LOS DESVELOS DEL DOXÓGRAFO

La tradición doxográfica consistía en recopilar, de diversas maneras, las opiniones de terceros autores.
¿Es posible otra escritura?
En la historia, los nombres y las fechas son circunstanciales, mojones arbitrarios y consuelo de nuestras íntimas aspiraciones. Un nombre y una fecha no son más que una ilusión, que nos permite velarnos, espejarnos en el otro. Tal vez, para ocultar y evidenciar que no somos más que objetos tallados con la inmaterialidad de la palabra; objetos de sentido incierto, aunque a veces verosímil.
Somos hablados, decimos lo dicho. En el mejor de los casos armamos, con unas cuentas coloridas y los espejos que nos circundan, un universo de probabilidades imposible de explorar en una vida.
Sin embargo, hablamos. Nos hacemos a la mar en pos de Las Molucas demostrando que el encuentro, la metáfora, no es más que un accidente imprescindible.
La metáfora, multiplicadora de sentidos, siempre necesita del otro, que se los otorga. Se es dicho, bien o mal, pero se es dicho. Construcción colectiva, en la que el destino de cada letra que la forja ha extraviado la causalidad.
Somos meros vectores del lenguaje. Cada quien se las arregla, de alguna manera, con las voces que lo habitan. Todo otro ideal pareciera casi alucinado.

Jorge Pablo Yakoncick.







sábado, 30 de junio de 2012

Lo que es y no (es), según Parménides.


Parménides, “Fragmentos Probablemente Auténticos”, Los filósofos presocráticos, t. I, Gredos, Madrid, 1994. Traducción e introducción: Conrado Eggers Lan y Victoria E. Juliá.

Principales problemas que presenta el estudio de Parménides*
*Conrado Eggers Lan y Victoria E. Juliá.

En relación con los anteriores pensadores (…), y en espacial si lo comparamos con Heráclito –que es el que nos ha legado, entre esos filósofos ya tratados, mayor número de “fragmentos”, es decir, de presuntas citas textuales-, el panorama aparece un poco más despejado en Parménides, al menos en lo concerniente al estado del material con que podemos intentar reconstruir su pensamiento.
No es que no existan problemas de lectura de los manuscritos, ordenamiento de los textos, etc., pero ellos resultan, en principio, considerablemente menores por una razón de importancia: Parménides ha escrito en verso –más concretamente, ha hecho constante uso del llamado “hexámetro homérico”, y ha escrito una sola obra, con una cierta organización interna y un plan inclusive explicitados cuando menos dos veces. Poseemos, es verdad, sólo 19 fragmentos considerados “auténticos”, pero de uno de ellos (el primero) conservamos –gracias a Sexto Empírico- por lo menos 30 versos, a los cuales podemos sin mayor duda añadir otros 2 que (junto con los 2 últimos de la transcripción de Sexto) cita Simplicio; de otro de ellos (el octavo), Simplicio ha preservado, a través de su transcripción, nada menos que 61 versos. Los otros son más breves (uno de 9 versos, uno de 8, uno de 7, tres de 6, tres de 4, uno de 3, uno de 2 y seis de 1), pero los dos más extensos ofrecen pautas para su tratamiento. En efecto, hacia el final del primero, que tiene carácter de “proemio” se hace el anuncio de que se hablará de dos cosas: de la Verdad y de las opiniones humanas. El primero de esos temas es notoriamente abordado en el segundo fragmento y en la mayor parte del extenso octavo; al llegar al verso 50 de este último, con palabras parecidas a las del anuncio del plan hecho al fin del “proemio”, se nos avisa que hemos llegado al término del primer tema, y que pasamos ahora a enterarnos del segundo. De este segundo ya en el mismo fragmento octavo se nos enuncia sintéticamente el contenido, que es abordado en los restantes fragmentos que le siguen en la recopilación Diels-Kranz. Puede haber dudas (como las tiene, por ej., Hölscher) de que algún fragmento, que Diels ubicó originariamente en cuarto lugar pero Kranz –a nuestro juicio, correctamente- situó como segundo, corresponda al primer tema o al segundo. También los fragmentos sexto y séptimo presentan problemas de ubicación, lectura u ordenamiento, ya que el sexto nos es suministrado por Simplicio de una forma sumamente precaria, con un verso incompleto y por lo menos con la ausencia de otro; y de cualquier modo, con un contenido de insalvable contradicción a partir de dichos versos por sí solos. Esto ha llevado a algunos investigadores a buscar conjeturas que completen el verso incompleto y a imaginarse lo que podría contener la laguna. Este problema se repite en casi todos los fragmentos que han preservado un solo verso, por la dificultad de comprensión, especialmente en el caso del fragmento 13, donde todas las citas del mismo carecen de sujeto gramatical.
Pero además de estos problemas de lectura y ordenamiento de textos, se presentan, naturalmente, otros que afectan más a la “doctrina” propiamente dicha de Parménides. Uno de ellos atañe al sentido del plan anunciado en el proemio (cuyo carácter es también objeto de discusión), ya que todo el conjunto aparece como la revelación de una diosa, que es quien precisamente anuncia a Parménides –al menos, en la ficción poética, con el grado de verosimilitud que se le otorgue- que debe conocer tanto la Verdad como las opiniones. Nadie duda de que lo expuesto en la primera parte del poema debe considerarse como pensamiento de Parménides: como el aporte, en sentido estricto, de Parménides a la historia de la filosofía. La polémica se abre en toda su amplitud, en cambio, al tratar de establecer el papel que el discurso sobre las “opiniones de los mortales” tiene dentro del poema. Allí aparecen desde posiciones que consideran una mera ficción –en forma análoga a la que confieren al “proemio”- todo ese relato cosmogónico insinuado en esa sección que es la que más fragmentariamente y en forma más precaria conservamos, hasta las que la toman como un complemento indispensable de la primera, pasando por interpretaciones de matices muy diversos.
Y también dentro de cada una de las dos secciones del poema se presentan problemas, que atañen sobre todo a la primera, ya que en cuanto a la segunda dependen en buena medida de los que se haya resuelto sobre su sentido en el conjunto de la obra. Problemas gramaticales y estilísticos, como por ej. el relativo al sujeto de la forma verbal “es” que vemos repetidamente desde el fragmento 2 hasta el 8. O problemas filosóficos de fondo, como los de saber qué es este “Ser” o “Ente” o “Existente” (o, simplemente, “lo que es”) que hace por primera vez irrupción en la historia de la filosofía, y qué tiene que ver con el pensamiento de sus predecesores, y qué significan los distintos atributos y/o propiedades que se enumeran en el poema.

Parménides:

El Proemio del Poema*
*S. E., Adv. Math. VII 111 y Simpl., Del Cielo 557, 28.

Las yeguas que me llevan tan lejos como mi ánimo alcance
me transportaron cuando, al conducirme, me trajeron al camino, abundante en signos,
de la diosa, el cual guía en todo sentido al hombre que sabe.
Ahí fui enviado, pues ahí me llevaban las yeguas muy conocedoras,
tirando del carro, y las doncellas iban adelante en el camino.
Los ejes en los cubos (de las ruedas) despedían un sonido silbante
agudo y chispeante (pues era acelerado por dos ruedas bien
redondas por ambos lados), cuando con prisa me condujeron
las doncellas Helíades, tras abandonar la morada de la Noche,
hacia la luz, quitándose de la cabeza los velos con las manos.
Allí están las puertas de los senderos de la Noche y del Día,
y en torno a ellas un dintel y un umbral de piedra.
Ellas mismas, etéreas, están cubiertas por grandes hojas,
de las cuales Dike, la de abundantes penas, guarda las llaves de usos alternos;
hablándole con dulces palabras, las doncellas
la persuadieron sabiamente para que el cerrojo asegurado
quitara pronto de las puertas; entonces estas abrieron sus
hojas en gigantesco bostezo, con lo cual las jambas,
muy labradas en bronce, una tras otra giraron en los goznes
provistas de bisagras y pernos. Allí, a través de ellas,
las doncellas, siguiendo la ruta, derecho guiaron al carro y las yeguas.
Y la diosa me recibió benévola, tomó mi mano
derecha entre la suya, y me habló con estas palabras:
'¡Oh joven, que en compañía de inmortales aurigas
y las yeguas que te conducen llegas hasta nuestra morada,
bienvenido! Pues no es un hado funesto quien te ha enviado a andar
por este camino (esta apartado, en efecto, del paso de los hombres),
sino Temis y Dike. Y ahora es necesario que te enteres de todo:
por un lado, las opiniones de los mortales, para las cuales no hay fe verdadera.
Pero igualmente aprenderás también tales cosas; como lo que les parece
al penetrar todo, debe existir admisiblemente.'

