la obra creada por sus manos. Y tú
traicionaste su confianza. Mar divino, que no te asombre mi lenguaje. Todas las
cosas son iguales ante el Señor. La soberbia razón de los hombres no vale más en
el valor del infinito que los ojillos radiados de uno de tus peces. Dios con cede
la misma parte al grano de arena y al emperador. El oro madura en la mina tan
impecablemente como el monje reflexiona en el monasterio. Las partes del mundo
son tan culpables unas como otras, cuando no siguen las líneas de la bondad;
porque proceden de Él. No hay a sus ojos piedras, ni plantas, ni animales, ni
nombres, sino creaciones. Veo todas estas cabezas blanquecinas que saltan por
encima de tus olas, y que se funden en tu agua; sólo un segundo se doran bajo
la luz del sol, y pueden ser condenadas o elegidas. La extrema vejez instruye
al orgullo e ilumina a la religión. Tengo tanta piedad por esta pequeña concha
de nácar como por mí mismo.
He aquí por
qué te acuso, mar devorador, que sepultaste a mis pequeñuelos. Acuérdate del
rey asiático por quien fuiste castigado. Pero éste no fue un rey centenario.
Los años no lo habían enseñado bastante. No podía comprender las cosas del Universo.
Yo no te castigaré. Porque mi queja y tu murmullo vendrían a morir al mismo
tiempo a los pies del Altísimo, como el rumor de tus aguas viene a morir a mis
plantas. ¡Oh mar Mediterráneo! te perdono y te absuelvo. Te doy la muy santa
absolución. Ve y no peques ya. Soy culpable como tú de faltas que no conozco.
Tú te confiesas incesantemente sobre la playa por tus mil labios dolientes, y
yo me confieso contigo, gran mar sagrado, por mis labios marchitos. Uno al otro
nos confesamos. Absuélveme y yo te absuelvo. Tornemos a la ignorancia y al candor.
Así sea. ¿Qué haré sobre la tierra? Habrá un monumento expiatorio, un monumento
para la fe ignorante. Las edades que vengan deben conocer nuestra piedad, y no
desesperar. Dios condujo hacia El a los niños cruzados, por el santo pecado del
mar; los inocentes fueron asesinados; los cuerpos de los inocentes tendrán un
asilo. Siete naves se hundieron en el arrecife de Reclus; yo construiré en esta
isla una iglesia de los Nuevos Inocentes y estableceré doce prebendados. Y tú
me devolverás los cuerpos de mis niños, mar inocente y constarás en las playas
de la isla; y los prebendados los colocarán en las criptas del templo; y
encenderán, encima, eternas lámparas donde arderán óleos santos, y mostrarán a
los viajeros piadosos todos estos huesecillos blancos esparcidos en la noche.