El discurso de la verdad*
*Proclo, Timeo I 345, 18-20; Parm., 708, 16; Simpl., Fis. 116, 28-32 a 117, 1; 86, 27-28; 143, 31 a 144, 1; 117, 5 y 8-13; 145, 1-28 y 146, 1-24; Plot., V 1, 8; Clem., Strom. V 15; S. E., Adv. Math. VII 111.

“Pues bien, te diré, escucha con atención mi palabra,
cuáles son los únicos caminos de investigación que se puede pensar;
uno: que es y que no es posible no ser;
es el camino de la persuasión (acompaña, en efecto, a la Verdad);
el otro: que no es y que es necesario no ser.
Te mostraré que este sendero es por completo inescrutable;
no conocerás, en efecto, lo que no es (pues es inaccesible
ni lo mostrarás.”
“Pues (sólo) lo mismo puede ser y pensarse.”
“Observa cómo, estando ausentes, para el pensamiento las cosas están presentes.
Pues no se interrumpirá la cohesión del ente con el ente,
ya sea dispersándolo en todo sentido, totalmente en orden,
o bien combinándolo.”
“Común es para mí
aquello desde donde comienzo; pues allí volveré nuevamente.”
“Se debe decir y pensar lo que es; pues es posible ser,
mientras (a la) nada no le es posible (ser). Esto te ordeno que muestres.
Pues jamás se impondrá esto: que haya cosas que no sean.
Pero tú aparta el pensamiento de este camino de investigación
… en el cual los mortales que nada saben
deambulan, bicéfalos, de quienes la incapacidad guía en sus
pechos a la turbada inteligencia. Son llevados
como ciegos y sordos, estupefactos, gente que no sabe juzgar,
para quienes el ser y no ser pasa como lo mismo
y no lo mismo.”
“Ni te fuerce hacia este camino la costumbre muchas veces intentada
de dirigirte con la mirada perdida y con el oído aturdido
y con la lengua, sino juzga con la razón el muy debatido argumento
narrado por mí.”
“Un solo camino narrable
queda: que es. Y sobre este camino hay signos
abundantes: que, en tanto existe, es inengendrado e imperecedero;
íntegro, único en su género, inestremecible y realizado plenamente;
nunca fue ni será, puesto que es ahora, todo a la vez,
uno, continuo. Pues ¿qué génesis buscarás?
¿Cómo, de dónde habría crecido? De lo que no es, no te permito
que lo digas ni pienses, pues no se puede decir ni pensar
lo que no es. ¿Y qué necesidad lo habría impulsado
a nacer antes o después, partiendo de la nada?
Así es forzoso que exista absolutamente o que no (exista).
Jamás la fuerza de la fe concederá que de lo que es
se genere algo fuera de él, a causa de lo cual ni nacer
ni perecer le permite Dike, aflojándole las cadenas,
sino que lo mantiene. Pero la decisión acerca de estas cosas reside en esto:
es o no es. Ahora bien, está decidido, como lo (exige) la necesidad,
deja un (camino), impensable o innombrable (ya que no es un verdadero
camino), y (admitir) el otro que existe y es verdadero.
¿Cómo podría ser después lo que es? ¿Cómo se generaría?
Pues si se generó, no es, ni (es) ni ha de ser en algún momento futuro.
De tal modo, cesa la génesis y no se oye más de destrucción.
Tampoco es divisible, ya que es un todo homogéneo,
ni mayor en algún lado, lo que impediría su cohesión;
ni algo mayor, sino todo está lleno de ente; por ello
es un todo continuo, pues el ente se reúne con el ente.
Pero inmóvil en los límites de grandes ligaduras
existe sin comienzo ni fin, puesto que la génesis y la destrucción
se pierden a lo lejos, apartadas por la fe verdadera.
Lo mismo permanece en lo mismo, y descansa en sí mismo,
y así permanece firme en su posición; pues la poderosa Necesidad
lo mantiene en las ligaduras del límite, que lo rodea en su torno.
A causa de lo cual al ente no le es lícito ser inacabado,
pues no carece de nada: si (careciera de algo) el ente, carecería de todo.
(Lo que) puede pensarse es lo mismo que aquello por lo cual existe el pensamiento.
En efecto, fuera del ente –en el cual tiene consistencia lo dicho-
no hallarás al ente. Pues no hay ni habrá nada
ajeno aparte de lo que es; ya que el Hado lo ha forzado
a ser íntegro e inmóvil; por eso son todo nombres
que los mortales han impuesto, convencidos de que eran verdaderos:
generarse y perecer, ser y no (ser),
cambiar de lugar y mudar de color brillante.
Pero puesto que hay un límite último, es completo
en toda dirección, semejante a la masa de una esfera bien redonda,
equidistante del centro en todas direcciones; pues es forzoso
que no exista algo mayor ni algo menor aquí o allí.
No hay, en efecto, no-ente que le impida alcanzar
la homogeneidad, ni ente que de algún modo
sea aquí o allí mayor o menor, ya que es por completo incólume;
igual por todos lados, se encuentra en sus lados.
Con esto termino el discurso fidedigno y el pensamiento acerca de la verdad.

El discurso sobre las opiniones de los mortales*
*Simpl., Fis. 38, 31-32 a 39, 1-9; 180, 9-12; 39, 14-16 y 31, 15-17; 39, 18; Del Cielo 559, 21-24; 558, 9-11; Clem., Strom. V 138; Plut., Adv. Color. 1116a; De fac. In orbe lun. 929b; Teofr., De Sens. 3; Gal., In Epid. VI 48; y Celio Aurel., Morb. Chron. IV 9.

“Y ahora aprende las opiniones de los mortales,
escuchando el engañoso orden de las palabras.
Según sus pareceres han impuesto nombres a dos formas,
de las cuales no se puede (nombrar) a una sola: en eso se confunden.
Y las han discernido como opuestas en figura y les han puesto señales
Que las separan entre sí; allí el etéreo fuego de la llama,
suave, muy liviana, idéntica por doquier a sí misma,
pero no idéntica a la otra; pero también aquella (otra), en sí,
opuesta, noche oscura, de conformación densa y pesada.
Yo te narro este ordenamiento cósmico como un todo coherente,
de modo que el parecer de alguno de los mortales jamás te supere”.
“Pero puesto que todo es denominado luz y noche
y, según las cualidades de éstas, se aplican a una cosa tanto como a otras,
todo está lleno a la vez de luz y noche oscura,
ambas iguales, ya que nada hay aparte de ninguna de las dos.”
“Conocerás la naturaleza etérea, y, también en el éter, todas
las señales y los efectos destructivos de la pura y clara
antorcha del sol y de donde se han engendrado;
también te enterarás de las obras errantes de la luna de ojos redondos
y de su naturaleza, y conocerás también el cielo circundante:
de donde ha nacido, y cómo la Necesidad, conductora, ha forzado
a mantener a los astros en sus límites.”
“Como la tierra, el sol y la luna,
también el éter común, la Vía Láctea y el Olimpo
insuperable, así como la fuerza cálida de los astros, son impulsados a nacer.”
“Los anillos más estrechos están colmados de fuego sin mezcla;
los siguientes, de noche, pero al lado se propaga una porción de llama
y en medio de ellos está la divinidad que gobierna todo;
pues en todo domina, sea en el parto doloroso o en el apareamiento,
al enviar la hembra a unirse con el macho, y a la inversa,
el macho a la hembra.”
“Concibió al Amor, el primerísimo de todos los dioses.”
“(La luna) brillando de noche con luz ajena, errante en torno a la tierra.”
“(La luna) vuelve siempre su mirada hacia los rayos del sol.”
“Pues tal como en cada ocasión se mantiene la mezcla de órganos tan ambulantes,
así ha advenido a los hombres el conocimiento. En efecto eso mismo
es lo que la naturaleza peculiar de los órganos conoce, en los hombres,
en todos y en cada uno; pues lo que prevalece es comprensión.”
“Por la derecha, los niños; por la izquierda, las niñas.”
“Cuando una mujer y un varón mezclan gérmenes de Amor,
el poder que se forma en las venas de sangre diferente
modela cuerpos bien creados, si se conserva la proporción;
pues si en la semilla mixta pugnan poderes
y no logran la unidad en el cuerpo mixto, cruelmente
atormentarán al sexo que nace de un germen doble.”
“Así nacieron todas estas cosas, según la opinión, y son ahora,
y después, creciendo desde allí, llegarán a su fin;
para ellas los hombres han impuesto nombres, para cada uno (un nombre) distintivo.”




miércoles, 20 de junio de 2012

La Verdad, según Sade


La Verdad (La Verité), Donatien Alphonse Françoise Marqués de Sade, 1777.
Atuel – Anáfora, Buenos Aires, 1995. Serie Impar.Traducción: Ricardo Zelarayan




Prefacio
por Gilbert Lely* (traducción Susana Lauro)

LA VÉRITÉ, pieza encontrada entre los papeles de La Mettrie: tal es el título exacto del opúsculo en verso y en prosa que hoy tenemos la gran fortuna de publicar por primera vez a partir del manuscrito autográfico inédito del marqués de Sade. Ese manuscrito, que antiguamente formaba parte de la colección “La Sicotiere”, está compuesto de cuatro hojas sin refilar de papel vergé azulado, cosido a un cuaderno de 15,5 por 19,5 centímetros. Esta es la breve descripción de su contenido: páginas 1 a 4 y comienzo de la página 5: un poema de ciento treinta y seis versos alejandrinos de rima plana, con abundantes tachaduras y correcciones, una variante obscena de cinco versos en el margen de la página 2 y un proyecto de frontispicio en el margen de la página 4; páginas 5 a 7: ocho notas, que corresponden a otras tantas llamadas en el cuerpo del poema; la página 8 está en blanco.
En una rápida lectura de este poema filosófico y de las notas que lo acompañan, aparece inmediatamente lo específicamente Sadista, tanto la expresión como la doctrina de las que el marqués es autor, a pesar del nombre de La Mettrie bajo el que, por prudencia, creyó tener que esconderse. Pero el solo aspecto del manuscrito, tachado y corregido, bastaría para identificarlo como una obra personal. En cuanto a la fecha de composición de La Vérité, no hay ninguna observación decisiva que nos permita establecerla con certeza. El examen de la escritura y del papel nos inclinaría a pensar que el poema vio la luz en La Bastilla, alrededor de 1777.
Debemos señalar que en la elección del nombre de La Mettrie —citado en Juliette— Sade ha tenido sin duda más en cuenta las interpretaciones difamatorias de las que había sido objeto por parte de los mismos filósofos que se habían inspirado en ellas que el contenido real de la teoría de este precursor. D’Holbach, levantándose contra los ateos en el Sistema de la Naturaleza, “quienes han negado la distinción del vicio y de la virtud”, no había dicho que el autor del Hombre–máquina “ha razonado sobre las costumbres como un frenético”. De hecho si La Mettrie, verdadero “burro de carga” de la filosofía de las luces, reivindicó para el individuo el derecho a gozar sin ninguna traba y si ha pretendido aliviarlo de remordimientos, “esa pesada carga de la vida”, lejos de tener el propósito de asegurar la suerte, como lo acusa Diderot, “la inmortalidad del malvado”, sostuvo por el contrario que la embriaguez de la voluptuosidad, además de sernos “inmediatamente dada” es la que “nos hace mejores”, porque “un ser satisfecho y feliz es un ser dulce y benévolo”.(1) Sade, a lo largo de toda su obra, se convertirá en el campeón de la teoría opuesta, no pudiendo admitir describir la conjunción erótica de otra manera que a la luz de las perversiones más laboriosas al mismo tiempo que las más crueles.(2) El poema que vamos a leer con una diversificación mucho más consistente y armoniosa que la de la tragedia de Jeanne Laisné— nos da cuenta, en una forma lapidaria, a menudo provista de lirismo, de los principales aspectos de la doctrina de Sade. En efecto La Vérité aparece ante todo como una sátira antireligiosa, más de un tercio de su contenido es una apología del desencadenamiento integral de los instintos inmorales. Agreguemos que seis notas de las ocho (las otras dos corresponden a la religión) refuerzan esta apología, y que una imagen liminar proyectada por el autor, debía revestirla de un brillo supremo, sobre los géneros conjugados del homicidio y de la predicación heterosexual. Pero el crimen no es sólo el más poderoso de los afrodisíacos: conforme a las intenciones sagradas de la Naturaleza, que no destruye más que para transmutar y multiplicar, lo que engendra es una embriaguez metafísica. Así, según Sade, a la idea de Dios, se opone un panteísmo bárbaro.(3) Aquí entonces La Vérité, que podría servir de oriflama a la doble epopeya de Justine y de Juliette. Si todos los trabajos de Sade hubiesen perecido, exceptuando este poema, sin duda los más ávidos movimientos de su lenguaje nos habrían sido robados a nuestra admiración, pero al menos lo que resuena como el mandamiento inaugural de su papado demoníaco hubiera llegado hasta nosotros. (4)

1 Esas tres expresiones no pertenecen a Le Mettrie, sino a uno de sus comentaristas modernos, Maurice Solovine, pero que traducen sin embargo exactamente el pensamiento del moralista.
2 A Pierre Naville se le debe el atinado cuadro de tres filosofías comparadas: “Las antinomias de la física materialista y de la moral utilitarista quedan irresoluble en La Mettrie”. En D’Holbach y Diderot, éstas son abolidas en la búsqueda de un nuevo equilibrio social. En Sade, explotan en provecho de la sensibilidad individual, la única naturalidad y el enemigo de las Leyes de la Sociedad.
3 Del cual el frontispicio de Jacques Hérold (junto a los ejemplares sobre Japón) nos ofrece una sorprendente alegoría. Esta plancha, grabada en 1945 e inédita, esperaba desde hacía quince años su perfecto destino.
4 Elaboración del texto. Hemos normalizado la ortografía y la puntuación, muchas veces caprichosas del autor. Se encontrará in fine, con las lecciones primitivas rayadas en el manuscrito, la indicación de algunos versos restablecidos cuidadosamente por nosotros.

*Gilbert Lély (1904-1985). Poeta nacido en París, entró en contacto con los surrealistas en 1937 al participar en la puesta en escena de "Ubu enchaîné" (Ubú encadenado), la obra de Alfred Jarry (1873-1907), junto a otros miembros del grupo. Continuando la labor de su amigo Maurice Heine (1884-1940), exhumó la correspondencia y revisó numerosos manuscritos del Marqués de Sade, los que luego editó y prologó.




La Verdad

¿Qué es este monstruo, esta quimera impotente y estéril,
Esta divinidad que una odiosa corte
De curas impostores predica a los imbéciles?
¿Quieren acaso incluirme entre sus seguidores?
¡Ah no! Juro y mantendré mi palabra,
Jamás este ídolo ridículo y repugnante,
Este hijo de delirio y la irrisión
Dejará huella alguna en mi corazón.
Contento y orgulloso de mi epicureísmo
Quiero expirar en el seno del ateísmo
Y que al Dios infame con que quieren asustarme
Sólo lo conciba para blasfemarlo.
Sí, vana ilusión, mi alma te aborrece,
Y para convencerte más aquí lo reafirmo,
Yo quisiera que pudieses existir por un momento
Para gozar del placer de insultarte mejor.
¿Qué es realmente este fantasma execrable
Ese Don nadie de Dios, ser lamentable
Que nada ofrece a la mirada ni nada dice a la mente,
De quien teme el loco y ríe el sabio,
Que nada dice a los sentidos, que nadie puede comprender,
Cuyo culto salvaje derramó en todos los tiempos
Más sangre que la guerra o la furia de Temis
Pudieron derramar en mil años en la Tierra? (1)
Me place analizar a este bribón divinizado,
Me place estudiarlo, mi ojo filosófico
Sólo ve en vuestras religiones
Una mezcla impura de contradicciones
Que no resiste un examen si se la considera,
Que se insulta con placer, se injuria y se ultraja,
Producto del miedo, creación de la esperanza, (2)
Que nuestra mente nunca podría concebir,
Convertido alternativamente, según quien lo exalte,
En objeto de terror, de alegría o de vértigo
Que el astuto impostor que lo anuncia a los hombres
Hace reinar a su gusto sobre nuestros tristes destinos,
Pintándolo como malvado o como bondadoso
Ora matándonos, ora haciendo de padre,
Adjudicándole siempre, según sus pasiones,
Sus costumbres, su carácter y sus opiniones:
La mano que perdona o que nos asesina.
He ahí el Dios tonto con que nos adormece el cura.
Pero, ¿con qué derecho el condenado por mentiroso
Pretende someterme al error que lo aqueja?
¿Acaso necesito del Dios abjurado por mi saber
Para comprender las leyes de la naturaleza?
En ella todo se estremece, y su seno creador
Actúa a cada instante sin ayuda de motor. (3)
¿Acaso gano algo con esa doble confusión?
¿Acaso este Dios explica el origen del universo?
Si él crea, ha sido creado, y así siempre
Me siento impedido, como antes, de adoptar su prédica.
Huye, huye lejos de mi corazón, infernal impostura;
Sométete, al desaparecer, a las leyes de la naturaleza;
Sólo ella ha hecho todo, tú sólo eres la nada
De donde ella nos sacó un día creándonos!
¡Desvanécete pues, execrable quimera!
¡Huye lejos de estos climas, abandona la Tierra
Donde sólo encontrarás corazones endurecidos
Por la jerga mentirosa de tus piadosos amigos!
En cuanto a mí, confieso que el horror que me produces
Es a la vez tan justo, grande y fuerte,
Que con placer, vil Dios, y con tranquilidad,
¿Qué digo?, y también con transporte y voluptuosidad.
Yo sería tu verdugo, si tu frágil existencia
Pudiera ofrecerme un punto de referencia
Para mi sombría venganza, y mi brazo
Pudiera llegar encantado hasta tu corazón
Para probarte el rigor de mi aversión.
Pero sería inútil querer alcanzarte
Tu esencia elude a quien quiere cercarla.
Por no poder aplastarte entre los mortales,
Quisiera al menos destruir tus peligrosos altares
Y mostrar a quienes se sienten aún cautivados por Dios
Que ese cobarde aborto que adora la debilidad de ellos
No está hecho para limitar las pasiones.
¡Oh movimientos sagrados, audaces impresiones,
Sed para siempre el objeto de nuestros honores,
Los únicos que pueden ofrecerse en el culto de los verdaderos sabios,
Los únicos en todos los tiempos que deleitan su corazón,
Los únicos que ofrece la naturaleza a nuestra felicidad.
Aceptemos su imperio, y que su violencia,
Subyugando nuestras mentes sin la menor resistencia,
Convierta impunemente nuestros placeres en leyes:
Lo que prescribe su voz basta para nuestros deseos. (4)
Sea cual fuere el desorden donde nos conduzca
Debemos aceptarlo sin pena ni remordimientos,
Y, sin consultar nuestras leyes ni nuestras costumbres,
Entregarnos ardientemente a todos los excesos
Que siempre nos indica la naturaleza con sus manos.
Respetemos siempre su susurro divino.
Lo más preciado para sus planes
Es lo que inútiles leyes castigan en todos los países.
Lo que parece al hombre una terrible injusticia
No es más, para nosotros, que el efecto de su mano corruptora,
Y cuando, según nuestras costumbres, tememos infringirla
En realidad logramos honrarla mejor. (5)
Esas bellas acciones que vos llamáis crímenes,
Esos excesos que los tontos creen ilegítimos,
Son sólo las desviaciones que agradan a sus ojos,
Los vicios, las inclinaciones que le agradan más.
Lo que graba en nosotros es siempre sublime;
Aconsejando el terror, ella ofrece la víctima:
Golpeemos sin vacilar y nunca temamos
Por haber cometido crímenes cediendo a sus impulsos.
Pensemos en el rayo en sus manos sanguinarias,
Que estalla al azar, y los hijos, y los padres,
Los templos, los burdeles, los devotos, los bandidos,
Todo agrada a la naturaleza: necesita delitos.
También la servimos cometiendo crímenes.
Cuando nuestra mano ataca ella la estima más. (6)
Usemos los poderosos derechos que ejerce sobre nosotros
Entregándonos sin cesara las más monstruosas aberraciones. (7)
Nada está prohibido por sus leyes homicidas,
Y el incesto, la violación, los parricidios,
Los placeres de Sodoma y los juegos de Safo,
Todo lo daña al hombre o lo lleva a la tumba,
Sólo son, estemos seguros, maneras de complacerla.
Al acabar con los dioses, robémosles el trueno
Y con el rayo incandescente destruyamos
Todo lo que nos desagrada en un mundo abominable.
Sobre todo, no ahorremos nada: que sus maldades
Sirvan de ejemplo para nuestras proezas.
Nada es sagrado: todo en este universo
Debe ceder al yugo de nuestras fogosas tendencias.
Cuanto más nos multipliquemos, variaremos la infamia,
La sentiremos mejor en nuestra alma obstinada
En repetir, en alentar nuestros cínicos intentos
Para llevarnos diariamente y paso a paso a los crímenes.
Después de los mejores años, si su voz nos llama,
Regresemos junto a ella burlándonos de los dioses;
Su crisol nos aguarda para recompensarnos;
Lo que adquiere su poder, nos lo devuelve su necesidad.
Allá todo se reproduce, todo se regenera;
La puta es la madre de los grandes y de los pequeños,
Y todos nosotros siempre somos muy queridos para ella,
Monstruos y malvados como buenos y virtuosos.

1. Se evalúa en más de cincuenta millones de vidas las perdidas por guerra o masacre de religión. ¿Una sola religión puede valer la sangre de un pájaro? ¿Acaso la filosofía no debe armar a todas sus piezas para exterminar a Dios, en favor del cual se inmolan tantas víctimas que valen más que él? ¿Acaso hay una idea más bestial, extravagante y peligrosa que la de un Dios?
2. La idea de Dios no nace en los hombres excepto cuando lloran o esperan algo. Es en esto que se basa la unanimidad de todos los seres humanos en esta quimera. El hombre, universalmente desgraciado, ha tenido siempre motivos de dolor y esperanza y tanto invoca la causa que lo atormenta como espera el fin de sus males. Al invocar al ser que se supone es la causa de ambos, ignorante de que el mal inherente a su vida tiene causa en su misma existencia, crea las quimeras ante las cuales renuncia al estudio y la experiencia que se las volverían inutilidad.
3. El más ligero estudio de la naturaleza nos convence de la eternidad del movimiento y el examen atento de sus leyes nos hacen ver que nada se pierde en ella y todo se regenera sin cesar gracias al efecto que parece destruir sus obras. Si las destrucciones son necesarias, la muerte es una palabra sin sentido: sólo hay transmutaciones y no hay extinciones. La perpetuidad del movimiento entre la naturaleza anula toda idea de un primer motor.
4. Rindámonos indiscriminadamente a todo lo que nos inspiran las pasiones y seremos por siempre felices. Despreciemos la opinión de los hombres: es sólo fruto de los prejuicios. En cuanto a nuestra conciencia, no redoblemos su voz pues la podemos callar: la costumbre la reduce al silencio y cambia en placer los más terribles recuerdos. La conciencia no es un órgano de la naturaleza, sino de los prejuicios: venzámoslos y tendremos la conciencia a nuestras órdenes. Interroguemos a la conciencia del salvaje y preguntémosle si le reprocha algo: cuando mata a su semejante y lo devora, la naturaleza parece hablar por él; la conciencia está muda; concibe como cosa de tontos apelar al crimen; él lo ejecuta. Todo es tranquilo. El ha servido a la
naturaleza mediante la acción, que place tanto a esta naturaleza sanguinaria que se nutre de crímenes, crímenes que son como se energía.
5. ¿Cómo podemos ser culpables si sólo obedecemos las presiones de la naturaleza? Los hombres y sus leyes, que son, al fin, obra humana, nos pueden considerar criminales, pero nunca la naturaleza... Sólo resistiéndonos podemos ser culpables a los ojos de ésta y éste es el único crimen que debemos evitar.
6. Una vez demostrado que el crimen le place, el hombre que más le servirá será quien dé más extensión o gravedad a sus crímenes, observando que la extensión le place más que la gravedad, pues si bien está establecido que el asesinato es menos grave que el parricidio, esto es pura convención humana. Quien haya cometido más desórdenes en el universo la santificará más que quien se haya detenido en el primer paso. Que quien frena sus pasiones tenga clara esta verdad: sólo podrán hacerse caros a la naturaleza multiplicando sus delitos.
7. Estos gustos no son ni útiles ni caros a la naturaleza pues si se propagaran nacería el desorden. Mientras más se golpee, se deteriore, se destruya, más la naturaleza siente el precio de estos actos. La eterna necesidad que ella tiene de destrucción sirve de prueba a este enuncio. Destruyamos si queremos ser útiles a sus planes. Así, el masturbador, el asesino, el infanticida, el incendiario, el sodomita son los hombres que deben servirnos de ejemplo.
8. Imponerse frenos o barreras en la ruta del crimen sería ultrajar visiblemente las leyes de la naturaleza que se han depositado en nosotros y desconoce nuestras reticencias y nuestras cadenas. El hermano que se acuesta con su hermana no hace más mal que el amante que se acuesta con su mujer y el padre que mata a su hijo no hace más ultraje que el asesino de camino real. La naturaleza no ve diferencias en esto: lo que quiere es el crimen, sin que importe la mano que lo comete ni el seno donde es cometido.



miércoles, 13 de junio de 2012

La Composición Poética, según Poe.

Edgar Allan Poe, La Filosofía de la Composición, Premiá, Tlahuapan, Puebla, 1991 (The Philosophy of Composition, trad. Carlos Marías Reylés).



Hace algún tiempo hice el análisis del mecanismo de la composición de ‘Barnaby Rudge’, y Charles Dickens, refiriéndose a este análisis en una nota que ahora tengo ante mí, dice: “Entre paréntesis ¿se ha dado usted cuenta de que Godwin escribió su Caleb Williams al revés? Comenzó su obra creando una situación llena de dificultades a su héroe: este episodio forma el segundo volumen; luego, en el primero, inventa algún modo de explicar lo que ha hecho”.

No creo que este haya sido exactamente el procedimiento empleado por Godwin, y, en verdad, lo que él mismo reconoce no concuerda del todo con la idea que sobre el particular se ha formado el Sr. Dickens; empero, el autor de Caleb Williams era un artista en toda la acepción de la palabra, y, por lo tanto, no podía dejar de notar las ventajas que tal sistema, aunque sólo fuese parecido, pudiera importarle. Nada resulta más claro que el hecho de que todo argumento que merezca el nombre de tal, debe ser planteado desde el comienzo hasta su desenlace, antes de que nada sea sometido a la pluma. Sólo cuando no perdemos de vista el desenlace, podemos dar al argumento la semblanza indispensable de consecuencia o causalidad, haciendo que los incidentes, y especialmente el tono, contribuyan en todo momento al desarrollo de la intención.

A mi parecer, cuando se “construye” un relato, ateniéndose al procedimiento corriente, se comete un error garrafal. O bien la historia proporciona una tesis, o ésta es sugerida por un incidente ocurrido en la actualidad, o, en el mejor de los casos, el autor trata de combinar los sucesos más conspicuos a fin de que constituyan la base de su narración, llenando generalmente con descripciones, diálogos o comentarios cualquier grieta o vacío que, tanto en los hechos como en la acción, puede presentarse al correr las páginas.

Prefiero comenzar con una consideración concerniente al efecto. Sin perder de vista por un momento la originalidad –pues se engaña a sí mismo quien se aventura a pasar por alto un fuerte interés tan fácil de alcanzar-, me digo a mí mismo, en primer lugar: “De los innumerables efectos a los cuales el corazón, el intelecto, o (considerado de una manera más general) el alma, son más sensibles; ¿cuál elegiría yo en la ocasión presente?” Habiendo elegido en primer lugar una novela y, luego, un efecto intenso, entro a considerar si este último podrá lograrse mejor mediante la acción o el tono, o dicho con otras palabras si será más fácil lograrlo recurriendo a incidentes corrientes o mediante un tono particular o a la inversa, o bien gracias a la particularidad tanto del incidente como del tono. Después de lo cual echaré una mirada alrededor de mí (o más bien dentro de mí) a fin de lograr aquellas combinaciones de sucesos y de tono que resulten más eficaces para la obtención del efecto.

A menudo me he puesto a pensar que cualquier autor podría escribir un artículo muy interesante para una revista si quisiera o pudiera detallar, paso a paso, los procesos que permitieron completar sus composiciones. No puedo explicarme por qué no ha aparecido aún ese artículo, pero no sería de extrañar que la vanidad del autor fuese la causa principal de la omisión. La mayoría de los escritores –los poetas en particular- prefieren hacer creer que el éxtasis intuitivo, o algo así como un delicado frenesí, es el estado en que se encuentran cuando realizan sus composiciones, y se estremecerían de pies a cabezas si dejaran que el público echase una mirada tras los bastidores y presenciase las escenas de la elaboración y las vacilaciones del pensamiento que tienen lugar en el proceso de la creación, que notase los verdaderos propósitos, captados sólo a último momento, los innumerables vislumbres de la idea que no llegó a madurar plenamente, las fantasías rechazadas por rebeldes, las cautelosas selecciones y exclusiones, las cautelosas selecciones y exclusiones, las dolorosas raspaduras e interpolaciones, en pocas palabras, las ruedas y los piñones, los aparejos para cambiar las escenas, que en noventa y nueve por cien de los casos constituyen las cualidades del histrión literario.

Bien me doy cuenta, por otra parte, que de ninguna manera es frecuente el caso de que un autor esté en condiciones de desandar el camino que le ha permitido llegar a sus conclusiones. En general, dado que las sugestiones han surgido caprichosamente, se las cultiva y se las olvida de una manera similar.

Por mi parte, no siento ninguna simpatía por esas reservas de los escritores, ni tengo tampoco inconveniente alguno en mostrar las frases progresivas de cualesquiera de mis composiciones, y, dado que el interés de un análisis, o de una reconstrucción, que he considerado como un desiderátum, es completamente independiente de cualquier interés real o imaginado que pueda inspirar la cosa analizada, no deberá considerarse como una falta de decoro el que yo muestre el modus operandi que me permitió componer uno de mis poemas. Elijo a The Raven (El Cuervo) precisamente porque es el más conocido. Me propongo, desde ya, manifestar claramente que en ningún momento esta composición se debe, ya al azar, ya a la intuición: la obra fue adquiriendo forma gradualmente con la precisión y la consecuencia rígida de un problema matemático.

Descartemos, por ser ajeno al poema, per se, la circunstancia –o mejor dicho la necesidad- que, en primer término, dio lugar a la intención de componer un poema capaz de satisfacer, a la vez, el gusto del público y del crítico.

Por lo tanto, empecemos por considerar esa intención.

La primera condición que tuve en cuenta era la que se refería a la extensión. Si un trabajo literario es demasiado largo para que pueda ser leído de una sola vez, debemos resignarnos a no aprovechar el efecto importantísimo que deriva de la unidad de la impresión; pues si es necesario leerlo en dos ocasiones, los asuntos del mundo intervienen en el interín, y, como consecuencia, se pierde todo aquello que se asemeja a una impresión total. Pero dado que, ceteris paribus, ningún poeta puede renunciar a nada que secunde su propósito, sólo queda por verse si la extensión implica alguna ventaja que compense la pérdida de la unidad. Por mi parte contesto categóricamente que no. Lo que llamamos un poema largo no es otra cosa que una sucesión de poemas cortos –esto es, de efectos poéticos breves-. Resulta inútil demostrar que un poema sólo es tal cuando, al elevar el alma, determina cierto grado de exaltación; y que todas las exaltaciones intensas son, por necesidad física, breves. Por esta razón, cuando menos una mitad del “Paraíso Perdido” es esencialmente prosa –una sucesión de exaltaciones poéticas entremezcladas, inevitablemente, con depresiones correspondientes- y, en consecuencia, la obra, debido a su extensión exagerada, ha perdido ese elemento artístico de importancia primordial, la integridad, o sea la unidad del efecto.

Parece, por lo tanto, evidente que, en todas las obras de arte, existe un límite en lo que atañe a la extensión –el límite correspondiente a la circunstancia de poderlas leer de un tirón- y que, aún cuando en ciertas composiciones de prosa, como ser “Robinson Crusoe” (que no exige unidad), quizá resulte conveniente pasar por alto dicho límite, ese procedimiento de ninguna manera puede aplicarse al poema. Dentro de este límite la extensión del poema puede guardar una relación matemática con su mérito, o sea con su grado de exaltación o elevación, o, expresado de otro modo, con el grado de efecto poético auténtico que sea capaz de trasmitir; pues resulta claro que la brevedad debe estar en relación directa con la intensidad del efecto buscado, aun cuando con una condición: y es que cierto grado de duración se requiere para la producción de cualquier clase de efecto.

Teniendo en cuenta estas consideraciones, así como el grado de exaltación que decidí no debía rebasar la capacidad del lector corriente, aún cuando debía dejar satisfecho al crítico, llegué de inmediato a concebir la extensión conveniente para mi poema proyectado: una extensión de cien líneas más o menos. En realidad, el poema tiene ciento ocho.

Después mi pensamiento se concentró en la elección de la impresión, o sea del efecto que debía comunicarse al lector; y aquí cabe observar que en todo el proceso de la construcción no perdí de vista el propósito de que mi obra pudiese ser universalmente apreciada. Si tratara de demostrar un punto sobre el cual he insistido en diversas ocasiones, y que, dentro de lo poético, no necesita ser demostrado de ninguna manera, esto es, que la Belleza es la única provincia legítima del poema, ello me apartaría de mi tema inmediato. Empero, dado que algunos de mis amigos se inclinan a tergiversar el significado de lo antecedente, diré algunas palabras para aclarar este punto. El placer que a la vez es el más intenso, el más elevado y el más puro, se encuentra, según creo, en la contemplación de lo bello. Cuando los hombres hablan de Belleza quieren significar no precisamente una cualidad, como en general se cree, sino un efecto. Para expresarlo en pocas palabras, se refieren a la elevación intensa y pura del alma –no a la del intelecto o a la del corazón- que ya he comentado y que se experimenta como consecuencia de la contemplación de lo “bello”. Ahora bien, designo a la Belleza como provincia del poema simplemente porque es una regla evidente del arte que los efectos deben surgir de causas directas; que el objeto debe alcanzarse recurriendo a los medios mejor adaptados para su consecución, y nadie ha sido todavía lo suficientemente débil como para negar que la elevación particular aludida se logra más fácilmente en el poema. Ahora bien, el objeto Verdad, o la satisfacción del intelecto, y el objeto Pasión, o la exaltación del corazón, pueden ser alcanzados, hasta cierto punto, mucho más fácilmente en el dominio de la poesía que en el de la prosa. De hecho la Verdad exige cierta precisión, y la Pasión cierta sencillez (los verdaderos apasionados me comprenderán), que son absolutamente antagónicas a esa Belleza que, lo sostengo, es la exaltación o la elevación gozosa del alma. De ninguna manera ha de inferirse, partiendo de lo que acabo de decir, que la pasión, o aun la verdad, puedan no ser introducidas ventajosamente en un poema, ya que suelen servir para la elucidación o bien ayudan al efecto general, tal como las discordancias en la música: por contraste. Pero el verdadero artista tratará siempre de subordinarlas, en primer lugar, al fin predominante, y, en segundo lugar, de rodearlas, en todo lo posible, de esa Belleza que es la atmósfera y la esencia del poema.

Considerando, por lo tanto, a la Belleza como mi provincia, el problema siguiente se refería al tono de su manifestación más alta, y toda la experiencia ha demostrado que ese tono es el de la tristeza. Toda forma de Belleza en su desarrollo supremo, invariablemente, hace derramar lágrimas al alma sensible. Por lo tanto la melancolía es el más auténtico de los tonos poéticos.

Habiendo, de esta suerte, determinado la extensión, la provincia y el tono, recurrí a la inducción corriente con el propósito de lograr cierta acrimonia artística que pudiera servir de base a la construcción del poema; un eje sobre el cual la estructura pudiera dar vueltas. Al examinar detenidamente todos los efectos artísticos corrientes, no dejé de percibir inmediatamente que ninguno de ellos gozaba de tanta aceptación universal como el del estribillo. La universalidad de su aplicación bastó para convencerme de su valor intrínseco y me ahorró la necesidad de someterlo a un análisis. Empero, consideré la posibilidad de mejorarlo y pronto me di cuenta de que se encontraba en un estado primitivo. Tal como se la emplea corrientemente, el estribillo no sólo está limitado al verso lírico, sino también depende, en lo que atañe a la intensidad de la monotonía, tanto del sonido como del pensamiento. El placer se deriva solamente del sentido de la identidad y de la repetición. Resolví, por lo tanto, diversificarlo y realzar el efecto, ateniéndome en general a la monotonía del sonido, en tanto que variaría constantemente el significado; es decir, que me propuse producir continuamente efectos nuevos mediante la variación en la aplicación del estribillo, aún cuando el estribillo mismo no cambiase nunca.

Habiendo resuelto estos puntos, me aboqué a la tarea de determinar la naturaleza del estribillo. Dado que su aplicación debía variar en repetidas ocasiones, resultaba claro que el estribillo debía ser breve, pues la aplicación frecuente de la variación en cualquier oración larga hubiera presentado dificultades insalvables. La facilidad de la variación debería estar en relación con la brevedad de la oración. En consecuencia, para lo que yo me proponía el mejor estribillo sería aquel que estuviese contenido en una sola palabra.

Y ahora se presentó la cuestión que consistía en determinar el carácter de esa palabra. Habiendo aceptado la idea del estribillo, ello me obligaba, por lo tanto, a dividir el poema en estrofas: el estribillo constituiría el final de cada estrofa. Si deseaba que la palabra final tuviese vigor y énfasis prolongado era menester que fuera sonora; y esas consideraciones inevitablemente me llevaron a la “o” larga como la vocal más sonora en relación con la “r” como consonante de más efecto.

Habiendo de esta suerte determinado el sonido del estribillo, fue necesario elegir una palabra que incorporara ese sentido y al mismo tiempo evocara con la mayor intensidad posible el sentimiento de melancolía que, tal como yo lo había predeterminado, debía de ser el tono del poema. En esa búsqueda no hubiese sido posible pasar por alto la palabra “Nevermore” (“nunca más” en inglés, N del T). En verdad, fue la primera palabra que acudió a mi llamado.

Lo que se necesitaba después era un pretexto para poder usar continuamente la palabra “nevermore”. Al notar las dificultades que de inmediato encontré al inventar una razón que me permitiera repetirla una y otra vez, no dejé de percibir que esa dificultad se debía únicamente al hecho de suponer que la palabra debía ser continuamente repetida, y en forma monótona, por un ser humano; no dejé de percatarme que la dificultad estribaba en la conciliación de la monotonía con el ejercicio de la razón por parte de la criatura que repetía la palabra. Este reconocimiento de inmediato dio lugar a la idea de una criatura no razonable capaz de hablar, y, como es natural, lo primero que evoqué fue un loro, pero de inmediato lo reemplacé por un cuervo, ya que éste asimismo es capaz de pronunciar palabras sin contar que se adapta infinitamente mejor al tono que había propuesto adoptar.

Ya había llegado, por lo tanto, a la concepción de un cuervo, pájaro de mal agüero, el cual repetiría en forma monótona la palabra “Nevermore” al terminar cada estrofa en un poema de tono melancólico y de una cien líneas de extensión. Ahora, sin perder de vista el objeto, la perfección en todo momento, me pregunté a mí mismo: “De todos los temas melancólicos ¿cuál es, según el entender humano, el más melancólico? La muerte, fue la respuesta inevitable. Y ¿cuándo, me pregunté, es éste, el más melancólico de los temas, asimismo el más poético? Por lo que ya he explicado detalladamente, la respuesta en este caso también es inevitable: “Cuando más se asemeja a la Belleza: por lo tanto la muerte de una mujer bella es indudablemente el tema más poético del mundo, y asimismo tampoco cabe dudar de que los labios mejor adaptados para expresar ese tema son los de un amante desolado”.

Era necesario ahora combinar dos ideas; la de un enamorado que llora la muerte de su amada y la de un cuervo que repite continuamente la palabra “Nevermore”. Debía combinar esas ideas, teniendo en cuenta mi propósito de variar en toda ocasión la aplicación del la palabra repetida, pero el único modo inteligible de llevar a cabo esa combinación consistía en imaginar que el cuervo pronunciara la palabra mencionada al contestar las preguntas del enamorado. Y aquí vi la oportunidad que me brindaba el efecto del cual yo dependía, es decir el efecto de la variación de la aplicación. Me di cuenta de que podía convertir la primera pregunta formulada por el enamorado –la primera pregunta a la cual el cuervo contestaría “Nevermore”- en una pregunta común, la segunda lo sería algo menos, la tercera menos aún, y así sucesivamente, hasta que, a la larga, el enamorado, sorprendido por el carácter melancólico de la palabra, por su repetición frecuente y recordando la reputación agorera del pájaro que la pronunciaba, se sentiría invadido por un sentimiento supersticioso y formularía preguntas de un carácter muy distinto, preguntas cuya solución lo conmoverían en lo más profundo de su ser; formularía esas preguntas movido, en parte, por la superstición, y en parte por esa forma de desesperación que se deleita torturando a la criatura desesperada, que se interroga de esa suerte no porque esté convencido del carácter profético o demoníaco del pájaro (pues la razón le dice que éste repite una lección aprendida de memoria), sino porque experimenta verdadera fruición al formular preguntas que reciben como respuesta el esperado “Nevermore”, tanto más delicioso por lo mismo que constituye la más intolerable de las penas. Percibiendo la oportunidad que se me presentaba o, para hablar con más exactitud, que me era impuesta en el desarrollo de la composición, comencé por establecer en mi mente la pregunta final –esa pregunta a la cual “Nevermore” pudiera ser en último término una respuesta-, esa pregunta en respuesta a la cual la palabra “Nevermore” implicara la pena y la desesperación más agudas concebibles.

Puede, por lo tanto, decirse que este es el momento en que comienza el poema; es decir, con el final, allí donde deberían comenzar todas las obras de arte, pues fue a esta altura de mis preconsideraciones que me puse a componer esta estrofa:
“¡Profeta!, dije entonces, ¡ser diabólico! / ¡Profeta! Ya seas ave o seas demonio, ¡por el cielo que nos cubre! / ¡por el Dios que veneramos! / Dile a esta alma consumida de dolores si, en algún Edén lejano, besará a la santa niña a quien llaman los arcángeles Leonor. / La radiante y rara virgen a quien llaman los arcángeles Leonor. / Dijo el cuervo: “Nunca más”.
Compuse esta estrofa, en primer lugar con el propósito con establecer el momento de mayor intensidad, lo cual me permitiría variar y graduar, en lo que atañe a la seriedad y la importancia, las preguntas subsiguientes del enamorado, y segundo, a fin de poder establecer el ritmo, el metro, la extensión y la disposición general de la estrofa, así como graduar las estrofas que vendrían después de manera que ninguna de ellas pudiera sobrepasar a la primera en lo que efecto rítmico se refiere. Suponiendo que en la composición subsiguiente hubiese sido capaz de haber construido estrofas más vigorosas, no hubiera tenido escrúpulos en debilitarlas, con toda intención, a fin de que no afectaran el efecto climático.

Y aquí no está de más que diga algunas palabras sobre el arte de versificar. Lo primero que tuve en cuenta (como de costumbre) al construir mi poema fue la originalidad. Hasta qué punto esta cualidad ha sido descuidada en la versificación es una de las cosas más inexplicables de este mundo. Admitiendo que existan pocas posibilidades de introducir variedad en el ritmo, resulta empero claro que las variedades posibles del metro y de la estrofa son absolutamente infinitas, y, no obstante, durante siglos, ningún hombre, en los dominios del verso, ha logrado hacer, o parece haber intentado hacer, una cosa original. El hecho es que la originalidad (a menos de tratarse de inteligencias excepcionalmente vigorosas) no es de ninguna manera un asunto, como muchos se inclinan a creerlo, de impulso o de intuición. En general, para encontrarla, hay que buscarla afanosamente, y aún cuando se trata de un mérito positivo del orden más alto, se requiere, para lograrlo, menos inventiva que negación.

Desde luego, no pretendo que el ritmo o el metro de “El Cuervo” sean originales. El primero es trocaico y el segundo es el octámetro acataléctico alternado con el heptámetro cataléctico repetido en el estribillo del quinto verso, que termina con el tetrámetro cataléctico. Expresado en forma menos pedante, los pies empleados (troqueos) consisten en una sílaba larga seguida de otra corta; la primer línea de la estrofa tiene ocho de esos pies, la segunda, siete y medio (en cuanto al efecto dos tercios), la tercera, ocho; la cuarta, siete y medio; la quinta, lo mismo, y la sexta, tres y medio. Ahora bien, cada una de esas líneas tomadas por separado ha sido empleada antes, y la originalidad que puede corresponderle a “El Cuervo” reside en su combinación de estrofas. Nunca se ha intentado nada que remotamente se asemeje a esa combinación. Ele efecto de esta originalidad de combinación está realzado por algunos efectos pocos conocidos y por otros totalmente nuevos que se deben a la extensión de la aplicación de los principios del ritmo y de la aliteración.

A reglón seguido había que resolver cuál era la manera más adecuada de reunir al enamorado y al Cuervo, y la primera consideración que se imponía era la del ambiente local. Todo sugería que éste fuese una selva o el campo –pero siempre me ha parecido que un espacio reducido y circunscrito es absolutamente necesario para el efecto del incidente aislado; es lo mismo que el marco para el cuadro. Tiene un poder moral indiscutible por el hecho de mantener la atención concentrada, lo cual, desde luego, no debe confundirse con la mera unidad del lugar.

Determiné, por lo tanto, situar al amante en su cuarto; en un cuarto sagrado para él porque su amada había estado allí muchas veces. El cuarto, según mi descripción, está ricamente amueblado. De esta manera soy consecuente con la idea que ya he explicado, de la Belleza considerada como la única tesis poética auténtica.

Habiendo, pues, determinado el ambiente local, sólo me faltaba introducir el pájaro; y la idea de introducirlo por la ventana era inevitable. La idea de que, en primer lugar, el amante confundiera el batir de las alas del pájaro contra la persiana con pequeños golpes dados en la puerta, tuvo su origen en un deseo de aumentar –mediante la prolongación de la expectativa- la curiosidad del lector y también el deseo de producir un efecto cuando el enamorado al abrir la puerta se encuentra con la oscuridad y cae a medias en la fantasía de creer que era el espíritu de su amada quien lo había llamado.

Imaginé una noche tempestuosa, en primer lugar, para explicar que el Cuervo trataba de encontrar refugio y, luego, por el efecto del contraste con la serenidad (física) que reinaba en el cuarto.

Hice, asimismo, que el pájaro se posara en el busto de Palas buscando el efecto del contraste entre la blancura del mármol y las plumas negras del Cuervo, debiendo entenderse que el busto era absolutamente sugerido por el pájaro. El busto de Palas fue elegido, en primer lugar, porque estaba de acuerdo con la erudición del enamorado y, luego, por la sonoridad de la palabra Palas.

Más o menos al llegar a la mitad del poema recurrí nuevamente a la fuerza del contraste con el propósito de dar mayor intensidad a la impresión final. Por ejemplo, planteé una sensación fantástica –casi ridícula hasta donde era posible-, cuando el Cuervo hace su aparición en el cuarto. Entra “with many a flirt and flutter” (con bastantes revoloteos y coqueteos).

“No dio muestras de respeto, ni un momento se detuvo o vaciló; mas con aire de un lord o de una lady, hacia arriba de la puerta se voló…”

En las dos estrofas que siguen, la intención se lleva a cabo en forma más clara:

“E incitando este pájaro de ébano, mi alma triste a sonreír, por la grave y mesurada austeridad de mi actitud, ‘¡si la cresta te cortara o te arrancara tú’, le dije, ‘no te arredras, espectral, torvo y antiguo Cuervo errante de Noche sepulcral! –‘¿di, qué nombre señoril es el que tienes de las Noches en el ámbito infernal?’ Dijo el Cuervo: ‘Nunca más’.”

“Y de esta ave desmañada me asombró frase tan llana, a pesar de su dicho no tuviese gran sentido ni valor, pues no puedo concebir que jamás a algún mortal le haya sido dado ver, en la puerta de su alcoba, un ave tal –ave o bestia, sobre el busto que hay arriba de la puerta, que se llame ‘Nunca más’.”

Habiendo asó obtenido el efecto requerido para el desenlace, sustituí inmediatamente el tono fantástico por el otro profundamente serio. Este tono comienza en la estrofa que sigue a la que vengo de citar, con esta línea:

“Pero el Cuervo, solitario sobre el busto imperturbable, esa única palabra pronunció”, etc.

Desde ese momento el enamorado ya no bromea y ni siquiera se da cuenta de que la conducta del cuervo es harto insólita. Se refiere a él diciendo que es un “pájaro desgarbado, horrible, flaco y siniestro de los tiempos remotos”, y siente que sus “ojos de fuego” arden en “lo más profundo de su pecho”. Esta revolución o fantasía del pensamiento por parte del enamorado tiene por objeto suscitar otra parecida en la mente del lector; es decir, colocar la mente en el marco apropiado para el desenlace, que ahora va a tener lugar directamente y lo más pronto posible.

Con el desenlace propiamente dicho, con la respuesta del Cuervo, “Nevermore”, a la pregunta final del enamorado que quiere saber si podrá encontrar a su amada en otro mundo, puede decirse que el poema ha sido completado. Hasta entonces todo está dentro de los límites de lo que puede ser explicado; es decir, de lo real. Un cuervo que ha aprendido de memoria una sola palabra, “Nevermore”, escapa a la custodia de su dueño, pero es sorprendido por una tormenta y llevado lejos del lugar donde estaba confinado. A medianoche alcanza a ver una ventana iluminada y trata de que le abran, golpeando con sus alas los vidrios, a fin de encontrar un refugio seguro. Es la ventana del cuarto de un estudiante entregado a medias a la lectura de un libro y a medias perdido en el recuerdo de su amada desaparecida. El estudiante, al oír el ruido que hace el pájaro, abre la ventana; éste penetra en la habitación y se posa en el punto más conveniente, fuera del alcance del estudiante, el cual, divertido por el incidente y por la insólita conducta del visitante, le pregunta, en broma, y sin esperar respuesta alguna, cómo se llama. El cuervo contesta con la única palabra que conoce: “Nevermore”, palabra esta que encuentra de inmediato un eco en el corazón melancólico del estudiante, el cual, expresando en voz alta ciertos pensamientos sugeridos por la ocasión, se siente sobrecogido por la repetición constante de la palabra fatídica. El estudiante, ahora, hace conjeturas sobre el extraño episodio, pero se siente impelido, como ya lo he explicado antes, por la sed humana de torturarse así mismo y en parte también por la superstición, a formular preguntas al pájaro, preguntas que le proporcionarán todos los matices del dolor mediante la respuesta anticipada, “Nevermore”. Con la descripción, llevada al extremo, de la tortura de sí mismo, la narración de lo que he denominado su fase primera o evidente, termina con naturalidad y no traspasa hasta entonces los límites de lo real.

Pero en los temas así tratados, aún cuando lo sean con habilidad o con un despliegue vistoso de episodios, se nota siempre cierta dureza que desagrada a la sensibilidad del artista. Invariablemente se necesitan dos cosas; en primer lugar cierto grado de complejidad o, mejor dicho, de adaptación; y segundo, cierto grado de sugestión, algo así como una corriente profunda, aún cuando indefinida, de significado. Es este último en particular lo que imparte a la obre de arte esa riqueza (si hemos de tomar del coloquio un término eficaz) que nos sentimos demasiado inclinados a confundir con el ideal. El exceso del significado sugerido, el confundir la corriente superficial del tema con la profunda, es lo que convierte en prosa (y por cierto del género más chato) a la así llamados trascendentalistas.

Dado que mantengo esas opiniones, agregué las dos estrofas finales del poema. Lo que sugiere, por lo tanto, ejerce influencia sobre todo lo que se ha dicho antes. La corriente profunda del significado se manifiesta en esta línea:

“¡No perturbes mi desierto! ¡Deja el busto de mi puerta! ¡Y tu pico saca fuera de mi triste corazón! –Dijo el Cuervo: ‘Nunca más’.”

Podrá observarse que las palabras “fuera de mi corazón” contienen la primera expresión metafórica del poema. Estas palabras, junto con la respuesta “Nevermore”, ponen a la mente en disposición favorable para buscar un significado a lo que se ha narrado previamente. El lector comienza ahora a considerar al Cuervo como un símbolo. Empero, sólo en la última línea de la última estrofa puede apreciarse distintamente la intención de hacer de ese pájaro el símbolo del Recuerdo, triste e imperecedero:

“Y está el Cuervo siempre inmóvil, aún posado sobre el busto de la pálida Atenea que hay arriba de mi puerta, en sus ojos al demonio me parece ver soñar, y la luz, al derramarse sobre él, tiende su sombra; ¿mi alma, de la sombra que en el suelo está flotando, será libre? -¡Nunca más!”